5. Posibilidad de que la
Ilustración tenga lugar en una sociedad en la que haya libertad de expresión.
Sin embargo, hay más posibilidades de que un público
se ilustre a sí mismo; algo que casi es inevitable, con tal de que se le
conceda libertad. Pues ahí siempre nos encontraremos con algunos que piensen
por cuenta propia incluso entre quienes han sido erigidos como tutores de la
gente, los cuales, tras haberse desprendido ellos mismos del yugo de la minoría
de edad, difundirán en torno suyo el espíritu de una estimación racional del
propio valor y de la vocación a pensar por sí mismo. Pero aquí se da una
circunstancia muy especial: aquel público, que previamente había sido sometido
a tal yugo por ellos mismos, les obliga luego a permanecer bajo él, cuando se
ve instigado a ello por algunos de sus tutores que son de suyo incapaces de
toda ilustración; así de perjudicial resulta inculcar prejuicios, pues éstos
acaban por vengarse de quienes fueron sus antecesores o sus autores. De ahí que
un público sólo pueda conseguir lentamente la ilustración. Mediante una
revolución acaso se logre derrocar un despotismo personal y la opresión
generada por la codicia o la ambición, pero nunca logrará establecer una
auténtica reforma del modo de pensar; bien al contrario, tanto los nuevos
prejuicios como los antiguos servirán de rienda para esa enorme muchedumbre sin
pensamiento alguno.
Sin embargo, si no pensamos en un individuo
sino en un colectivo social en el que los gobernantes autoricen la libertad
de expresión siempre es posible que algunos que hayan superado el “yugo” de
la minoría de edad eduquen al resto para liberarlos. Los que un día fueron “tutores”,
es decir, administradores del Estado, pueden inspirar la libertad de
pensamiento en los demás. Pero, dice Kant, “aquí se da una circunstancia
muy especial”: es posible que ese mismo público les obligue a restablecer
los antiguos prejuicios porque depende completamente de ellos. Este
fragmento es similar a aquel en que los prisioneros de la caverna
calumnian y persiguen hasta la muerte al filósofo que intenta enseñarles el
camino hacia la luz
Si lo exponemos en términos políticos diríamos
que es posible inspirar a un pueblo para que busque su libertad pero
también es probable que ese mismo pueblo exija luego que se restaure el orden.
Así de vengativos son los viejos prejuicios. Kant, por tanto, rechaza de
plano la posibilidad de una revolución que probablemente termine en un
nuevo despotismo. Sólo es posible una reforma política y del pensar si
se avanza poco a poco. El pensamiento político de Kant es contradictorio:
por un lado estimula el librepensamiento y por otro sus ideas
políticas son extremadamente conservadoras. En realidad, Kant confía
en que el monarca, su idolatrado Federico II, irá introduciendo las reformas
paulatinas para que la sociedad progrese lentamente hacia el la constitución
republicana caracterizada por el principio de representatividad y la
separación de poderes.
Los prejuicios de Kant contra las posibilidades de la
revolución representan una gran diferencia con el pensamiento de Marx. Observa
que para Marx la revolución es el único modo de dar paso a una sociedad
postclasista.
6. La Ilustración sólo
requiere de una condición, la libertad entendida como el uso público de la
razón en todos los terrenos. Esta libertad ha de tener límites bien definidos
en el caso del uso privado de la razón.
Para esta ilustración tan sólo se requiere libertad y,
a decir verdad, la más inofensiva de cuantas pueden llamarse así: el hacer uso
público de la propia razón en todos los terrenos. Actualmente oigo clamar por
doquier: ¡No razones!. El oficial ordena: ¡No razones, adiéstrate! El asesor
fiscal: ¡no razones y limítate a pagar tus impuestos! El consejero espiritual:
¡No razones, ten fe! (Sólo un único señor en el mundo dice: razonad cuanto
queráis y sobre todo lo que gustéis, mas no dejéis de obedecer.) Impera por
doquier una restricción de la libertad. Pero, ¿cuál es el límite que la
obstaculiza y cuál es el que, bien al contrario, la promueve? He aquí mi
respuesta: el uso público de su razón tiene que ser siempre libre y es el único
que puede procurar ilustración entre los hombres; en cambio muy a menudo cabe
restringir su uso privado, sin que por ello quede particularmente obstaculizado
el progreso de la ilustración. Por uso público de la propia razón entiendo
aquél que cualquiera puede hacer, como alguien docto, ante todo ese público que
configura el universo de los lectores. Denomino uso privado al que cabe hacer
de la propia razón en una determinada función o puesto civil que se le haya
confiado. En algunos asuntos encaminados al interés de la comunidad se hace
necesario un cierto automatismo, merced al cual ciertos miembros de la
comunidad tienen que comportarse pasivamente para verse orientados por el
gobierno hacia fines públicos mediante una unanimidad artificial o, cuando
menos, para que no perturben la consecución de tales metas. Desde luego, aquí
no cabe razonar, sino que uno ha de obedecer. Sin embargo, en cuanto esta parte
de la maquinaria sea considerada como miembro de una comunidad global e incluso
cosmopolita y, por lo tanto, se considere su condición de alguien instruido que
se dirige sensatamente a un público mediante sus escritos, entonces resulta
obvio que puede razonar sin afectar con ello a esos asuntos en donde se vea
parcialmente concernido como miembro pasivo.
