Hay situaciones en que se inhibe o se facilita la conducta
táctil; situaciones en las que existen más probabilidades de que la gente toque
(al pedir un favor más que cuando consiente en hacerlo, al tratar de convencer
más que cuando uno es convencido, cuando la conversación es profunda más que
cuando es casual, en una fiesta o acontecimiento social más que en el trabajo,
al recibir mensajes penosos más que cuando se emiten, y también se ha observado
que los contactos son más largos y más íntimos en las despedidas que en los
saludos).
Recuerdo aquellas clases de filosofía de B.U.P. en las que,
sin hablar, miraba fijamente a una alumna de la primera fila, muy próxima mi
cara a su cara, e iba notando su cara cambiando de color al tiempo que veía,
incluso oía, a alumnos de la clase, extrañados y cuchicheando mi “desvergüenza
o caradura”.
Y todo era para explicarle la “proxemia” y las cuatro
distancias de interrelación entre los seres humanos, a las que suelen denominarse:
íntima, personal, social y pública.
Naturalmente “mi distancia”, como profesor, de esa alumna,
no podía ser ni “íntima” ni “personal”. Debía ser social, Y aquella no era la
distancia adecuada.
La hipótesis que da sentido a esta clasificación se basa en
que por naturaleza, los animales, incluidos el hombre, mantienen un
comportamiento de territorialidad, empleando sus sentidos para distinguir un
espacio de otro.
Esta distinción depende de la relación que mantengan unos
individuos con otros, de lo que sienten y lo que hacen, y está verificado en
animales y seres humanos.
Las relaciones táctiles se suelen dar en la distancia íntima
(de 0 a 45 cm ) o en la distancia
personal (de 45 a
122 cm
de separación).
La primera, es la distancia de hacer el amor, de luchar, de
consolar y de proteger a alguien (lo que no era mi caso).
Cuando alguien, no familiar, invade estos espacios tendemos
a protegernos retrocediendo si podemos.
Esta especie de halo invisible que rodea nuestro cuerpo más
allá de los límites de la piel, no es fijo, la confianza y el afecto, así como
la penumbra o ausencia de luz, disminuyen este espacio.
A este respecto, es evidente que las diferencias culturales
son determinantes.
Creemos que es entre estas dos distancias, la íntima y la
personal, donde se refugian gran parte de los condicionantes sociales que
inhiben una experiencia táctil.
En nuestras relaciones solemos apelar al “espacio personal”,
su violación se considera una intrusión en los propios límites.
Sentimos que ese espacio nos pertenece, en nosotros reside
la potestad para permitir su acceso y las expectativas sociales justifican su
defensa.
Ignoramos los contactos que tenemos con los otros porque
vivimos en una sociedad que no reconoce en el tacto una fuente enriquecedora de
experiencias y un modo singular de comunicación.
La tradición judeo-cristiana ha potenciado el temor al
placer.
Al considerarse el tacto como fuente de placer y consuelo,
se convirtió en pecado.
Asociaciones de este tipo, han conformado tabúes que coartan
y limitan la percepción táctil de la realidad que nos rodea.
En nuestra sociedad se asocia con excesiva frecuencia el
contacto físico al sexo.
La identificación de comportamiento táctil–comportamiento
sexual hace que etiquetas como “promiscuidad, homosexualidad, complejo de
Edipo, incesto y adulterio”, se asocien a comportamientos táctiles que en ningún
caso las justifican.
Existen muchas maneras de tocar y un tacto amistoso,
familiar, de cariño o afectuoso no tiene por qué tener ni interés ni
implicación sexual.
Una equivocada interpretación sólo provoca inhibición.
Sociedades como la norteamericana, la inglesa, la nórdica o
la alemana son más bien inhibitorias de la comunicación táctil (saludar a
Alice, sueca, cuando, cada verano, coincido con ella en el apartamento, se
reduce a darnos la mano y no un doble beso, inocente, en ambas mejillas).
En el sur, sin embargo, las actitudes cambian y con la
simple presentación de la esposa o novia, desconocidas, el saludo con dos besos
es la norma, sin connotación sexual alguna.
El significado varía en función del lugar, el contexto, la
parte del cuerpo tocada, la duración del contacto, el modo de tocar (acariciar,
pellizcar, palmear, abofetear, abrazar, enlazarse, apoyarse...), la asiduidad
con que tocamos e incluso el poder que ostenta la persona que toca o es tocada.
La sociedad condiciona el tipo de partes que se pueden tocar
y las que no, al igual que aquellas partes de la piel que pueden exhibirse.
Necesitamos ser tocados y sin embargo muchas partes del
cuerpo son tabúes según la cultura.
Por ejemplo en Fiji es tabú tocar el cabello o en Japón
tocar la nuca a una chica.
Otros factores como religión, los mitos de masculinidad o el
status social, condicionan nuestro comportamiento.
Nos escudamos en la significación social que se le da al
tacto y en lo moralmente “correcto”, cuando en realidad la moral la creamos
entre todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario