Tengo la bendita costumbre
de, en mis paseos por la ciudad, entrar en cualquier iglesia que tenga las
puertas abiertas (por supuesto que no me pierdo, en mi Málaga, la de Los
Mártires, la de Santiago y, por supuesto, la Catedral ) me siento en los
últimos bancos y recorro con la vista, atentamente y sin prisa, las cúpulas,
las vidrieras, los altares,…pero en cuanto el cura de turno comienza el sermón,
sin hacer ruido, me levanto y me voy porque sé que, con pequeñas variaciones,
va a decirme lo mismo que dice cualquier cura en cualquier iglesia.
Como no llegué a tiempo, en
Málaga, de escuchar los sermones, en la catedral, tan diferentes que me decían
los malagueños de aquel cura distinto, Don José María González Ruiz (sevillano
de Triana y malagueño de pro), teólogo y canónigo de la catedral, en cuanto
pude compré “Memorias de un cura”, en dos tomos, y de los que disfruto.
Pero cuando visité Praga
aquellas iglesias eran otra cosa porque, además de disfrutar de la vista,
disfrutaba del oído escuchando (no simplemente oyendo) aquellos coros con
aquellas voces celestiales.
Sé (y conozco alguno) que los
talibanes católicos o asimilados sienten un arrobo superlativo cuando su líder
abre la boca (sobre todo un antiguo amigo, que era del OPUS, al oír al antes
Escrivá de Balaguer y hoy San Josemaría).
Yo soy la antítesis, me
aburren los sermones de los curas.
He dicho (y repetido) que
ninguna religión es verdadera como que ninguna religión es falsa porque las
categorías de Verdad o Falsedad no son aplicables a las religiones, al no poder
ser demostradas ni falsadas por no ser científicas.
Los conceptos y los criterios
de Verdad y de Falsedad sólo pueden aplicarse a los contenidos científicos.
Ni los griegos, tan
racionales ellos, aplicaron dichos criterios al terreno religioso: eso fue un
rasgo definitorio de la razón monoteísta que introdujeron los cristianos en su
batalla ideológica contra el paganismo.
Lo primero que consiguieron
fue acabar con el tolerante pluralismo politeísta, lo que ellos mismos conseguirían,
sufriendo las consecuencias, cuando ese mismo criterio se lo aplicaron los
filósofos positivistas a su propia doctrina teológica que negaron los propios
dogmas religiosos en nombre de la razón.
Si los cristianos derribaron
los altares de los dioses olímpicos griegos y romanos en nombre de su
monoteísmo, la Razón Ilustrada
apearía del pedestal al Dios cristiano y los vástagos de esa Razón, los
filósofos positivistas, negarían el concepto de verdad a los dogmas religiosos.
¿Qué verdad pueden tener unos
dogmas ni verificables ni falsables “in se”, cuando no puede saberse nada de
ellos y sólo entran en el orden, en el ámbito de la fe, de la creencia?
“Créanlo o no se lo crean,
pero no digan que son verdaderos”.
Es el peligro que tiene la
razón, que, si la sueltas, una vez suelta, comienza a escudriñarlo todo e
insiste y no se cansa, derribando lo no sólido.
La razón no hace prisioneros
sino que suelta las cadenas que te atan a tutores de todo tipo, religiosos o
laicos, autoridades siempre interesadas en lo que sea, y que prefieren tenerte
encadenado a ellos, pero la razón no encadena, sino que libera para que puedas
volar y si, después, tu te metes en un túnel, tú y sólo tú eres el responsable.
Defender la Teoría de la Evolución o defender el
Creacionismo conlleva apoyar a la “razón”, humana, o a la no sé por qué llamada
“Razón Última”, Dios. Y cada una tiene sus defensores, los que prefieren
liberarte de las cadenas y los que prefieren estar y tenerte encadenado.
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