LOS ESTADIOS EXISTENCIALES.
Según la conciencia que uno
tenga de sí mismo, esto es, dependiendo de la fuerza que tenga la
autoafirmación del yo, el hombre se encuentra en situaciones existenciales diversas,
atraviesa distintos estadios existenciales. En las líneas que siguen
intentaremos presentar las características generales de los diversos estadios.
A.- EL ESTADIO ESTÉTICO.
El estadio estético de la
existencia representa el nivel más bajo de vida humana: muestra su carencia
de espíritu (unidad alma-cuerpo), porque a la persona que es víctima
del esteticismo le falta la conciencia de ser un yo.
En una página de la última
parte de Aut-Aut, el autor pseudónimo define el estadio estético como aquella
situación en la que “hombre es aquello que es”, y lo compara al estadio ético,
en el que el hombre “llega a ser aquello en lo que se convierte”.
De todo lo dicho en las
páginas anteriores, parece clara la distinción kierkegaardiana: el hombre es un
hacerse, debe alcanzar su telos (fin), debe realizar la síntesis del
espíritu.
Si se queda en lo que
simplemente es, sin poner en movimiento el proceso ético de autoconstitución
del espíritu, permanece estancado en lo inmediato, en el esteticismo.
El esteticismo es una
enfermedad espiritual: la sufre el hombre que carece de interioridad, porque no
ha logrado realizar la síntesis entre los elementos que lo componen.
El esteta lleva consigo una
ruptura interior, que se debe recomponer.
En “Aut-Aut” (“Lo uno o
lo otro”) y en los Estadios en el camino de la vida, Kierkegaard
presenta la tipología de esta enfermedad, es decir, los distintos síntomas que
ponen de manifiesto que al esteta le falta un yo y que se encuentra, sabiéndolo
o no, en la desesperación.
Tipos muy distintos —el
borracho, el hombre de negocios, el artista, el engreído— tienen en común la
misma enfermedad: el esteticismo.
A todos les falta una razón
profunda de vivir bien anclada en lo más íntimo de su ser: viven
superficialmente.
Son lo que son: se
identifican con su propia actuación, se encuentran en la superficialidad.
Como al esteta le falta la
unidad sintética del espíritu, su no-existencia, es decir el hecho de
encontrarse en la superficialidad le lleva a la falta de autodominio, de
libertad.
El esteta no es dueño de sí
mismo: vive siempre fuera de sí, en la superficie.
La falta de profundidad, de
autoconciencia de poseer un yo, hace que se identifique con su estado de ánimo.
Pero los estados de ánimo
varían, como cambia continuamente la superficie.
El esteta vive en el momento
concreto, en el instante presente.
Estado de ánimo, instante
fugaz: ésta es la vida del esteta.
Por este motivo, nunca podrá
comprometerse con algo serio, con algo que sea definitivo.
No se abrirá a los demás:
vivirá encerrado en su identificación con su manifestación.
Será un espectador del mundo
y de su propia exterioridad, porque no puede actuar fuera de su estado de
ánimo.
Por tanto, el esteta está al
margen de los demás, se separa del resto, pero también se separa de sí mismo:
el esteticismo es también encerramiento, hermetismo, egoísmo.
El esteta se deja llevar,
deja que la vida transcurra fácilmente sin intentar tomar las riendas de su
propia existencia personal.
Identificado con su estado de
ánimo mudable, está imposibilitado para el amor, porque se encuentra atrapado,
no en sí mismo, sino en la superficie de sí mismo.
No podrá ni siquiera escoger:
delante de él se abren diversas posibilidades, pero al encontrarse instalado en
la superficialidad de la vida, no encuentra razones de peso que le muevan a
escoger una cosa u otra.
La superficialidad es
negación de libertad y, por tanto, indecisión.
El hecho de no encontrar un
motivo válido para tomar decisiones lleva al aburrimiento: todo da lo mismo.
Todo esteta terminará por
aburrirse.
Pero como el aburrimiento no
es un estado de ánimo agradable, el esteta buscará un remedio para combatirlo:
la diversión.
Divertirse es no sujetarse a
un orden establecido, a unas normas, es no comprometerse, no comportarse con
lealtad con nada ni nadie.
Divertirse significa
arbitrariedad: una vida sin peso, sin un plan establecido, haciendo todo
aquello que a uno le apetece en cada instante, movido por el estado de ánimo.
Pero la arbitrariedad es un
remedio superficial contra un síntoma —el aburrimiento— de una enfermedad
profunda: la desesperación.
«Se observa, por tanto, que
toda concepción estética de la vida es desesperación, y que todo aquel que vive
estéticamente está desesperado, tanto si lo sabe como si no (...).
Esta última concepción es la
desesperación misma.
