viernes, 2 de octubre de 2020

CRISTIANISMO ( y 2 )

 

La Na(ti)vidad es la encarnación de Dios en un cuerpo humano.

 

Dios ya no era el sátrapa oriental que explotaba a las pobres masas en su favor y castigaba al que se salía del estrecho marco por él construido para los creyentes.

 

Dios se hizo Padre, que esperaba al Hijo, convertido en Hermano, de carne y hueso, como los hombres, que nace en un pesebre, como un ser olvidado y sin afanes ni pretensiones de poder.

 

Aquel primer cristianismo era lo que Nietzsche gritaría cientos de años después: “permaneced fieles a la tierra”.

Ese cristianismo se presenta como una religión distinta, que no aplasta durante su paso por la tierra ni libera sólo cuando estemos en el cielo.

 

El espíritu de hermandad se practica en la vida normal de sus seguidores, no siendo nadie más que nadie, sino hermanos.

 

Nada tenía que ver este ciudadano cristiano con el orgulloso ciudadano libre de la antigua Grecia, o de la antigua Roma, exentos del trabajo.

 

Cicerón lo expresa muy bien: “todos los artesanos (trabajadores) hacen un oficio sucio, porque nada digno puede salir de su taller”.

 

El trabajar de manera individual para que viva la comunidad era un orgullo para ellos.

 

Santo Tomás, en cambio, ya en el siglo XIII, veía al hombre ideal como un pensador, mientras Lutero y el luteranismo lo veía sólo como un trabajador, o Descartes como “un ser que piensa”, o como Marx que lo veía como “un proletario” bajo el yugo de la burguesía, a la que había que destronar y arrebatarle la propiedad privada de los medios de producción.

 

“Un Dios que no se divierte con las travesuras de sus hijos difícilmente podría ser el padre de un hogar dichoso”

 

De ahí el reconocimiento de esas travesuras (que debían de hacer feliz al Padre) de un David tocando la lira, bailando y cantando o las “fiestas de los locos”, en la Edad Media, con la entronización de la jarana y de las imitaciones burlescas hasta de lo más sagrado y, sobre todo, de lo eclesiástico.

 

Pero una cosa era el pueblo cristiano y otra la Jerarquía Eclesiástica recordando, cada momento, que “no estás en el mundo para divertirte”, entronizando el sacrificio y el dolor en esta vida como mérito para conseguir la vida eterna feliz.

 

Los tres únicos pecados de confesión eran: el adulterio (engañar a la pareja practicando el sexo con otra persona), el homicidio (matar a otra persona) y la apostasía (abandonar la religión de los hermanos, al abandonar a su Dios).

 

Esa religión de fraternidad nunca debería ser destruida, sino utilizada para liberar a la humanidad, porque el cristianismo es una religión de la libertad.

 

El problema, pues, no es la religión, sino sus jerarcas que predican las ventajas de una Teología del dolor.

 

Nunca un cristiano quería vivir triste y mal, sino al revés, a pesar de sus penurias al ocupar, en general, los últimos escalones en la jerarquía social, los esclavos.

 

Ser hijos de Dios, hermanos en Cristo, no era/no es ser esclavo de nada ni de nadie.

 

Nunca hizo tanto mal a los cristianos como los que se consideraban vicarios de Dios en la tierra.

Los pastores predicándoles a las ovejas que el sacrificio de no comer, de no beber, de no disfrutar de los placeres de la vida era lo querido por ese Dios Padre, como si un padre quisiera eso para sus hijos y no lo contrario.

 

La tergiversación histórica del mensaje cristiano hizo que muchas ovejas abandonasen ese rebaño y fueran por libre o crearan otro rebaño distinto en que lo lúdico no fuera estigmatizado.

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