-El carcelero, Sócrates, te
recomienda hablar lo menos posible. Afirma que, si te acaloras demasiado, el
veneno no hará mucho efecto en tu cuerpo y se verá forzado a hacerte beber la
poción dos o acaso hasta tres veces.
-Entonces dile que prepare
dos o tres porciones, pero ahora, por favor, que nos deje hablar. Tras lo cual
se vuelve a los discípulos y vuelve a discutir sobre el alma.
-Sólo los malvados pueden
desear que después de la muerte no haya nada, y es lógico que piensen así, porque
es lo que les interesa. Yo, en cambio, estoy seguro de que vagarán angustiados
por el Tártaro y que sólo quien ha transcurrido la vida de modo honesto y con
templanza será admitido a ver la Verdadera Tierra.
-¿Qué quieres decir,
Sócrates, con la expresión "Verdadera Tierra"? -pregunta Simias, un
tanto perplejo.
-Estoy persuadido -responde
Sócrates- de que la Tierra
es esférica. No tiene necesidad de apoyo para permanecer donde está, porque,
encontrándose en el centro del Universo, no tendría dónde caer. Además, estoy
convencido de que es mucho más vasta de lo que parece y que nosotros,
conociendo sólo la parte que va del Fasis (ciudad griega ubicada en la Cólquide ,
actualmente en territorio de Georgia, en la costa este del Mar Negro) a las columnas de Hércules (el
límite geográfico situado en el estrecho de Gibraltar y que simbolizaban el fin
del mundo conocido. De origen mitológico era para los navegantes del
Mediterráneo la frontera a lo desconocido (el océano atlántico) somos como
hormigas o ranas que viven alrededor de un pequeño estanque. Los hombres están
convencidos de que habitan la parte más elevada de la Tierra , pero en cambio se
encuentran en una cavidad de la misma, del mismo modo que quien, viviendo en un
abismo marino, confunde la superficie del mar por la cúpula celeste.
-¿Quién dice esto? -pregunta
con sensatez Simias.
Sócrates ignora la
interrupción y prosigue:
-Inversamente, en la profundidad
de la Tierra
está ese gran abismo que Homero y muchos otros poetas han denominado Tártaro.
Aquí confluyen todos los ríos y de aquí vuelven a fluir todos ellos. De éstos
hay que recordar cinco: el río Océano, el Aqueronte, el Aquerusíada, el Piriflegetonte y el Cocito.
¿Crees de veras lo que has
dicho, Sócrates? -vuelve a la carga Simias.
-Tal vez no es propio de un
hombre sensato creer en ello, pero en compensación procura un gran bienestar
interior.
Precisamente en este momento
aparece un esclavo en el umbral: tiene en sus manos un recipiente de mármol con
la cicuta (una hierba de aspecto similar al perejil y olor fétido, que es una
de las plantas más venenosas).
-El destino me llama -dice
Sócrates poniéndose en pie.
-¿Tienes alguna orden que darnos?
-murmura Critón, intentando ocultar su desesperación-. ¿Cómo quieres que te
sepulten?
-Como mejor os parezca,
siempre que consigáis atraparme y no me escape de vuestras manos -responde
riendo Sócrates-. Pero, a fin de cuentas, mi buen Critón, ¿cómo puedo
convencerte de que Sócrates soy sólo yo, el que ahora está conversando contigo,
y no ese que dentro de poco verás convertido en cadáver en este camastro?
El tiempo apremia. Se hace
entrar para los últimos saludos a Jantipa, Mirto y los tres niños. Sócrates los
abraza afectuosamente y después los invita a salir.
Apolodoro no consigue ya
retener sus lágrimas. Entra de nuevo el enviado de los Once.
-¡Oh¡ Sócrates -dice el
carcelero-, ciertamente no tendré quejas de ti, como me ha ocurrido con otros que,
antes de morir, han injuriado a Atenas y me han maldecido con toda su alma.
Durante tu reclusión he tenido posibilidad de conocerte y puedo muy bien decir
que eres la persona más buena y más bondadosa de todas las que han pasado por
este lugar.
Apenas pronunciadas estas
palabras, el mozo de los Once estalla en llanto y sale de la celda. Sócrates se
encuentra algo incómodo: ya no sabe qué decir; después, para romper el clima de
conmoción que se ha creado, se dirige a Critón y lo invita a que haga entrar al
esclavo con la cicuta.
-¿Por qué tanta prisa,
querido amigo? El sol todavía no se ha puesto -protesta Critón-. Sé de
condenados que han esperado el último rayo para beber el de otros que se han
decidido a dar el paso extremo sólo después de haber comido hasta saciarse y
haber hecho el amor con una mujer elegida para la ocasión.
