Y no quedaría aquí y así la
cosa, porque deseoso de no quedarse atrás en el celo inquisitorial, el Papa
León XIII, en su encíclica “Libertas”, en 1.888 estableció los males del
liberalismo y del socialismo, epígonos indeseables de la nefasta Ilustración,
señalando que “no es en absoluto lícito invocar, defender y conceder una
híbrida libertad de pensamiento, de prensa, de palabra, de enseñanza o de
culto, como si fuesen otros tantos derechos que la naturaleza ha concedido al
hombre. De hecho, si la naturaleza los hubiera otorgado sería lícito recusar el
dominio de Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna”
Y entramos ya en el siglo XX,
año 1.906, Pío X (“San Pío X”), en su encíclica “Vehementer”, donde fulmina la
ley francesa de la separación Iglesia-Estado y donde puede leerse: “Que sea
necesario separar la Razón
de Estado de la de la Iglesia
es una opinión seguramente falsa y más peligrosa que nunca. Porque limita la
acción del Estado a la sola felicidad terrena, la cual se coloca como meta
principal de la sociedad civil y descuida, abiertamente, como cosa extraña al
Estado la meta última de los ciudadanos que es la beatitud eterna
preestablecida para los hombres más allá de los fines de esta breve vida”
Y así, erre que erre,
machacando lo mismo y teniendo que esperar hasta el Concilio Vaticano II, años
1.962-1.965, convocado por el bonachón Papa Juan XXIII y clausurado por el Papa
Pablo VI, y al decreto “Dignitatis humanae personae” en el que, finalmente se
reconoce la libertad de conciencia como una dimensión de la persona contra la
cual no valen ni la Razón
de Estado ni la razón de la
Iglesia.
“Es una auténtica revolución”
exclamó el entonces cardenal Woytila (posterior Papa Pablo II)
Al final se produjo el parto.
Cuando hablamos de “laicidad”
hablamos del reconocimiento de la autonomía de lo político y civil respecto a
lo religioso, la separación entre la esfera terrenal de aprendizajes, normas y
garantías que todos debemos compartir y el ámbito íntimo (aunque públicamente
exteriorizable a título particular) de las creencias de cada cual.
La liberación, pues, es mutua
porque la política se sacude la tentación teocrática pero también la Iglesia y los fieles dejan
de estar manipulados por gobernantes que
tratan de ponerlos a su servicio, cosa que, desde Napoleón y su Concordato con la
Santa Sede no ha dejado puntualmente de
ocurrir, así como cesan de tener persecuciones contra su culto, tristemente
conocidas en muchos países totalitarios.
Que el Estado se separe de la Iglesia no lleva a hablar
de un “Estado ateo”.
Decir “Estado ateo” es como
decir “Estado geómetra” o “Estado melancólico”.
El Estado es la forma de organizarse
una sociedad y nada tiene que temer la Iglesia de que el Estado se inmiscuya en
cuestiones estrictamente religiosas para prohibirlas o para hostigar a los
creyentes.
La laicidad de un Estado
excluye tales posibles comportamientos pero tampoco va a someter sus leyes a
los dictados de la Conferencia
Episcopal.
La laicidad es, precisamente,
la garantía de la libertad religiosa y todo creyente debería estar a favor y
apoyarla (ya no hará falta entrar bajo palio a la iglesia porque, si no quiere,
el gobernante, si no es creyente, no está obligado ni tiene por qué entrar en
ella para actos o cultos religiosos)
Hay españoles que apenas oír
las palabras “laico” o “laicidad” dan un brinco y se ponen a la defensiva y
recurrirán a la palabra que aparece en la Constitución , “no
confesional” que, según lo interpretan algunos, es una Estado que no tiene una
única devoción religiosa, sino que tiene muchas, todas las que le pidan. Es
multiconfesional, partidario de una especie de teocracia politeísta, que apoya
y favorece las creencias estadísticamente más representadas entre su población
o más combativas en la calle.
De modo que sostendrá en la
escuela pública todo tipo de catecismos y santificará institucionalmente todas
las fiestas de iglesias surtidas.
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