viernes, 30 de noviembre de 2018

PALABRAS DE UN AGNÓSTICO (18)



Comparar, pues, inteligencia, la voluntad, el amor, el poder,… los atributos divinos con los humanos “no sólo no puede ser, sino que, además, es imposible” como dice el adagio.

El bacilo de la tuberculosis o el fuego devastador, en sí mismos, no son ni buenos ni malos, simplemente son, existen y si los denominamos y los calificamos como “malos” es porque nos perjudican, nada más que por eso.

Sacando las consecuencias de ese “Deus, sive substantia, sive natura” y nosotros somos “substantia y natura”, para todo hombre cualquier hombre, cualquier otro, es algo sagrado.
La consecuencia de ese aserto spinoziano es vivir según nuestra naturaleza, según lo que somos, vivir racionalmente, sin odio, sin envidia, sin…
Si somos “natura”, si somos “substantia”, también somos “Deus”.

“Panteísmo” = “todo es divino”, “todo es Dios”.

Pero ese Dios como “concepto” y no como “persona” en poco o en nada puede servir de consolación al pobre hombre mortal y doliente.

Se preguntan los ateos si Dios no será esa prótesis ficticia de nuestra contingencia, la añorada compensación de las deficiencias humanas y/o de la humana frustración.

¿Dónde está, entonces, el Dios como “persona”? ¿Dónde los rasgos humanos/humanizadotes de ese Dios? ¿Y cómo atacar, racionalmente, a esa divinidad impersonal?

Queda desdibujada la imagen de ese Dios impersonal con atributos tan contradictorios como Omnipotencia + Bondad +Voluntad + Creador del mundo y, sin embargo un mundo no sólo imperfecto sino lleno de dolorosas catástrofes siendo la principal la libertad humana que, debido a la imperfección del hombre, tendrá que hacerse cargo y responsabilizarse de los males de la humanidad que, pudiendo, realmente, ir bien, funcionar bien, va a hacerlo mal.

Y si a ese Dios, tan contradictorio, queda conectado el místico, en ese arrebato vivencial cabe todo, pero nada queda concretado.

Si le preguntamos a un creyente de Dios, sobre Dios, y por qué cree en Él estando el mundo como está nos responderá, amigablemente: “hombre yo creo que hay Algo….”.
Y yo, agnóstico, incluso un ateo, responderá que él (y yo) también creemos que hay Algo y que, en eso, estamos todos de acuerdo, incluidos los no creyentes.
La pregunta, y el problema, es si hay Alguien.

En ese panteísmo de Spinoza aquí estamos los humanos, con las montañas y los ríos, los tomates y las manzanas, las amebas y los perros, que también son “natura”, “substancias” y, por lo tanto, “Deus”.

¿Cuáles son los méritos, cual es el valor de ese “Deus” disuelto en lo creado, para el mortal doliente que busca consuelo religioso?

A lo largo y ancho de toda la historia de la humanidad ha habido, siempre, pensamiento religioso por razones cognitivas (sobre todo) en contextos prácticos.
Fenómenos como el nacimiento o la muerte, la sequía o la riada, el calor y el frío cambiante a lo largo del año, la cosecha, la enfermedad, el dolor, el sol diurno y la  luna nocturna, las estrellas (y no digamos los eclipses)… han despertado preguntas que piden, que exigen, respuestas, y ante la imposibilidad de darlas ateniéndose a los sentidos, que constatan, y la razón, que los explica, dan el salto a la creencia y dar respuestas sobrenaturales a fenómenos naturales inexplicables.

Es como creer en la magia de ese coche que corre a gran velocidad por la carretera y, todo, porque desconocemos que tenga un motor y cómo funciona.

Me contaba mi abuela que el día que iba a pasar un coche por la carretera Salamanca-Valladolid, a unos 5 kilómetros de mi pueblo, casi toda la gente se desplazó a la carretera y su admiración era que nada ni nadie lo empujaba ni nada ni nadie tiraba de él, que corría solo y eso era un milagro.
Es muy normal llamar milagro a lo desconocido.

La razón, la ciencia, puede explicarnos el funcionamiento del coche o el porqué de la enfermedad, pero poco consuelo produce en el creyente si la curación no llega.

La ciencia podrá explicar, la filosofía comprender, pero no proporcionar falsas esperanzas de un rescate personal, ininteligible, pero que anhelamos por el miedo irracional ante la inexplicable muerte.
La Filosofía nada de consuelo o remedio salvador puede proporcionar, como la fe religiosa ante el trance de la muerte, porque del más allá nada puede decir la razón, tampoco la fe, pero ésta causa la creencia en el más allá y qué méritos son los necesarios para sacarse el billete que abra las puertas del cielo cuyas llaves las tiene San Pedro.

El sabio puede comprender que, al final todo está perdido y acepta la perdición, pero no el creyente, que quiere algo más, que quiere escapar a esa perdición.

¿Qué le importa al creyente las contradicciones de ese Dios si lo que él desea es no perderse, definitivamente, tragado por el océano de la nada?

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