-¡El presuntuoso de siempre!
Anito y Licón han acabado en
estos momentos su intervención. El canciller da vuelta a la clepsidra de agua
que controla el tiempo de las arengas y proclama:-¡Y ahora tiene la palabra
Sócrates, hijo de Sofronisco.
Sócrates echa una mirada en
torno, como si quisiera tomarse su tiempo, se rasca el cuello, mira al
arconte-rey e inmediatamente después se vuelve a los jueces.
-No sé qué impresión habéis
experimentado vosotros, atenienses, al oír las razones de mis acusadores. Lo
cierto es que ha sido tal y tan grande la persuasión de éstos que, si no se
tratase de mi persona, también yo creería en sus palabras. El caso es que estos
ciudadanos no han dicho absolutamente nada que tenga que ver con la verdad. Y
ahora me perdonaréis si no os hago un discurso adornado con bellas frases.
Hablaré como estoy acostumbrado a hacerlo, sin ceremonias, pero en compensación
procuraré decir siempre lo justo, y vosotros debéis fijaros sólo en esto: ¡si
lo que estoy por decir es justo o no!
-¡Hete aquí que ya comienza
con sus discursos tortuosos! -exclama Eutímaco, dando señales de impaciencia-.
¡Por Zeus, qué antipático me resulta!
-¡Cálmate, Eutímaco! -le
solicita Calión-. Y déjame oír.
-Quiero contaros -dice
Sócrates- un extraño episodio que le ocurrió a Querefonte, un queridísimo amigo
mío desde la juventud. Un día se marchó a Delfos y osó hacer al oráculo esta
extraña pregunta: ¿Hay alguien en el mundo más sabio que Sócrates? ¿Y sabéis
qué respondió Apolo Pitio? “No hay nadie en el mundo más sabio que Sócrates”.
Imaginaos mi sorpresa cuando
Querefonte me relató la respuesta: ¿qué habrá querido decir el dios? Yo sé que
no sé ni poco ni mucho, y desde el momento que el dios no puede mentir, me
pregunto: ¿qué habrá escondido bajo el enigma? De ello puede dar testimonio el
hermano de Querefonte, ya que él ya no se encuentra entre los vivos.
-¡Me gustaría saber qué tiene
que ver toda esta historia de Querefonte con la acusación de impiedad!-estalla
Eutímaco-. Si hay algo que no soporto en Sócrates es justamente ese modo suyo
de tomar las cosas tan de lejos: ¡sólo por eso lo condenaría a muerte!
-Y para comprender el mensaje
del dios -continúa Sócrates con la mayor calma- me puse en acción y fui a ver a
uno de esos que tienen fama de ser sabios. No os diré el nombre, atenienses:
basta con saber que era uno de nuestros políticos. Y
bien, este buen hombre me pareció, sí, que tenía aire de sabio, pero que, en
realidad, no lo era en absoluto. Entonces procuré hacérselo entender y él, por
esta causa, me cobró odio. Inmediatamente después fui a ver a algunos poetas: cogí sus poesías, o al menos las que me parecían mejores, y les
pregunté qué querían decir. Ciudadanos..., me da vergüenza deciros la verdad...
¡Quien peor razonaba, sobre una composición poética cualquiera, era justamente
su autor! Después de los políticos y los poetas me dirigí a los artesanos y... ¿a qué no adivináis qué descubrí? Que ellos,
conscientes de ejercer bien su profesión, pensaban que eran sabios también en
otras cosas, incluso más importantes y difíciles. A esa altura comprendí lo que
había querido decir el oráculo:"Sócrates es el más sabio de los hombres
porque es el único que sabe que no sabe". Entretanto, sin embargo, me
había atraído el odio de los poetas, de los políticos y de los artesanos; y no
es casualidad que hoy me vea acusado en el tribunal por Meleto que es un poeta,
por Anito que es un político y artesano y por Licón que es un orador.
-Lo que has dicho, Sócrates,
son sólo insinuaciones -rebate Meleto-. Defiéndete más bien de la acusación de
corromper a los jóvenes.
-¿Y cómo piensas, Meleto, que
puedo corromper a los jóvenes?
-Diciéndoles que el Sol es
una piedra y que la Luna
está hecha de tierra -responde Meleto.
-Creo que me has confundido
con otro: los jóvenes pueden leer todo eso cuando lo deseen, comprándose por
una dracma los libros de Anaxágoras de Clazomene en cada
esquina del ágora.
-¡Tú no crees en los dioses!
-grita Meleto, poniéndose de pie y amenazándolo con el dedo índice- ¡Tú crees
sólo en los Daimones!
-¿Y quiénes serían éstos?
-pregunta Sócrates sin perder la compostura. ¿Hijos malvados de los dioses? Así
pues, afirmas que no creo en los dioses sino sólo en la existencia de los hijos
de los dioses. Es como decir que creo, en los hijos de los caballos, pero no en
los caballos.
