Para el viejo el dinero no es
dinero que pueda invertirse para que para (de “parir”) más dinero, sino símbolo
de dos cosas:
1.- Símbolo del “salario”, ese
intercambio del “yo te doy “mi” tiempo/tú me das “un” jornal”, de lo que es
propio del que trabaja y que gana dinero (él ya lo tiene sin tener que
trabajar).
2.- Que sólo así su posible
soledad futura nunca será, definitivamente, un elemento perturbador ya hoy y
puede convertirla o sustituirla por un paraíso de tranquilidad, ajena a la
perturbación.
Ese celo por tener guardado
el dinero (en otros tiempos bajo la baldosa o en el colchón o en el calcetín)
no es ni avaricia ni tacañería sino un símbolo de poder, es la carta que
siempre esconde bajo la manga, es una arma defensiva que siempre tiene a mano,
quizá sea la respuesta a una falsa avaricia con que se le trata.
El sueldo para vivir no es
igual que la pensión para estar y mantenerse en la vida.
Y como poco a poco se le va
apartando, si no arrinconando, se le escucha poco y mal (las manías pesadas del
abuelo), se le soporta con impaciencia (o no se le aguanta), o se le juzga con
menosprecio (se le desprecia o se le devalúa su auténtico valor), se coexiste
con él más que convivencia con él (no cuenta su opinión en las cuestiones
importantes, porque se ha quedado ya anticuado), porque se tiene con él
demasiado poca ternura o se le insinúa
un rechazo.
Por todo eso, y más, su temor
al futuro (el viejo siempre ve por delante un futuro) si no cuenta con medios
para mantener la propia independencia y su alejamiento si puede costeárselo.
De ahí el temor también de
cuantos le rodean, por la forma en que lo rodean.
De ahí ese gesto de
autodefensa que supone para él el tener a buen recaudo “su” dinero, por si
acaso.
El viejo, en una institución,
voluntariamente elegida, donde se considere o se sienta protegido, será
charlatán, será sociable, no será malgastador, pero tampoco rácano.
Dosificará sus gastos pero no
se privará de lo conveniente en cuanto considere que están garantizadas las
necesidades vitales, tanto físicas (será adecuadamente atendido) como psicológicas
y espirituales (será escuchado y comprendido dedicándole tiempo a la conversación relajada y sin prisas).
El abuelo, en estas
condiciones, es un encanto de viejo.
Es la mezquindad de la
sociedad la que lo ha hecho parecer un ser mezquino.
Pero no es, si no, una
respuesta defensiva a una respuesta agresiva.
Porque es difícil ser
mezquino en una sociedad no mezquina, en una sociedad simplemente humana,
caritativa.
La sociedad no cae en la
cuenta de que amar a los viejos es una forma de ir labrándose su propia
personalidad.
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