Es una concepción de la
vida estética, porque la personalidad permanece en su propia condición
inmediata: es la última concepción de la vida estética, porque en
cierto sentido ha acogido en sí la conciencia de la nulidad de sí misma».
B.- EL ESTADIO ÉTICO.
El punto final de la vida
estética —la desesperación— es también el punto de partida de la vida ética.
Desesperarse de uno mismo,
darse cuenta de que lo inmediato no puede darle un sentido a la vida, es la
única vía de salida para afirmarse a sí mismo como fundamentado en el Absoluto.
Por eso, lejos de aconsejar
una terapia superficial, Kierkegaard anima al esteta a la desesperación.
Escoger libremente la
desesperación: he aquí el comienzo de la vida auténtica.
Desesperar de uno mismo para
salir del estadio estético significa desesperar de la propia finitud.
Desesperar de mi yo finito, y
escoger mi yo absoluto es el inicio de la vida ética.
Este momento se identifica
con el arrepentimiento: cuando uno se desespera de sí mismo, se da cuenta
de su propia culpa, y arrepintiéndose encuentra el fundamento del yo en el
Absoluto.
Sin embargo, no se trata de
un paso obligado: el esteta puede permanecer siempre en ese estado.
Decíamos antes que
Kierkegaard definía al esteta por la “inmediatez”, y al ético por el “hacerse”.
Veamos la formulación
textual: «¿Pero qué significa vivir estéticamente y qué éticamente? ¿Qué es lo
estético que se encuentra en el hombre y qué es lo ético? A esto yo
contestaría: lo estético que hay en el hombre es aquello por lo que él es
inmediatamente aquello que es, lo ético es aquello por lo que él llega a ser lo
que llega a ser».
La existencia ética comporta
una tensión hacia un “telos”, un esfuerzo para llegar a ser espíritu
frente a Dios.
Por eso hemos dicho antes que
no se es individuo, sino que se llega a serlo.
Retomando la teleología
aristotélica, Kierkegaard entiende el devenir ético como la “tensión entre el
yo real y el yo ideal”.
Pero el yo ideal no es el yo
fantástico del esteta que no ha logrado poner el espíritu y se dispersa en un
mundo imaginario, en un mar de posibilidades.
No, el yo ideal de la
existencia ética es el hombre común, el hombre universal, pero al mismo tiempo
es el hombre concreto, que intenta alcanzar el yo ideal a través de las
circunstancias ordinarias de su vida.
Lo ético es, con otras
palabras, la vida seria y responsable del hombre honesto.
Este “telos” personal,
puesto por el Absoluto y escogido por el hombre, que se alcanza a través del
ejercicio de las virtudes personales, no es solamente individual, porque el
darse forma a uno mismo partiendo de nuestras características concretas nos
remite hacia el ámbito de lo social, de lo civil: los deberes laborales,
familiares y políticos reaparecen en el estadio ético y hacen que el individuo
pueda alcanzar lo general al tiempo que se hace a sí mismo.
C.- EL ESTADIO RELIGIOSO.
Si bien
en Aut-Aut se alaba y recomienda el estadio ético de existencia
contraponiéndolo al estado estético, sin embargo, no es un estadio definitivo.
De hecho, en un ultimátum con
el que termina esta obra, Víctor Eremita —un supuesto editor del conjunto de
escritos que componen Aut-Aut— incluye un discurso de un pastor, cuyo
contenido principal consiste en afirmar que delante de Dios siempre estaremos
en deuda.
En otras palabras, no es
posible cumplir a la perfección con el deber ético, con lo general, y estar en
perfecta regla con el Absoluto.
Por eso, el estadio ético
comienza y termina con el arrepentimiento y, por tanto, no puede ser un estadio
definitivo.
La ética descrita en “Temor
y temblor” es una ética de tipo kantiano-hegeliana.
Es la ética del deber general
que está fuera del hombre, y en consecuencia inalcanzable para él con sus solas
fuerzas.
Nos encontramos ante una
cierta simplificación de la ética, y ante un cambio de perspectiva con respecto
a la ética que hemos descrito en los párrafos anteriores.
Kierkegaard juega con sus pseudónimos,
cambiando continuamente de enfoque.
El blanco de tiro de su pseudónimo,
Johannes de Silentio, es ahora la ética kantiana y el intento hegeliano de
afirmar la superioridad de la razón con respecto a la fe: ir más allá de
la fe.
Según esta ética de lo
general, el individuo que no hace lo general necesariamente peca.
En este contexto la ética es
lo absoluto: no se puede ir más allá.
Pero Johannes de Silentio
presentará un caso histórico en el que un único individuo fue contra lo general
para obedecer a un mandato divino: Abraham, que para obedecer a Dios estuvo
dispuesto a matar a su hijo Isaac.
