Es la mía.
La manzana Granny Smith,
gorda y de color verde luminoso, la de la “abuelita Smith”, creada
artificialmente en Australia, por la hibridación de la “doméstica” y la
“silvestre”, de sabor intenso y desafiante, crujiente, jugosa y ácida, la que,
una vez abierta, no se oxida tan rápidamente como las de otras especies, la más
empleada en las tartas de manzana, y que es la que casi a diario y de postre, en la cena,
suelo comérmela, partida a trocitos y untada/remozada en un yogurt blanco, con
edulcorante, de mi Mercadona del alma.
Una Manzana, para mí, muy
importante pues es una de mis “santas rutinas nocturnas” que me desestabiliza
emocionalmente cuando acudo al frigorífico y está ausente, por mi imprevisión.
No es causa de pecado (como
la de Eva), ni es causa de libertad (como la de Guillermo Tell), ni es
científica (como la de Newton), pero es una manzana que me produce orgasmos de
sabor en mi paladar y papilas gustativas (aunque sea problemática para personas
con dentadura postiza).
Una manzana productora de
placer, al tiempo que mantenedora de vida.
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