La ilustración sólo requiere de la forma más sencilla
e inofensiva de libertad: la libertad política negativa. Los administradores
del Estado, los tutores, (el ejército, Hacienda y el clero)
no cesan de dar órdenes y además prohíben a todos razonar. Ven en
el librepensamiento un peligro para el orden social y no
una condición necesaria para el progreso de la Humanidad.
Sólo un hombre invita a su pueblo a razonar, Federico
II, aunque, por otro lado, también le exige obediencia. Así, el
uso público de la razón debe ser limitado por su uso privado. Todo
el que forme parte de la maquinaria del Estado debe obedecer. El soldado
ha de cumplir órdenes y el ciudadano pagar impuestos. Posteriormente, en
cuanto miembros de una comunidad cosmopolita pueden hacer públicas sus
quejas y observaciones mediante sus escritos. Pero siempre han de obedecer
primero.
El filósofo Hamman (1730-1788) fue muy crítico
con esta distinción kantiana pues limitaba mucho el “atrévete a pensar” del
comienzo. “¿Para qué me sirve el traje de fiesta de la libertad, si en
casa tengo que llevar el delantal de la esclavitud?”
Para Kant la distinción tiene un uso importante
que es el evitar el recurso a la revolución. Tanto en La metafísica
de las costumbres como Teoría y práctica Kant es taxativo: cualquier
tipo de desobediencia al soberano está injustificada, es un absurdo
jurídico. Para Kant el progreso hacia una constitución republicana
no habría de realizarse mediante revolución sino mediante paulatinas
reformas constitucionales realizadas por el soberano.
Sin embargo, como filósofo de la historia, en El
conflicto de las facultades, cuando Kant sugiere una prueba empírica de que
el ser humano progresa hacia lo mejor usa como ejemplo la Revolución
Francesa. Pero aunque se deje llevar por el entusiasmo de la revolución
al mismo tiempo prefiere mantenerla alejada de Prusia. Insiste en que Federico
II implementará las reformas necesarias para alcanzar el republicanismo. El
pueblo, por tanto, sólo necesita la libertad de pluma y no las armas.
Esta contradicción entre en el entusiasmo por
la Revolución Francesa y los límites que impone el uso privado de la
razón pudo deberse al miedo a la censura. Kant ya había tenido
problemas en la publicación de La religión dentro de los límites de la mera
razón donde somete los dogmas religiosos al tribunal de la razón.
En cualquier caso, hay una enorme diferencia con las
ideas revolucionarias que expondrá mas tarde Marx. Este decía que los
filósofos no habían venido al mundo para hacer teorías o escribir libros sino
para transformarlo.
7. El uso privado de la
razón en los casos del oficial del ejército, el ciudadano que paga sus
impuestos y el pastor religioso.
