Solemos emplear el término
“problema” demasiadas veces y demasiado a la primera.
Un auténtico “problema” lleva
implícita su solución, sólo hace falta encontrar y dar con el método adecuado.
Un “problema” es una meta
provisional que nos proponemos, o proponemos a otros, para que lleguen a ella
sabiendo que sólo se llega a ella por el método (meta-odos), por el “camino”
adecuado.
Si un problema no tiene
solución, no es un problema, sino un “pseudo-problema” o un “misterio”
Si el primero no llega a la
categoría de problema el segundo lo supera porque pertenece a otro orden
superior.
Cuando decimos “el problema
de la inmortalidad” o tiene solución y sólo nos falta encontrar y usar el
método adecuado o es un “pseudo- problema” o es un “misterio”.
Cuando decimos “los problemas
de la Filosofía ”
(así se titula el libro que tengo en la tercera balda de la segunda estantería
de mi despacho, y cuyo autor es Bertrand Russell) comprobamos que siguen
planteándose una y otra vez a lo largo de la historia por todos los filósofos y
cada uno le da “una” respuesta, que es “su” respuesta pero que el anterior
filósofo, como el siguiente no estaba/no estará de acuerdo con ella y cada uno
dará, de nuevo, “su” respuesta.
Y, así, sucesivamente, siguen
y siguen y siguen apareciendo y planteándose una y otra vez.
¿Qué les pasa a los
“problemas filosóficos” que se rebelan a tener solución y que siempre son, y
siguen siendo unos “problemas problemáticos”?
Vemos las diversas respuestas
que se les dan, nos gustan, son interesantes, pero no nos satisfacen del todo
jamás, porque en cuanto llegue el siguiente filósofo y dé su respuesta…
Por ejemplo: la inmortalidad
o la muerte (entre otros)
¿A ver si no son “problemas”
y son sólo “preocupaciones que nos preocupan”?
El problema, entonces, sería
preguntarse; “¿de dónde nos vienen esas inquietudes que tanto nos preocupan y
con tanta insistencia”?
Ante la muerte, ante ese
cadáver, todos se preguntan (nos preguntamos) ¿por qué tenemos que morir?
Aunque uno ve, como algo
natural que la gente se muera.
Lo que ya no se ve con tanta
naturalidad es la propia muerte, la de cada uno.
Vemos, como algo natural, y
lo celebramos, la venida al mundo de un niño, el nacimiento, sin embargo la
muerte la vemos como una agresión a la vida que se nos arrebata sin un porqué
convincente.
¿Por qué tengo yo que morir y
no seguir viviendo como ahora estoy haciéndolo?
Y todos sabemos que
moriremos, como siempre ha sido, pero somos incapaces de reconciliarnos con la
segura muerte que nos llegará, aún sin quererla y sin ayudarla a que venga.
Yo me he preguntado y dejado
por escrito la pregunta ante una catástrofe natural (un tsunami, un terremoto,
una guerra, un avión que se estrella o cae al mar,…: “¿Dónde estabas, Dios,
cuando eso ocurría, siendo Tú, Omnipotente y Bueno, habiendo podido evitarlo y,
seguro, no podías quererlo”?
Como si esas catástrofes
hubieran ocurrido por una negligencia divina y no por un fenómeno natural, o
una negligencia humana, o por un fallo mecánico.
¿Por qué metemos a Dios en
todos estos líos? Por eso, a menudo, desconfiamos de Él y nos alejamos, como si
Él fuera el culpable de estos desaguisados.
Pero, cuando la vida ha
abandonado a una persona, algo hay que hacer con el cadáver, cuya presencia se
nos muestra embarazosa, acusadora, desagradable.
Sabemos que ya es un residuo,
humano, pero residuo y con los residuos siempre hacemos algo, no los dejamos
ahí, a la vista.
Mostramos con él respeto y
afecto, pero tiene que desaparecer de nuestra vista, queremos y tenemos que
asegurarnos que desaparece de escena y que ya es imposible su indeseable
retorno.
Nadie quiere volver a tener
ante él el cadáver que va a ir descomponiéndose.
Definimos, con Aristóteles,
al hombre como “animal racional” pero Unamuno daba de él otra definición que
nos viene al caso: “el hombre es el animal guardamuertos” (podemos comprobarlo
hasta en la Prehistoria )
El antropólogo Pascal Boyer,
en su libro: “Y el hombre creó a los dioses” explica que las creencias religiosas y los
comportamientos religiosos no son un misterio insondable y tienen una
explicación: todo se debe a la manera como funciona nuestro cerebro.
Como resultado de la
evolución, nuestro cerebro tiene la capacidad para adquirir cierto tipo de
ideas religiosas, en especial con la muerte, la moral y los ritos.
La fuerza de estas ideas es
tal que lleva a los hombres a entregarse a ellas y, en casos extremos, a la
intolerancia y el fanatismo.
En dicha obra, y con cierto
humor, dice: “los muertos, como las legumbres, pueden ser conservados en salmuera
o en vinagre. También se les puede abandonar a las bestias feroces, quemarlos
como a basura o enterrarlos como un tesoro.
Del embalsamamiento (para que permanezca) hasta la cremación (para que
desaparezca) toda suerte de técnicas son utilizadas, pero lo esencial es “que
algo hay que hacer con los cadáveres”
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