Comparar, pues, inteligencia,
la voluntad, el amor, el poder,… los atributos divinos con los humanos “no sólo
no puede ser, sino que, además, es imposible” como dice el adagio.
El bacilo de la tuberculosis
o el fuego devastador, en sí mismos, no son ni buenos ni malos, simplemente
son, existen y si los denominamos y los calificamos como “malos” es porque nos
perjudican, nada más que por eso.
Sacando las consecuencias de
ese “Deus, sive substantia, sive natura” y nosotros somos “substantia y
natura”, para todo hombre cualquier hombre, cualquier otro, es algo sagrado.
La consecuencia de ese aserto
spinoziano es vivir según nuestra naturaleza, según lo que somos, vivir
racionalmente, sin odio, sin envidia, sin…
Si somos “natura”, si somos
“substantia”, también somos “Deus”.
“Panteísmo” = “todo es
divino”, “todo es Dios”.
Pero ese Dios como “concepto”
y no como “persona” en poco o en nada puede servir de consolación al pobre
hombre mortal y doliente.
Se preguntan los ateos si
Dios no será esa prótesis ficticia de nuestra contingencia, la añorada
compensación de las deficiencias humanas y/o de la humana frustración.
¿Dónde está, entonces, el
Dios como “persona”? ¿Dónde los rasgos humanos/humanizadotes de ese Dios? ¿Y
cómo atacar, racionalmente, a esa divinidad impersonal?
Queda desdibujada la imagen
de ese Dios impersonal con atributos tan contradictorios como Omnipotencia +
Bondad +Voluntad + Creador del mundo y, sin embargo un mundo no sólo imperfecto
sino lleno de dolorosas catástrofes siendo la principal la libertad humana que,
debido a la imperfección del hombre, tendrá que hacerse cargo y
responsabilizarse de los males de la humanidad que, pudiendo, realmente, ir
bien, funcionar bien, va a hacerlo mal.
Y si a ese Dios, tan
contradictorio, queda conectado el místico, en ese arrebato vivencial cabe
todo, pero nada queda concretado.
Si le preguntamos a un creyente
de Dios, sobre Dios, y por qué cree en Él estando el mundo como está nos
responderá, amigablemente: “hombre yo creo que hay Algo….”.
Y yo, agnóstico, incluso un
ateo, responderá que él (y yo) también creemos que hay Algo y que, en eso,
estamos todos de acuerdo, incluidos los no creyentes.
La pregunta, y el problema,
es si hay Alguien.
En ese panteísmo de Spinoza
aquí estamos los humanos, con las montañas y los ríos, los tomates y las
manzanas, las amebas y los perros, que también son “natura”, “substancias” y,
por lo tanto, “Deus”.
¿Cuáles son los méritos, cual
es el valor de ese “Deus” disuelto en lo creado, para el mortal doliente que
busca consuelo religioso?
A lo largo y ancho de toda la
historia de la humanidad ha habido, siempre, pensamiento religioso por razones
cognitivas (sobre todo) en contextos prácticos.
Fenómenos como el nacimiento
o la muerte, la sequía o la riada, el calor y el frío cambiante a lo largo del
año, la cosecha, la enfermedad, el dolor, el sol diurno y la luna nocturna, las estrellas (y no digamos
los eclipses)… han despertado preguntas que piden, que exigen, respuestas, y
ante la imposibilidad de darlas ateniéndose a los sentidos, que constatan, y la
razón, que los explica, dan el salto a la creencia y dar respuestas sobrenaturales
a fenómenos naturales inexplicables.
Es como creer en la magia de
ese coche que corre a gran velocidad por la carretera y, todo, porque
desconocemos que tenga un motor y cómo funciona.
Me contaba mi abuela que el día
que iba a pasar un coche por la carretera Salamanca-Valladolid, a unos 5 kilómetros de mi
pueblo, casi toda la gente se desplazó a la carretera y su admiración era que
nada ni nadie lo empujaba ni nada ni nadie tiraba de él, que corría solo y eso
era un milagro.
Es muy normal llamar milagro
a lo desconocido.
La razón, la ciencia, puede
explicarnos el funcionamiento del coche o el porqué de la enfermedad, pero poco
consuelo produce en el creyente si la curación no llega.
La ciencia podrá explicar, la
filosofía comprender, pero no proporcionar falsas esperanzas de un rescate
personal, ininteligible, pero que anhelamos por el miedo irracional ante la
inexplicable muerte.
El sabio puede comprender
que, al final todo está perdido y acepta la perdición, pero no el creyente, que
quiere algo más, que quiere escapar a esa perdición.
¿Qué le importa al creyente
las contradicciones de ese Dios si lo que él desea es no perderse,
definitivamente, tragado por el océano de la nada?
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