Ciertamente,
resultaría muy pernicioso que un oficial, a quien sus superiores le hayan
ordenado algo, pretendiese sutilizar en voz alta y durante el servicio sobre la
conveniencia o la utilidad de tal orden; tiene que obedecer. Pero en justicia
no se le puede prohibir que, como experto, haga observaciones acerca de los
defectos del servicio militar y los presente ante su público para ser
enjuiciados. El ciudadano no puede negarse a pagar los impuestos que se le
hayan asignado; e incluso una indiscreta crítica hacia tales tributos al ir a
satisfacerlos quedaría penalizada como un escándalo (pues podría originar una
insubordinación generalizada). A pesar de lo cual, él mismo no actuará contra
el deber de un ciudadano si, en tanto que especialista, expresa públicamente sus
tesis contra la inconveniencia o la injusticia de tales impuestos. Igualmente,
un sacerdote está obligado a hacer sus homilías, dirigidas a sus catecúmenos y
feligreses, con arreglo al credo de aquella Iglesia a la que sirve; puesto que
fue aceptado en ella bajo esa condición. Pero en cuanto persona docta tiene
plena libertad, además de la vocación para hacerlo así, de participar al
público todos sus bienintencionados y cuidadosamente revisados pensamientos
sobre las deficiencias de aquel credo, así como sus propuestas tendentes a
mejorar la implantación de la religión y la comunidad eclesiástica. En esto
tampoco hay nada que pudiese originar un cargo de conciencia. Pues lo que
enseña en función de su puesto, como encargado de los asuntos de la Iglesia, será
presentado como algo con respecto a lo cual él no tiene libre potestad para
enseñarlo según su buen parecer, sino que ha sido emplazado a exponerlo según
una prescripción ajena y en nombre de otro. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o
aquello; he ahí los argumentos de que se sirve. Luego extraerá para su
parroquia todos los beneficios prácticos de unos dogmas que él mismo no
suscribiría con plena convicción, pero a cuya exposición sí puede
comprometerse, porque no es del todo imposible que la verdad subyazca escondida
en ellos o, cuando menos, en cualquier caso no haya nada contradictorio con la
religión íntima. Pues si creyese encontrar esto último en dichos dogmas, no
podría desempeñar su cargo en conciencia; tendría que dimitir. Por
consiguiente, el uso de su razón que un predicador comisionado a tal efecto
hace ante su comunidad es meramente un uso privado; porque, por muy grande que
sea ese auditorio, siempre constituirá una reunión doméstica; y bajo este
respecto él, en cuanto sacerdote, no es libre, ni tampoco le cabe serlo, al
estar ejecutando un encargo ajeno. En cambio, como alguien docto que habla
mediante sus escritos al público en general, es decir, al mundo, dicho
sacerdote disfruta de una libertad ilimitada en el uso público de su razón,
para servirse de su propia razón y hablar en nombre de su propia persona. Que
los tutores del pueblo (en asuntos espirituales) deban ser a su vez menores de
edad constituye un absurdo que termina por perpetuar toda suerte de disparates.
Kant aplica la distinción entre uso privado y uso
público de la razón a tres casos concretos. El oficial del
ejército que recibe una orden ha de obedecer aunque luego pueda hacer
públicas las observaciones que considere convenientes sobre los defectos del
servicio militar. El ciudadano no puede negarse a pagar sus impuestos
pues podría llevar a la quiebra al Estado. Pero en tanto persona docta puede
publicar su opinión contraria respecto a la conveniencia tales impuestos. En el
caso de un pastor religioso que habla a su comunidad tiene que atenerse
a los dogmas de su religión. Sin embargo, como miembro de la comunidad tiene
libertad ilimitada para hacer uso de su razón y comunicar los resultados de sus
pensamientos. Los tutores del pueblo en asuntos espirituales no pueden
ser “menores de edad” pues eso significa un gran lastre para el progreso
social.
En este fragmento Kant sigue haciendo equilibrios
entre Rousseau (libertad para el libre uso de la razón) y Hobbes
(siempre obedecer).
8. Un monarca sólo puede
imponer las leyes que el pueblo esté dispuesto a darse a sí mismo.
Ahora bien, ¿acaso una asociación eclesiástica –cual
una especie de sínodo o (como se autodenomina entre los holandeses) grupo
venerable- no debiera estar autorizada a juramentarse sobre cierto credo
inmutable, para ejercer una suprema e incesante tutela sobre cada uno de sus
miembros y, a través suyo, sobre el pueblo, á fin de eternizarse? Yo mantengo
que tal cosa es completamente imposible. Semejante contrato, que daría por
cancelada para siempre cualquier ilustración ulterior del género humano, es
absolutamente nulo e inválido; y seguiría siendo así, aun cuando quedase
ratificado por el poder supremo, la dieta imperial y los más solemnes tratados
de paz. Una época no puede aliarse y conjurarse para dejar a la siguiente en un
estado en que no le haya de ser posible ampliar sus conocimientos (sobre todo
los más apremiantes), rectificar sus errores y en general seguir avanzando
hacia la ilustración. Tal cosa supondría un crimen contra la naturaleza humana,
