-¿Por qué has venido tan
temprano, mi buen Critón?
-Estoy aquí, Sócrates, para
traerte una noticia dolorosa -responde Critón con tono desesperado-. Algunos
amigos me han contado que la Nave
de Delos acaba de doblar el cabo Sunion. Hoy, o como máximo mañana, tendría que
llegar a Atenas.
-¿Y qué tiene de extraño?
Antes o después tenía que llegar -replica Sócrates-. Quiere decir que así les
ha parecido bien a los dioses.
-No hables de este modo:
déjate convencer y salva tu vida. Ya me he puesto de acuerdo con los
carceleros: ni siquiera me piden mucho dinero para dejarte huir. Y, de todos
modos, se han ofrecido a financiar tu fuga también Simias de Tebas, Cebes y
muchos otros. Por favor, que el día de mañana nadie pueda decir: "Critón,
por no gastar su dinero, no ayudó a Sócrates a huir".
-Estoy listo para emprender
la fuga: pero primero quisiera que decidiéramos juntos si es justo que intente
salir de la cárcel contra la voluntad de los atenienses. Pues si es justo, lo
haremos, y si es injusto, nos abstendremos de hacerlo.
-Dices bien, Sócrates.
-¿No crees, Critón, que en la
vida no debemos cometer injusticia por ninguna razón?
-Por ninguna.
-¿Ni siquiera si antes se ha
cometido injusticia?
-Ni siquiera en este caso.
-Y supongamos que justamente
en el momento en que estuviera por escapar, nos salieran al encuentro las Leyes y nos preguntaran: "Dinos, Sócrates, ¿qué intentas hacer?
¿No meditas acaso destruirnos, a nosotras, que somos las Leyes, y con nosotras
a toda la ciudad?" En ese caso, ¿qué podríamos responder a estas y otras
palabras semejantes? ¿Responderíamos tal vez que antes de la fuga nos fue
infligida una condena injusta?
-Claro, responderíamos eso.
-¿Y si las Leyes me dijeran:
"Entérate, Sócrates, de que es necesario obedecer a todas las sentencias, sean
éstas justas o injustas, ya que toda la existencia del hombre está regulada por
las Leyes. ¿No fuimos acaso nosotras quienes te dimos la vida? ¿Y no ha sido
gracias a nosotras que tu padre se casó con tu madre y te engendró? ¿Y no
fuimos también nosotras quienes te enseñamos a respetar a la patria y a no
retroceder ante el enemigo? Si éstas fueran las preguntas, ¿qué podríamos
responder: que dicen la verdad o que son falsas?
-Que dicen la verdad.
-Y pese a eso, tú querrías
que yo, después de haberme disfrazado de modo grotesco con un gabán, tal vez
con vestidos de mujer, me escapara de Atenas, para ir a Tesalia, donde los
hombres están habituados a vivir en medio del desorden y el desenfreno, y todo
para prolongar unos añitos más una vida que ya toca a su fin. ¿Y qué
razonamientos podría yo hacer aún sobre la virtud y la justicia después de
haber quebrantado las Leyes?
-Ninguno, a decir verdad.
-Como ves, mi buen amigo, no
me es en absoluto posible huir; pero si estás convencido de poder persuadirme
aún, habla y te escucharé con la mayor atención.
-¡Oh, Sócrates, no tengo nada
que decir!
-Entonces, resígnate, Critón,
ya que éste es el sendero por el que nos conducen los dioses.
El día siguiente es el de la
ejecución. Los amigos se dan cita ante la puerta de la cárcel y esperan con
impaciencia que el presidente de los Once los haga entrar. Están casi todos: el
fiel Apolodoro, el omnipresente Critón con su hijo Cristóbulo, el joven Fedón,
Antístenes el cínico, Hermógenes el pobre, Epigenes, Menexeno, Ctesipo y
Esquines, el hijo del vendedor de salchichas. Algunos han venido de lejos, como
los tebanos Simias y Cebes, o como Terpslon y Euclides, que son de Megara.
Entre los discípulos más conocidos faltan Aristipo, Cleombrotes y sobre todo
Platón, quien, al parecer, justo ese día tenía fiebre. Cuando los discípulos
entran en la celda, encuentran al maestro en compañía de Jantipa y de su hijo
pequeño. Al ver a los recién llegados la mujer se pone a gritar
desesperadamente.
-¡Oh, Sócrates, ésta es la
última vez en que tus amigos te hablarán y tú a ellos!
Ante lo cual el filósofo se
dirige a Critón, diciéndole:
-Que alguien la acompañe a
casa, por favor.
-¡Pero mueres inocente!
-protesta Jantipa, mientras se la llevan a rastras de la celda.
-¿Y qué querías? -responde
Sócrates-, ¿que muriese culpable? Entretanto, uno de los carceleros se ha
ocupado de sacar la cadena que rodea el tobillo del prisionero.
-¡Qué cosa extraña son el
placer y el dolor! -dice Sócrates, masajeándose el tobillo dolorido-. Parece
que cada uno siga siempre a su contrario y que ambos no quieran encontrarse
nunca en la misma persona. Mientras antes, bajo el peso de la cadena, en mi pierna
sólo había dolor, ya siento, después de él, llegar el placer. Si Esopo hubiera
reflexionado sobre esta relación entre dolor y placer, seguramente habría
escrito una bella fábula al respecto.
Después, la conversación
recae en el tema de la muerte y del más allá. Sócrates hace alusión a algo que
podría parecerse al Infierno y al Paraíso. Pienso que a los muertos les está
reservado un futuro -dice textualmente el maestro- y que este futuro es mejor para los buenos que
para los malos.
El tebano Simmias, asemejando
el cuerpo a un instrumento musical y el alma a la armonía que nace de dicho
instrumento, sostiene que una vez rota la lira (el cuerpo) muere con ella
también la armonía (es decir el alma).
Cebes no está de acuerdo y
formula la hipótesis de la reencarnación. El alma es como un hombre que en la
vida ha usado muchos abrigos. Todos los abrigos, o sea todas las
reencarnaciones, serán menos longevos que su propietario, con excepción del
último, que vivirá más que éste.
En otras palabras, según
Cebes, cuando uno muere, podría tener la desgracia de haber llegado al último
turno y de concluir de este modo su vida.
Sócrates es de parecer
contrario, y sostiene la tesis de la inmortalidad del alma. Todos se acaloran
hasta tal punto que Critón se ve obligado a intervenir para reconvenir al
maestro.
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