Entiendo por “discípulo” al que siguiendo a su maestro y lo
llama “Don”, luego poníéndose a su lado y le dice “hola, para terminar
adelantándolo y diciéndole “adiós y gracias”.
No se me borra de la memoria aquel día, uno de mis últimos
días, en el Instituto, en la hora de guardia, persiguiendo a tres alumnos de la
E.S.O. que no habían entrado en clase.
“Maestro, ¿y
Ud. de qué es?”
Sólo le respondí (textualmente): “Si yo fuera maestro, ahora
tendría discípulos. Lo triste es que he quedado como funcionario y trabajador
de la enseñanza y, cada vez más, sólo tengo alumnos, como vosotros”.
Por la cara que pusieron comprendí que no lo habían
entendido.
El encuentro de un maestro con discípulos y de un discípulo
con maestros es una fuente inagotable de mutua estima de valores, algo
insustituible.
No se trata tanto de recordar contenidos de la materia
impartida (la “enseñanza manifiesta”) como de la entrega mutua de querer
enseñar y querer aprender, de la entrega del maestro a la verdad, del amor al
trabajo, cada uno al suyo, enseñar y aprender (“la enseñanza latente”)
Comprobar que uno no iba a la clase a sufrir ni otros
estaban en clase aguantando.
La mutua capacidad de paciencia con los defectos y los
errores del otro. El estricto sentido de la justicia. La puntualidad y la
apenas pérdida de tiempo. El aprovechamiento.
Que el maestro recuerde todo esto, y más, de sus alumnos y
sus alumnos todo esto, y más, de su profesor.
Yo sí me he sentido “maestro” en el sentido más profundo del
término.
Cuando comencé a notar que dejaba de serlo, me retiré a la
cuneta.
Quizá tenga razón mi hija, hoy enseñante: “Papá, tu
estuviste en la Edad de Oro de la Enseñanza”
Estoy seguro de que es verdad.
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