LAICISMO.
Aunque muchos cristianos se
lo crean la sociedad civil y las políticas de una sociedad democrática no odian
las religiones, ni en Europa ni en España, aunque durante tantos siglos haya
sido lo contrario, cuando las iglesias sólo permitían gobernar a reyes o
emperadores si ellas les daban el visto bueno, porque como los hombres eran
hijos de Dios desde que aparecieron en la tierra, esa condición primaba sobre
la de ciudadanos o súbditos en la sociedad civil.
¿Cómo iba a estar subordinada
la “felicidad eterna”, en el cielo, tras la muerte, a esta felicidad temporal,
en la tierra, mientras se está vivo?
Cuando en el siglo XX ha
triunfado la democracia como forma de gobierno las Iglesias han debido
retirarse a sus cuarteles de invierno, pero quienes siempre han tenido las
sartenes por el mango son reacios a soltarlo o, al menos, poder usarlo aunque
sea de manera secundaria.
Para aclarar la cuestión que
se plantea y no ver fantasmas de una enemistad diabólica del Estado contra las
Iglesias, desde el Papa hasta el último cura, sacristanes y beatas incluidos,
es el objetivo al que se dirigen estas reflexiones.
Han sido muchos los siglos en
que las Iglesias han vertebrado, social, moral y políticamente a las sociedades
pero las sociedades modernas basan sus acuerdos axiológicos en leyes y
discursos legitimadores, al margen de las Iglesias, es decir, leyes
discutibles, revocables y de aceptación únicamente por los acuerdos
voluntariamente aprobados por los ciudadanos, es decir, nada que ver con las
antiguas políticas de preceptos provenientes de los dioses que eran revelados a
sus auténticos representantes en la tierra, las Iglesias jerárquicamente
establecidas, a todos sus fieles creyentes (y ¡pobre de aquel que no se
considerara oveja del único rebaño divino¡).
El nuevo marco institucional
creado es las nuevas sociedades democráticas no excluye, ni mucho menos
persigue, las creencias religiosas, más bien creo que las protege a unas de las
otras que, durante toda la historia, han sido poco tolerantes entre ellas con
las mutuas excomuniones y guerras de religión incluidas, con degüellos mutuos
provenientes de revelaciones de dioses distintos, incluso de versiones
distintas de un mismo texto o Libro considerado sagrado y revelado, llámese
Torah, Biblia o Corán.
En la sociedad democrática
laica (algo que nunca sucedió, ni sucede, en las sociedades religiosas) cada
Iglesia debe tratar a las demás como ella misma quiere ser tratada y no como
piensa que las otras lo merecen.
Los dogmas de cada una de
ellas se convierten en creencias particulares de los ciudadanos, pierden su
obligatoriedad general pero ganan, en cambio, en garantías protectoras que
brinda la constitución democrática, igual para todos.
Iguales todos, como
ciudadanos, en las sociedades democráticas laicas, respetando las
particularidades religiosas de todos y cada uno de ellos.
Todos serán ciudadanos,
exactamente iguales, y sólo serán fieles creyentes de aquellas religiones por
las que opten, siendo la sociedad laica la que garantiza la paz entre las
diversas creencias.
En esta nueva sociedad laica
y democrática cada ciudadano tiene “derecho” a optar por la creencia religiosa
que más le atraiga (o a no optar por ninguna, en su agnosticismo y ateísmo)
pero no como “deber” que pueda imponerse a ningún otro.
Que cada uno elija lo que
quiera pero no imponerle su opción a ningún otro.
Esta forma de dirigirse y
gobernar en la sociedad laica es incompatible con la versión integrista, tantas
veces presente, que tiende a convertir los dogmas propios en obligaciones
sociales para todos los demás.
Pertenecer a una comunidad o
a otra es un “derecho” de todo individuo, pero nunca un “deber”, sabiendo que
son bienvenidas en el seno de la democracia, pero con la única condición de que
no engendren desigualdades e intolerancia, que, como nunca la igualdad y
tolerancia han provenido de ellas mismas, es la democracia la que las
garantiza.
Las religiones, pues, pueden
orientar a sus fieles creyentes sobre los comportamientos que deben practicar,
acordes con su religión, y que serán las “virtudes” y los que no debe
practicar, que serán “pecados”, que nada tienen que ver con los “delitos” que
igualmente pueden serlo esas “virtudes” que esos “pecados” religiosos.
Una conducta tipificada como
delito por las leyes vigentes en una sociedad laica jamás podrá ser
justificada, ensalzada o promovida por argumentos religiosos de ningún tipo ni
puede ser un atenuante para el delincuente su buena fe a la hora de cometerlo.
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