4.- En la escuela pública
sólo resulta aceptable como enseñanza lo verificable (es decir, aquello que
recibe el apoyo de la realidad científicamente contrastada) y lo civilmente
establecido como válido para todos (los derechos fundamentales de la persona
constitucionalmente protegidos), no lo inverificable que aceptan como auténtico
ciertas almas piadosas.
La formación catequística de
los ciudadanos no tiene por qué ser obligación de ningún Estado laico, aunque
naturalmente debe respetarse el derecho de cada confesión a predicar y enseñar
su doctrina a quienes lo deseen.
Eso sí, fuera del horario
escolar.
5.- Se ha discutido mucho la
oportunidad de incluir alguna mención en el preámbulo de la Constitución de
Europa a las raíces cristianas de nuestra cultura.
Dejando de lado la evidente
cuestión de que ello podría implicar la inclusión explícita de otras muchas
raíces e influencias, dicha referencia plantearía interesantes paradojas.
Porque la originalidad del
cristianismo ha sido precisamente dar paso al vaciamiento secular de lo
sagrado, separando a Dios del César y a la fe de la legitimación estatal, es decir,
ofreciendo cauce precisamente a la sociedad laica en la que hoy podemos ya
vivir.
Coda y final: el combate por
la sociedad laica no pretende sólo erradicar los pujos teocráticos de algunas
confesiones religiosas, sino también los sectarismos identitarios de
etnicismos, nacionalismos y cualquier otro que pretenda someter los derechos de
la ciudadanía abstracta e igualitaria a un determinismo segregacionista.
Por lo demás, la mejor
conclusión teológica o ateológica que puede orientarnos sobre estos temas se la
debo a Gonzalo Suárez: “Dios no existe, pero nos sueña. El Diablo tampoco
existe, pero lo soñamos nosotros” (Acción-Ficción).
* Catedrático de la Universidad Complutense
de Madrid. Versión editada del artículo del mismo nombre, publicado el 3 de abril
de 2004, en el diario El País.
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