Dice Aristóteles que todo lo
que el hombre hace lo hace para ser feliz, lo hace en vistas a la felicidad,
que es el mayor bien de todos.
No es que tengamos derecho a
la felicidad (que también) sino que tenemos el deber de ser felices.
Aunque, luego, tengamos
distintos conceptos de “felicidad” y mientras para unos consiste en esto, para
otros consista en otra cosa, pero todos, todos obran/obramos buscando la
felicidad, buscando ser felices.
“Lo mejor, lo más hermoso y
lo más agradable es la felicidad” –nos dice el estagirita en su Ética a
Nicómaco.
La Ética Laica lo afirma
tajantemente y, además, que esa felicidad tiene que ser en esta vida, mientras
estamos en la tierra.
Sin embargo, desde sus
orígenes hasta hoy mismo, las morales religiosas han reprimido esta felicidad
terrena reservando la auténtica felicidad para el más allá, como algo demasiado
“precioso” para ser degustado durante nuestro “peregrinaje” y “destierro”.
Para ellas esta vida no es
una “meta” sino sólo un camino para hacer méritos, para merecer aquella
felicidad ultraterrena y eterna.
Buscar la felicidad aquí
abajo es renunciar a la meta, dicen las morales religiosas.
Más aún, los méritos para
merecer aquella felicidad es, sobre todo, el sacrificio, la mortificación, que
serían como la moneda de cambio para sacar el pasaporte, el billete o la
entrada para disfrutar eternamente (porque la felicidad ultraterrena no es como
la de aquí abajo, temporal, huidiza, inconstante, móvil, imperfecta…aquella es
eterna y total, plena)
¿Quién no va a sacrificar los
años, más o menos, de esta vida para conseguir la vida eterna feliz?
¿Quién no va a hipotecar el
tiempo en aras de la eternidad?
“El ayuno riguroso es
penitencia gratísima a Dios” y “mientras caminamos en esta vida la felicidad
está en el dolor” –afirma la moral del OPUS DEI en “Camino” (la obra por
excelencia de su fundador, el rápidamente “santificado” Escrivá de Balaguer.
Vienen a decir las morales
religiosas, de una u otra forma, que, en
esta vida, “cuanto peor, mejor”.
De aquí las Bienaventuranzas:
“Bienaventurados los pobres…los que tienen hambre y sed…los que lloran…”
¡Con lo fácil que es, pues,
ser “bienaventurado”¡ pero casi nadie (nadie) quiere serlo; todos quieren/queremos
ser ricos, estar bien comidos y bebidos, reírse, bailar, disfrutar, pasarlo
bien, no hipotecar esta vida, sino vivirla a tope,…
Hay que renunciar al concepto
de felicidad terrena, natural, para hacerse digno y meritorio de la felicidad
eterna, sobrenatural, ultraterrena,…
La virtud, entendida no desde
el punto de vista religioso, es el dominio perfecto, excelente, de una
actividad.
Y así podemos decir de
alguien que es un “virtuoso del violín, o del balón, o de la pluma o,…” porque
dominan la práctica de esas actividades.
La virtud, dice Aristóteles,
es “el hábito de obrar bien” (Ara
Malikian, Messi, Cervantes,…son virtuosos por cómo dominan el violín, el balón,
la pluma).
El vicio, en cambio, es “el
habito de obrar mal” (como éste que está escribiendo esto, con dos dedos,
mirando las letras, lentamente, equivocándome a menudo…)
Pero “la virtud religiosa
implica la felicidad tal como es entendida dentro del dogma religioso y se
corresponde con un concepto religioso de felicidad” y que puede llegar a
recomendar la renuncia a la vida sexual (o ser obligatoria para ser sacerdote,
con el voto de castidad) o más peligroso todavía, castigar la carne con el
cilicio (como el Opus Dei), un auténtico masoquismo, una mortificación hiriendo
la carne, pero que es visto como la mejor manera de acercarse a Jesucristo,
imitándolo, porque todos sabemos que fue coronado de espinas, azotado y,
finalmente, crucificado.
Conocí a una joven profesora
de filosofía, que había militado en el Opus Dei y que, al final pudo salir de
él (con lo difícil que ello es por el acoso que sufre el que quiere abandonar o
acaba de abandonarlo para que vuelva).
Me contaba cómo, cuando iba
en autobús a la facultad y veía a un joven atractivo y se le desataba la
imaginación, deseándolo, se bajaba en la próxima estación (aunque no fuera la
suya), sacaba del bolso unas piedrecitas, “picudas”, que siempre llevaba
consigo, se las metía dentro del zapato y así, andando y sufriendo, hasta llegar
a la facultad. Esa era la manera de compensar, moral y religiosamente, el mal
pensamiento que había tenido en el autobús.
¡Hasta dónde llega la
borrachera obsesiva, el paroxismo, como para afirmar: “Un cuarto de hora más de
cilicio por las almas del purgatorio; cinco minutos más por tus padres; otros
cinco minutos por tus hermanos de apostolado! Hasta que cumplas el tiempo que
te señala tu horario” (Camino)
¡Tremendo!.
Si alguien ha visto la
película “Camino”, de Javier Fesser, puede entender lo que es el Opus.
Por supuesto que no todos los
creyentes católicos son del Opus Dei ni piensan, ni actúan, como ellos, en ese
crudo y brutal sadomasoquismo.
A la gran mayoría de
católicos, en su sano juicio, les repugna este tipo de tormentos, pero no hay
que olvidar que la influencia del Opus Dei en la Curia Vaticana es notable.
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