Respetar y obedecer las leyes
es respetarse a sí mismo y respetar a la ciudad.
Para Sócrates, pues, la tarea
de mejorar la ciudad es inseparable de mejorarse a sí mismo el individuo.
A esta doble e inseparable tarea
(individuo-polis, polis-individuo, dedicó todos sus esfuerzos y atención
convirtiéndose en la conciencia colectiva de Atenas.
“Por todas partes vengo sin hacer otra
cosa que persuadiros a los más jóvenes y a los más viejos, que antes, y con más
empeño que de vuestro cuerpo os preocupéis de vuestra alma de modo que sea lo
mejor posible, y vengo proclamando que la virtud no deriva de la fortuna sino
que, al contrario, de la virtud derivan la fortuna y todos los demás bienes
humanos, tanto privados como públicos” (Apología)
Todos sabemos qué es ser un
“virtuoso del violín, del balón, de los zapatos, de los puentes,…”, una
excelencia, un gran dominio, de una actividad cualquiera.
Pero Sócrates lleva a cabo
una nueva interpretación de la “virtud”, moralizándola, convirtiéndola en la
“excelencia moral”, interiorizándola, como fenómeno del alma, su parte
racional, su conciencia, su personalidad, y no del cuerpo.
Ya no es el dominio excelente
de una actividad, de un “facere” sino un “obrar” (“agüere”) bien, obrar
justamente, honradamente,…por su bien y por el bien de la polis.
¿También en la vida
ultramundana, en la otra vida?
¿Creía Sócrates en la
inmortalidad del alma?
En la Apología no lo manifiesta
de modo explícito, sólo se limita a señalar que no considera a la muerte como
un mal, puesto que desconoce su naturaleza, cabe esperar, pues, que sea un
bien.
“Consideramos de esta manera cuántas
esperanzas hay de que la muerte sea un bien.
Morir, en efecto, es una de dos: o bien
el muerto no es nada, ni tiene conciencia ninguna de nada o bien, según lo que
dicen, se trata de un cambio y de una mudanza del alma desde éste a otro lugar.
Si, pues, no hay conciencia alguna sino
que es un dormir en el que quien duerme no sueña, la muerte sería una admirable
ganancia.
S, por el contrario, la muerte es
mudanza de aquí a otro lugar, y es verdad lo que dicen, que allí se encuentran
todos los que han muerto, ¿qué bien habría, jueces, mayor que ella?” (Apología)
O sanseacabó, y no hay nada,
o hay algo maravilloso, poder reunirse con los que ya han muerto antes.
¿Por qué, pues, temerla?
“Cuando ella (la muerte) esté
yo ya no estoy y mientras yo estoy ella no está. Somos incompatibles. ¿Por qué
temerla, pues? Dirán filósofos posteriores.
En el Fedón (“o de la
inmortalidad del alma”) el Sócrates de esta obra no sólo cree en la
inmortalidad, sino que se esfuerza en demostrarla, con varios argumentos, sobre
todo el de la afinidad del alma con las Ideas, entidades inmateriales,
inmutables e imperecederas (aunque esto sea más bien de Platón, aunque éste lo
ponga en boca de Sócrates)
El alma y el cuerpo se
contraponen y mientras aquella es el “principio rector” el cuerpo es el
“instrumento” de ella.
Y este transfondo sí es
socrático lo que permite aceptar, razonablemente, que Sócrates sí creía en la
inmortalidad del alma.
Los lazos que unen a Sócrates
con la polis son lazos teñidos de profunda religiosidad.
DELFOS.
Sócrates tiene una
vinculación especial con el Santuario de Delfos, con el dios Apolo, al que
visitó en cierta ocasión (según afirma Diógenes Laercio y Aristóteles),
conectado con el precepto délfico de “conócete a ti mismo” y su consecuencia de
la exhortación socrática a cuidar de uno mismo, del (de la) propia alma.
Tanto Jenofonte como Platón,
en sus respectivas Apologías, cuentan cómo el fogoso e incondicional Querofonte
se dirigió al oráculo para preguntarle al dios “si había un hombre más sabio
que Sócrates, a lo que el oráculo respondió que NO”.
Este hecho debió de ocurrir
antes de la campaña de Potidea (432) época en la que Sócrates ya había dejado
atrás su dedicación a ls filosofía de la naturaleza y concentraba toda su
atención en las cuestiones relativas a la política y a la moral.
Sabido el hecho debió influir
decisivamente sobre Sócrates tanto su dedicación a esta nueva filosofía como a
su modo de practicarla (Diálogo –Ironía y Mayéutica).
Sócrates interpretaría la
respuesta del oráculo como una “imposición” del dios, como una
“obligación-vocación” de la que no le estaba permitido desistir.
“Si cuando los jefes que vosotros elegisteis
para mandarme en Potidea, en Anfípolis y en Denion me asignaron un puesto, yo
aguanté como el primero donde ellos me habían colocado, y arrostré el peligro
de muerte, mi conducta sería gravemente reprochable, atenienses, si abandonara
mi puesto por miedo a la muerte o a cualquier otra cosa, ahora, cuando el dios,
como he creído y aceptado, me ordena que siga filosofando e investigándome a mí
mismo y a los demás” (Apología)
“Dedicarse a la filosofía” y
el “modo de practicarla”, investigándose a sí mismo y a los demás.
Cuando el se enteró del
oráculo se propuso refutarlo tratando de encontrar hombres más sabios que él,
intentando, con ello, descubrir el sentido oculto y verdadero que le resultaba
inaceptable.
¿Él el más sabio?
Comienza a examinar a unos y
a otros, a someter a sus preguntas a todos aquellos que parecen ser sabios y
que están convencidos de serlo (políticos, poetas, artesanos, generales,…) y
llega a la conclusión de que no son sabios, sino “ignorantes” que, además
“ignoran su ignorancia”.
El sentido oculto del oráculo
es, pues, que él (Sócrates) es más sabio que todos ellos porque, al menos,
“sabe que no sabe”, que ya es un saber, ser consciente de su ignorancia.
“Sólo sé que no sé nada”
porque no estoy seguro ni de lo poco que sé.
Pone en práctica la Ironía , que no es sino la
sabiduría como máscara de la ignorancia y la ignorancia como máscara de la
sabiduría.
Y, tras la Ironía (hacerse el
ignorante ante el que se cree sabio) y la llegada a la ignorancia de quien se
creía saberlo, pone en funcionamiento la segunda parte del método, la Mayéutica (ayudar a dar
a luz la verdad que, a diferencia de los sofistas que creen metérsela en la
mente del discípulo, le ayuda a destapar, a desenterrar, a descubrir la verdad
tapada y cubierta, enterrada que ya se hallaba desde siempre en su interior,
como hacía su madre ante la parturienta, en la que el niño lo tiene ya dentro y
sólo le ayuda a que salga a la luz.
Ayudar a parir la verdad no
es engendrarla, sólo sacarla a la luz.
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