Una carcajada del público
cubre durante unos instantes la voz de Sócrates. El filósofo espera que el
auditorio preste de nuevo atención, luego de lo cual se vuelve al segundo
acusador.
-Y tú, Anito, que solicitas
mi muerte, ¿por qué no has traído aquí, ante los jueces, a todos esos jóvenes a
los que yo habría llevado a la perdición? Para salirte al paso, yo mismo habría
podido indicártelos. Hoy muchos de ellos se han hecho viejos y podrían
testimoniar contra mi, confirmando que los he corrompido. Helos allí,
mirándonos: aquél es Critón, con su hijo Critóbulo, y luego está Lisanias de
Sfecto, con su hijo Esquines, y también Antifonte de Cefisia, Nicóstrato,
Paralio, Adimanto con su hermano Platón, y veo también a Ayantadoro con su
hermano Apolodoro. Tal vez, Anito, podría apaciguarte si prometiera marchar al
exilio y no hacerme ver más por aquí. Pero créeme: obedecería sólo para hacerte
un favor, dado que en verdad estoy convencido de que eso dañaría mucho a los
atenienses. En cambio no dejaré de estimularos, de persuadiros, de reprocharos
uno por uno, de no daros tregua todo el día, donde sea que os halléis, como un
tábano que pica los flancos de una yegua de buena raza que quiere dormir,
porque eso es lo que me pide el dios Apolo. Ciudadanos, la yegua de la que
estoy hablando es Atenas, y sí me condenáis a muerte no encontraréis tan
fácilmente otro tábano que pueda mantener despierta vuestra conciencia. Ahora,
basta: las razones que podía deciros ya las he dicho. En este momento debería
hacer entrar a los amigos, a los parientes y a mis hijos más pequeños para
invocar vuestra piedad, según es costumbre de muchos. Yo también tengo familia:
tengo tres hijos, pero no os los muestro porque está en juego mi reputación y
la vuestra. El juez no debe indultar a quien lo conmueve, sino que debe solo
hacer caso a las Leyes.
Cae la última gota de agua de
la clepsidra. Sócrates da por terminado su discurso y retrocede para ir a
sentarse en un escabel de madera colocado a sus espaldas. Sus amigos más queridos,
con un tímido aplauso, intentan provocar el acuerdo del público, pero la
tentativa cae en medio del desinterés general.
Dan comienzo las votaciones.
-No tengo ninguna duda: ¡es
culpable! -sentencia Eutímaco poniéndose de pie-Y aunque no lo fuese, lo
condenaría igualmente. Sus discursos, su continuo poner en duda las
convicciones de los demás, no es útil a la polis. Sócrates difunde inseguridad:
es un derrotista. ¡Cuanto antes muera, mejor para todos!
-Yo, en tu lugar no estaría
tan seguro -rebate Calión con ardor-.Una ciudad que se respete debe tener
siempre alguien que la vigile, y Sócrates es el único en condiciones de
hacerlo: es imparcial, no es un político, y sobre todo es pobre. Aunque fuese
culpable, no ha obrado con toda seguridad para favorecerse.
-¿Y tú, Calión, piensas que la
pobreza es un buen ejemplo para los jóvenes? ¿Quieres que nuestros hijos
crezcan como él? Recorriendo de arriba abajo el agora, preguntándose
continuamente unos a otros: « ¿Qué es el bien? ¿Qué es el mal? ¿Qué es lo
justo? ¿Qué es lo injusto?
Eutímaco, sin esperar la
respuesta, se levanta de golpe y con el Psephos (piedra que
los antiguos atenienses depositaban en urnas para votar, como papeletas) en la
mano se encamina hacia las urnas. Mientras pasa entre los escaños, procura
influir también en los otros jueces. -¡Basta de Sócrates! ¡Saquémoslo de en
medio de una vez por todas! Sostiene ser un tábano que pica a Atenas. Muy bien,
le tomo la palabra: ¡qué caballo no intenta liberarse de sus tábanos?, ¿qué
caballo no lo aplastaría, si tuviese manos?
Calión aún vacila: interroga
a sus vecinos para comprender cuál es la opinión de la mayoría. Al parecer, el
jurado se ha dividido en dos partidos casi iguales: los que odian a Sócrates y
los que sostienen que es el mejor hombre del mundo. Cada uno, mientras espera
su turno ante las urnas, defiende la propia tesis.
Entretanto, los que ya han
votado se acomodan como pueden en los escaños para tomar un bocado. Abren el cesto de las viandas y extraen de él sardinas,
aceitunas y galletas de masa.
Antifonte, después de haber
pedido permiso al presidente de los Once, le lleva a Sócrates
una bandeja con higos y nueces. Pero he aquí que finalmente se escrutan las
urnas.
-¡Ciudadanos de Atenas!
-proclama con solemnidad el canciller-. Ésta es la sentencia emitida por los
Heliastas: votos blancos, 220; votos negros, 280. ¡Sócrates, hijo de
Sofronisco, es condenado a muerte!
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