cuyo destino primordial consiste justamente en ese progresar; y la posteridad
estaría por lo tanto perfectamente legitimada para recusar aquel acuerdo
adoptado de un modo tan incompetente como ultrajante. La piedra de toque de
todo cuanto puede acordarse como ley para un pueblo se cifra en esta cuestión:
¿acaso podría un pueblo imponerse a sí mismo semejante ley? En orden a
establecer cierta regulación podría quedar estipulada esta ley, a la espera de
que haya una mejor lo antes posible: que todo ciudadano y especialmente los
clérigos sean libres en cuanto expertos para expresar públicamente, o sea,
mediante escritos, sus observaciones sobre los defectos de la actual
institución; mientras tanto el orden establecido perdurará hasta que la
comprensión sobre la índole de tales cuestiones se haya extendido y acreditado
públicamente tanto como para lograr, mediante la unión de sus voces (aunque no
sea unánime), elevar hasta el trono una propuesta para proteger a esos
colectivos que, con arreglo a sus nociones de una mejor comprensión, se hayan
reunido para emprender una reforma institucional en materia de religión, sin
molestar a quienes prefieran conformarse con el antiguo orden establecido. Pero
es absolutamente ilícito ponerse de acuerdo sobre la persistencia de una constitución
religiosa que nadie pudiera poner en duda públicamente, ni tan siquiera para el
lapso que dura la vida de un hombre, porque con ello se anula y esteriliza un
período en el curso de la humanidad hacia su mejora, causándose así un grave
perjuicio a la posteridad. Un hombre puede postergar la ilustración para su
propia persona y sólo por algún tiempo en aquello que le incumbe saber; pero
renunciar a ella significa por lo que atañe a su persona, pero todavía más por
lo que concierne a la posteridad, vulnerar y pisotear los sagrados derechos de
la humanidad. Mas lo que a un pueblo no le resulta lícito decidir sobre sí
mismo, menos aún le cabe decidirlo a un monarca sobre el pueblo; porque su
autoridad legislativa descansa precisamente en que reúne la voluntad íntegra
del pueblo en la suya propia. A este respecto, si ese monarca se limita a hacer
coexistir con el ordenamiento civil cualquier mejora presunta o auténtica,
entonces dejará que los súbditos hagan cuanto encuentren necesario para la
salvación de su alma; esto es algo que no le incumbe en absoluto, pero en
cambio sí le compete impedir que unos perturben violentamente a otros, al
emplear toda su capacidad en la determinación y promoción de dicha salvación.
El monarca daña su propia majestad cuando se inmiscuye sometiendo al control
gubernamental los escritos en que sus súbditos intentan clarificar sus
opiniones, tanto si lo hace por considerar superior su propio criterio, con lo
cual se hace acreedor del reproche: Caesar
non est supra Grammaticos, como -mucho más todavía- si humilla su poder
supremo al amparar, dentro de su Estado, el despotismo espiritual de algunos
tiranos frente al resto de sus súbditos.
Si dentro de una comunidad religiosa sus
dirigentes decidieran por el bien de los fieles congelar cualquier tipo
de discusión acerca de sus creencias, este sería un contrato “nulo e
ilícito” pues supondría vulnerar el sagrado derecho de la humanidad a la
libertad en el uso de la razón e impediría completamente el progreso
hacia la Ilustración. Lo que determina si una norma puede convertirse en ley
dentro de una comunidad es plantearse si esa comunidad se impondría a sí
misma esa norma y una censura de este tipo sería un atentado contra la
Humanidad. En una constitución republicana como la que Kant propone en el primer
artículo definitivo de Hacia la paz perpetua, los ciudadanos tienen
garantizado el papel de co-legisladores.
En el caso de las formación de variantes no
ortodoxas del cristianismo Kant sugiere que exista libertad para que estas
sean de conocimiento público pues ello no perjudica a quienes prefieran
continuar con la religión oficial. Es totalmente ilícita la prohibición
de poner en duda las creencias religiosas pues implica pisotear el derecho a la
libertad.
Lo mismo que vale para una comunidad religiosa vale
para el Estado. El monarca no puede imponer ninguna ley que el pueblo
no se impondría a sí mismo. Es su misión alentar el uso público de la
razón en materia religiosa al tiempo que impide cualquier tipo de
enfrentamiento violento entre sus súbditos. Paradójicamente, cuanto mayor
sea su ejército para defender el orden mayor podrá ser la libertad de
pensamiento de la que disfruten los ciudadanos. Esta era, como veremos, la
naturaleza del régimen de Federico II.
La constitución republicana propuesta por Kant
toma elementos de Rousseau, Locke y Hobbes: somos colegisladores,
es decir, el contrato social debe garantizar la libertad de los ciudadanos para
participar en la elaboración de las leyes. Esta libertad no es la de la
democracia directa propuesta por Rousseau sino el modo representativo
sugerido por Locke. Sin embargo, Kant concluye que la libertad de
pensamiento será tanto mayor cuanto más poderoso sea el ejército del monarca
para imponer la ley. Esta es la influencia de Hobbes en Kant.
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