Tú y yo, que nos devorábamos
con la vista, que nos comíamos con los ojos y con los oídos, que nos
regalábamos a diario palabras bonitas, palabras redondas, palabras pintadas,
como bolitas de anís en manos de un niño.
Tu yo, con nuestros ocho
sentidos juntos, fuimos castos a la fuerza, no por mérito, sino por miedo.
¿Habrá idioma más universal y
más natural que el lenguaje del tacto? ¿Habrá un idioma a la vez tan mudo y tan comunicativo?
¿Pero por qué me confundieron,
identificando sexualidad con genitalidad, y ambos con pecado?
¿Por qué obstruyeron mi
vitalidad?
¡Cuántos besos perdidos¡
¿Dónde irán los besos que no
dimos?, porque no fueron besos ahorrados o retrasados.
¡Cuántos susurros ya
irrecuperables¡
¡Cuánto fraude cometimos tu y
yo a la naturaleza por la mala educación del sentido del tacto¡
¡Cuánta cuenta corriente vital
mantuvimos en rojo, al rojo, en negro!
No sólo no ahorramos,
perdimos.
Tu y yo, exploradores
avezados con la imaginación, y atadas nuestras manos.
Ni castos fueron nuestros
besos, porque apenas hubo besos.
Besos sólo furtivos, besos
corteses, besos educados, no besos encendidos, me saltaba el diferencial de mi
conciencia moral. ¡Qué poca potencia moral contrataron en mi conciencia¡
Intentar una exploración
corporal superficial, era saltar el fusible y quedarse a oscuras.
¡Dios¡, ¡Dios¡, ¡Dios¡
Espero y deseo, amor mío, que
la naturaleza nunca nos pase la cuenta porque sería grande la factura.
¿Recuerdas a tu perro y a mi
gatito? Chuski y Fali.
Nuestros padres nos tenían
prohibido tocarlos demasiado porque no crecerían, se quedarían canijos y se
“amariconarían”.
Incluso cuando llegábamos
corriendo del colegio, contentos porque el maestro estaba con gripe o se le
había muerto su padre, y me echaba corriendo, de golpe, encima de mi madre, y
me llamaba bruto, salvaje…y me decía tener poca educación, que no me había
quitado los zapatos, que lo ponía todo perdido y que, por si fuera poco, la
había despeinado (supongo que a ti la tuya te diría lo mismo).
¡Como si el beso espontáneo
de un niño no valiera más que mil peinados hechos por un peluquero de barrio¡
Y luego, a diario, los niños con los niños y las niñas con las
niñas.
Ningún sentido en contacto;
tu yo separados.
Tan sólo la imaginación, la
loca de la casa, deformándolo todo.
¡Qué tacañería vital la
nuestra¡
¡Cuánto tiempo perdido¡
¡Cuántas hojas en blanco en
el todavía pequeño libro de la vida¡
Nunca nadie nos enseñó que
contentarse con satisfacer las necesidades vitales no es vivir.
La supervivencia no es
auténtica vida.
El vivir bien (y todo vivir o
es bueno o es un mal-vivir), supone lujo, supone derroche, supone la presencia
de lo superfluo pero querido.
Vivir bien consiste en verter
y verterse más de la medida justa, vivir es pasión y la pasión siempre es
desborde, es emanación, es “echar pa que sobre”.
Nunca nadie nos dijo que vivir es una actividad, pero que vivir bien
es un placer y todo placer supone la presencia de algo extra-ordinario, de lo
no necesario, pero conveniente, de superdosis intensivas.
Siempre nos hablaron de Apolo
pero nos ocultaron la manera de vivir dionisíacamente.
El orden y la apariencia
importaban más que la vida y la esencia.
Lo estático y lo fijo más que
lo dinámico y vital.
Nos cuadricularon, amor mío,
nos hicieron laboriosos en vez de convertirnos en lúdicos.
El trabajo era sagrado, el
juego era superfluo.
El trabajo es divino el juego
demoníaco.
Nos educaron para ser
formales, buenecitos,…era un honor para nuestros padres comportarnos como
personas mayores.
¡Qué piropo y qué orgullo
cuando alguien les decía “tu hijo es un hombre en pequeño”¡
¡Qué horror, cariño mío¡ ¡un
niño ser un hombre¡
Pertenecemos, amor mío, a la
generación sándwich.
Somos la generación de la
disculpa y me temo que seamos cómplices de la generación del desencanto.
¿Recuerdas cuando, al entrar
o salir, y apenas nos rozábamos, nos pedíamos perdón mutuamente?
¡Qué barbaridad, Dios, qué
barbaridad¡
Nunca nos pedíamos perdón por
habernos visto, oído, olido…y eso que
nuestros cuerpos estaban enfundados, empaquetados, arropados, siempre
más acá o más allá de la frontera.
Tu cuerpo y mi cuerpo nunca
fueron tangibles ni chocables.
¡Cuántas caricias sofocadas¡
¡cuánta lumbre apagada¡, ¡cuánta ignorancia táctil¡, ¡cuánta atrofia afectiva¡,
¡ cuánta lejanía estando tan cercanos¡, ¡cuánta biología, anatomía y
fisiología¡, ¡cuanta neurona, órganos y sistemas y cuán poca sexualidad y
vida¡.
Nos enseñaron a saber, pero
no nos entrenaron a vivir.
¡Cómo sublimaron nuestros
afectos en conocimientos científicos¡ pero ¿ por qué subordinar la vida a la
razón ? pero ¿ es que debemos vivir para razonar o razonar para vivir?
Así que, ¡cuánta torpeza la
nuestra, amor mío, cuando nos encontramos a solas, desnudos, en aquel hotel,
pero, eso sí, con el certificado oficial del cura y del juez de que ya podíamos
tocarnos¡
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