A pesar de su valor militar,
Sócrates, era un sujeto de grandes “convicciones morales” que
lo llevaban a situarse, siempre, muy lejos de la violencia.
Ello no le libraría, sin
embargo, de ser acusado y condenado a beber cicuta (como exponemos en otro
post).
El proceso lo cuenta Platón
en su diálogo de Juventud “La
Apología de Sócrates”.
La justicia, en los tiempos
de Pericles, estaba organizada del siguiente modo: los arcontes, al principio
de cada año, sorteaban seis mil atenienses de edad superior a treinta años, los
“heliastes”, que constituían la
Heliea , es decir el depósito del que, cada vez, habrían
extraído los quinientos jueces de cada proceso.
El segundo sorteo, el
definitivo, tenía lugar durante la mañana misma de la causa, para evitar que
los imputados pudieran corromper a los jueces.
(Pensemos en voz alta lo que
ellos pensarían)
Debían de ser muchos (quizá
demasiados) los que se sintieran estúpidos ante él y, como todos saben, nadie
es más vengativo que quien se da cuenta de que es inferior.
Así que -pensarían- si lo
condenan a muerte, de nadie tendrá que quejarse Sócrates más que de sí mismo,
porque les habría parecido un individuo muy presuntuoso.
Pero si declara a todos que
no sabe nada, que es un ignorante…
Esa presunción sería ya el
colmo.
Es como si dijera a todos los
hombres:"Yo soy un ignorante, ¡pero tú que no sabes que lo eres, eres aún
más ignorante que yo!"
Pues bien, es natural que si
te empeñas en seguir esa senda y el interlocutor lo interpreta como in insulto,
antes o después, alguno reaccione y te lo haga pagar.
Y es que, siendo así, como
era, resultaba extraño que hubiera llegado a los setenta años sin haber sido
exiliado ni una sola vez por “ostracismo”, lo que estaba muy en boga en aquellos tiempos, una especie
de elección al revés.
Cuando un ateniense se
convencía de que un conciudadano podía dañar de algún modo a la polis, sólo
tenía que ir hasta el ágora y escribir el nombre de su enemigo en el “ostracón” (concha o
fragmento de cerámica sobre el que se escribía el nombre del ciudadano
condenado al OSTRACISMO)
Imaginarse la posible puesta
en escena:
Se presenta Sócrates. Tiene
un aspecto sereno: lleva puesto el acostumbrado tribon y camina apoyándose en
un bastón de roble.
-Ahí está ese viejo
irreductible -exclama Calión-.Si lo miras, parece que, más que a un proceso por
impiedad, se dirija a un banquete: ¡sonríe, se detiene hablar con los amigos y
saluda a todos los que ve!
-¡Es el mismo pesado de
siempre! -protesta Eutímaco, más rabioso que nunca-. Entre otras cosas, no se
da cuenta de que el pueblo lo considera culpable y quisiera verlo asustado y
suplicante.
Entretanto, Sócrates ha
subido al tribunal: se ha puesto a la izquierda del arconte-rey y espera con
paciencia a que el canciller declare abierto el proceso.
-Heliastas -proclama el
canciller del tribunal-, los dioses han elegido vuestros nombres de la urna
para que podáis absolver o condenar a Sócrates, hijo de Sofronisco, de la
acusación de impiedad hecha contra él por Meleto, hijo de Meleto.
En Grecia los imputados, cultos
o analfabetos -lo mismo daba-, debían defenderse solos y, cuando no se sentían
en condiciones de hacerlo, tenían la posibilidad, antes del proceso, de
convocar a un Logógrafo
(Retórico que en la antigua Grecia componía discursos o defensas por encargo de otra persona).
-Tiene la palabra Meleto,
hijo de Meleto -anuncia el canciller, indicando a un joven de pelo rizado y
rebuscado en su forma de vestir. Meleto sube a la pequeña tribuna reservada a
la acusación: su rostro es altanero y doloroso, como es lícito esperar de un
poeta trágico. Quiere dar la impresión de que no le agrada tener que ensañarse
con un viejo como Sócrates.
-¡Jueces de Atenas! -comienza
a decir el joven, haciendo girar lentamente sus ojos para cubrir todo el arco
de los jueces que tiene frente a sí-. Yo, Meleto, hijo de Meleto, acuso a
Sócrates de corromper a los jóvenes, de no reconocer a los dioses que la ciudad
reconoce, de creer en los daimones y de practicar cultos religiosos extraños a
nosotros.
Un largo murmullo sale de la
multitud: el ataque es seco y preciso. Meleto calla unos instantes para
subrayar mejor la gravedad de lo que acaba de decir. Después vuelve a hablar
recalcando cada palabra:
-Yo, Meleto, hijo de Meleto,
acuso a Sócrates de ínmiscuirse en cosas que no le atañen; de investigar sobre
lo que hay bajo tierra y lo que hay sobre el cielo y de discurrir con todos y
acerca de todo, intentando siempre hacer aparecer como mejor la razón peor. ¡Por
estos delitos solicito a los atenienses que se lo envíe a muerte!
En esta última frase todos se
vuelven hacia Sócrates para observar sus reacciones. El filósofo tiene en el
rostro una expresión de asombro: más que un acusado, parece un espectador.
Eutímaco golpea con el codo a Calión y comenta la situación, diciendo:
-Temo que Sócrates no se dé
cuenta del lío en que se ha metido. Meleto tiene razón: todos saben que
Sócrates no ha creído nunca en los dioses. Se dice que un día dijo: "Son
las nubes, y no Zeus, quienes provocan la lluvia; de otro modo, si sólo dependiera
de Zeus, veríamos llover también cuando el cielo está sereno."
-A decir verdad - objeta
Calión-, es Aristófanes quien hace decir estas cosas a Sócrates y no Sócrates
quien las dice.
Entretanto, el proceso
prosigue su curso y, después de Meleto, suben a la tribuna otros dos
acusadores: Anito y Licón.
-Me ha contado Apolodoro
-dice Calión- que ayer por la noche Sócrates se negó a que Lisias lo ayude.
-¿Le había escrito un discurso
de defensa?
-Sí, y parece que se trataba
de un discurso extraordinario.
-Lo creo: ¡el hijo de Céfalo
es el mejor de todos en Atenas! ¿Y cómo es que se negó?
-No sólo se negó, sino que
hasta reprochó a Lisias por ofrecerse a ayudarlo. Le ha dicho: "Tú con tus
triquiñuelas verbales querrías engañar a los jueces por mi bien. ¿Y cómo
piensas conseguir lo que es bueno para mí, si al mismo tiempo urdes tramas
contra las Leyes?
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