-Es natural que nos
comportemos así, cuando consideramos ventajoso retardar el momento de la muerte
-rebate Sócrates-. Pero es natural que yo haga exactamente lo contrario, ya que
manifestando un excesivo apego a la vida, resultaría patético y desmentiría en
un solo instante todo lo que siempre he predicado.
Entra el hombre con la taza
de veneno.
-Buen hombre -dice Sócrates-,
tú que entiendes de estas cosas, ¿qué hay que hacer en tales circunstancias?
-Nada más que beber y caminar
arriba y abajo por la habitación -responde el esclavo-. Después, cuando
empieces a sentir que las piernas te flaquean, tiéndete en el camastro y verás
que la pócima actúa por sí sola.
-¿Crees que con una bebida de
tal clase se pueda hacer un brindis a algún dios? -pregunta Sócrates.
-De eso nosotros no nos
ocupamos: nos limitamos a moler la dosis suficiente.
Diciendo esto, el esclavo
entrega el veneno a Sócrates, quien, sin vacilación alguna, lo apura de un
trago.
Un gesto imprevisto,
definitivo, que sobrecoge a todos los presentes, incluso a los que hasta ese
momento habían conseguido contener las lágrimas.
Critón, desesperado, se
levanta y sale de la celda. Apolodoro, que ya antes tenía las mejillas surcadas
por el llanto, se pone a sollozar desesperadamente. Fedón llora con el rostro
entre las manos.
El pobre Sócrates no sabe qué
hacer: va de uno a otro lado, intentando ofrecer algún consuelo a todos. Corre
tras Critón y lo hace volver a la celda, acaricia los cabellos de Apolodoro,
abraza a Fedón y enjuga las lágrimas de Esquines.
-Pero.... ¿qué es esto? ¿Qué
os pasa? -protesta Sócrates, entre un gesto de consuelo y el siguiente.
He hecho salir a Jantipa
precisamente para evitar este tipo de escenas que me disgustan: jamás me habría
imaginado que os ibais a comportar peor. Sed valientes y conservad la
serenidad, amigos, como conviene a los filósofos y a los hombres justos.
Ante estas palabras, los
discípulos se sienten algo avergonzados de haberse dejado llevar por sus
emociones y Sócrates aprovecha para pasear arriba y abajo por la celda, como le
había aconsejado el esclavo. Después de unos minutos, sintiendo las piernas
cada vez más pesadas, se tiende en el camastro y espera con calma el fin.
El esclavo le aprieta con
fuerza una pierna y le pregunta si advierte la presión de la mano. Sócrates
responde que no: el veneno está haciendo su efecto. En estos momentos, también
el vientre ha perdido toda sensibilidad.
-Recuerda, Critón, que debemos
un gallo a Asclepios (Esculapio, para los romanos), el dios de la medicina)
-susurra Sócrates-. Devuélveselo de mi parte, no te olvides.
-Lo haré -lo tranquiliza
Critón-. ¿Deseas algo más? ¿Tienes algo más que decirme? Pero Sócrates ya no
responde.
Días después, los atenienses
se arrepienten de haber condenado a Sócrates: cierran en señal de duelo los
gimnasios, los teatros y las palestras, destierran a Anito y Licón y condenan a
muerte a Meleto.
La vida de Sócrates fue
absolutamente coherente con su pensamiento. De hecho, no hizo más que buscar la
verdad en cada persona con la que logró entrar en contacto: rastreó a los
hombres como un perro de caza, los detuvo en las esquinas de las calles, los
atormentó a preguntas y los obligó a mirar en su interior, en lo más profundo
de su espíritu. Con todo el respeto por la estatura moral del filósofo, estoy
convencido de que muchos en Atenas deben de haberlo evitado como la peste.
Apenas su figura regordeta aparecía bajo la puerta Sagrada, debía de producirse
una desbandada general, al grito de “que viene Sócrates, que viene Sócrates”.
Platón, en el Laques , relata
que todo aquel a quien Sócrates se aproximaba y comenzaba a hablar con él
cualquiera fuese el tema de la conversación, no podía ya marchar sin antes
haber dado cuenta de "sí" y Diógenes Laercio agrega que muchas veces
"sus interlocutores, para poder librarse de él, la emprendían a golpes de
puño y le arrancaban los cabellos".
Con toda probabilidad, de
joven había empezado también él a estudiar la naturaleza y las estrellas, tal
como acostumbraban hacer todos aquellos que se ocupaban de filosofía; luego, un
buen día, advirtió que la física no le importaba en absoluto y concentró
entonces toda su atención en el problema del conocimiento y de la ética.
A quien le proponía un viaje
con fines instructivos, o tal vez incluso una excursión al campo, le respondía
con una sonrisa: "¿Pero qué pueden enseñarme a mí los árboles y el campo,
cuando la ciudad pone a mi disposición todos los hombres que quiero y todos
ellos tan instructivos?".
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