Cuenta Diógenes Laercio en
sus “Vidas de los filósofos” que uno de sus maestros fue Arquelao, del que
también fue amante o, para ser más exactos, su “erómenos”.
En el mundo griego, cuando
había una relación amorosa entre dos varones, se llamaba “erastés” al amante de
más edad (en este caso Arquelao, el maestro) y “erómenos” al más joven (en este
caso, Sócrates, el discípulo).
Pero sobre este asunto de los
amores homosexuales de los griegos, en general, y de los filósofos, en
particular, antes de ir más allá y considerar a Sócrates un “gay”, abramos un
paréntesis y aclaremos nuestras ideas de
una vez por todas.
La homosexualidad, en
aquellos tiempos, entre los griegos, era una cosa normalísima y, no por
casualidad, ha pasado a la historia como “amor griego”.
Incluso Plutarco la ha
definido como “pederastia pedagógica”.
Quizá no debería entenderse
el concepto “homosexualidad” como hoy lo entendemos.
La admiración, la sintonía,
el caerse bien, el estar a gusto juntos,…profesor-alumno (maestro-discípulo) o
maestra-discípula, no conlleva connotación carnal-sexual, sino
psíquica-anímica,
Sólo entendida así la
homosexualidad entre varones (o mujeres) no era motivo de escándalo, “es
natural que me guste lo que es bello”, resultara un muchachito o una jovencita
era un detalle de poca importancia.
Los verdaderos problemas para
la homosexualidad y los homosexuales comenzaron con el Cristianismo, porque su
moral, la moral cristiana, consideraba el sexo sólo como medio de reproducción
o procreación y consideró “pecado” todo otro tipo de relación sexual.
Se sabe, después, su relación
con Alcibiades, su discípulo, pero, en este caso, no fue el maestro quien se
enamoró del discípulo, sino al revés, la obsesión, no sé si enfermiza, del
discípulo con el maestro tal como aparece en El Banquete, cuando el joven
Alcibiades, ya algo achispado por el vino, confiesa su desesperado amor por
Sócrates: “cuando lo escucho, el corazón me late mucho más que a los
coribantes”.
Y, en otro lugar: “Me
encontraba, amigos, a solas con él y pensaba que pronto me haría uno de esos
discursos que, por lo general, hace un amante al objeto de su amor cuando se
encuentran solos, y por este motivo me sentía lleno de júbilo. Pero, sin
embargo, el tiempo pasaba y no ocurría nunca nada: conversaba conmigo como
siempre y, habiendo pasado el día juntos, me dejaba plantado y se iba.
Entonces, lo invité a hacer gimnasia esperando que, al menos allí, podría
conseguir que ocurriera algo. Y bien, hacía todos los ejercicios conmigo y, a
menudo, también la lucha, sin que hubiese nadie presente, pero, ¿qué debo
decir? No sucedía nada.
Viendo que de este modo no lo
conseguía, me pareció necesario insistir e insistir y no desistir hasta no
aclarar el asunto.
Y, así, una noche lo invité a
cenar, exactamente como hacen los amantes que tienden una trampa al amado.
Pero tampoco, de esta forma,
obtuve nada.
Sin embargo, con el tiempo,
paulatinamente, se dejó persuadir.
Cuando, por fin, vino a casa,
quiso irse inmediatamente después de haber cenado y yo, sintiéndome un poco
avergonzado, lo dejé partir.
Pero la noche siguiente
preparé otra trampa y, después de haber cenado, me quedé hablando con él hasta
entrada la noche.
Cuando hizo ademán de
marcharse, lo convencí para que se quedara, con el pretexto de que era
demasiado tarde.
Descansaba en un lecho junto
al mío. En la habitación no dormía nadie, estábamos solos…” (Platón, El
Banquete).
Y no pasó nada.
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