¿Fue Abraham un asesino, un
impío, o el padre de la fe?
Si la ética de lo general
fuera lo absoluto, si la razón fuera la última instancia para establecer las
normas morales de conducta, entonces Abraham sería un homicida, con todos los
agravantes del asesinato de la propia prole.
Pero la actitud existencial
de Abraham no es la de un hombre guiado sólo por la razón.
Abraham tiene una pasión
infinita, que le lleva a creer en virtud del absurdo: la fe.
Esta pasión infinita le pone
en contacto con el Absoluto, y por este motivo la ética no desaparece, pero se
convierte en algo relativo.
El deber absoluto es el que
el individuo tiene frente a Dios.
No se rechaza la ética, pero
encuentra un lugar subordinado respecto a la esfera religiosa.
Kierkegaard habla de
una suspensión teleológica de la ética: hay algunos deberes personales del
individuo respecto a Dios que le hacen ir en contra de lo general.
Abraham no se coloca en
contra de lo general por no alcanzar la deseada altura ética.
Todo lo contrario: la
suspensión teológica de la ética significa que el individuo se coloca por
encima de lo general.
Colocarse por encima de lo
general no es otra cosa que la posibilidad que tiene el individuo de «estar en
relación absoluta con el Absoluto»
Según Johannes de Silentio,
en eso consiste la paradoja de la fe: «que el individuo es superior a lo
general, de manera que es el individuo el que determina su relación con lo
general, mediante la relación que tiene con el Absoluto, y no al revés».
El individuo se relaciona con
Dios en la fe.
La fe es una pasión: el
movimiento de la infinitud.
La relación absoluta del
individuo con el Absoluto no se realiza a través de una mediación reflexiva,
sino de un salto: «todo movimiento de infinitud sucede con pasión y ninguna
reflexión puede suscitarlo. Este es el salto continuo que explica el movimiento
en la existencia, mientras que la mediación es una quimera que debe explicarlo
todo en Hegel y al mismo tiempo es lo único que él no intentó explicar».
Estas categorías serán
desarrolladas con más extensión en sus obras posteriores.
En la Apostilla
conclusiva no científica a las “Migajas filosóficas”, Johannes Climacus afirma
que la forma de llegar a Dios es la subjetiva, es decir, mediante la pasión de
la interioridad.
Ahora bien, la verdad que
presenta el cristianismo es paradójica: Jesucristo.
En Él, lo Eterno se hace
temporal, Dios se hace hombre.
Para aceptar esta verdad no
basta el pensamiento conceptual: si el pensador subjetivo vive en la verdad, la
verdad de la paradoja se alcanza sólo mediante la pasión, que permite dar el
salto de la fe.
La pasión de infinitud es la
misma verdad. «Pero la pasión de la infinitud es precisamente la subjetividad y
así, la subjetividad es la verdad».
Johannes Clímacus ofrece más
adelante una definición de verdad: «la verdad es la incertidumbre objetiva
mantenida en la apropiación de la más apasionada interioridad, y ésta es la
verdad mayor que pueda darse en un existente».
En el ámbito ético-religioso
no se da la certeza objetiva, sino la decisión libre de afirmar la
incertidumbre subjetiva, movida por la pasión de la infinitud.
«Allí donde el camino se
bifurca», escribe poéticamente Clímacus: ese instante interior, el de la
decisión libre de dar el salto y aceptar —no sólo gnoseológicamente sino
existencialmente— la paradoja, que es falta de certeza. Es más, ése es el
martirio de la razón que se ve obligada a traspasar sus estrechos esquemas
conceptuales y saltar. El salto es la decisión que determina lo que es ser
cristiano —la paradoja, que el pensamiento humano acepta superándose a sí mismo
y colocándose al margen de los conceptos—. La categoría del “salto” es, de
acuerdo con Clímacus, la protesta más determinante que se puede hacer contra el
método dialéctico hegeliano.
De esta manera, la definición
de la verdad es una descripción de la fe: «sin riesgo no existe la fe. La fe es
precisamente la contradicción entre la pasión infinita de la interioridad y la incertidumbre
objetiva”.
Si fuera capaz de llegar a
Dios objetivamente, entonces no creería; pero, gracias a que no puedo, debo
creer.
Y si quiero conservarme en la
fe, deberé siempre procurar mantenerme en la incertidumbre objetiva, no perder
de vista que me encuentro en la incertidumbre objetiva “a 70.000 pies de
profundidad” y aún así, creer».
No se
puede explicar el cristianismo porque es la religión de la paradoja
absoluta: ésta es la demencial pretensión del sistema; el cristianismo no es un
problema cultural, sino la religión en la que se acentúa que la existencia es
tiempo de decisiones, y que la verdad es la paradoja”.
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