miércoles, 21 de noviembre de 2018

PALABRAS DE UN AGNÓSTICO (12)



Una vida eterna sería una vida sin sentido.

Mientras mi alma esté unida a mi cuerpo la vida tiene sentido, pero si al morir, mi alma se separa de mi cuerpo, esa mi alma no soy yo, porque yo soy un “cuerpo animado” o un “alma corporeizada” pero en un mismo kit, yo soy ese compuesto, cuando se separen las partes yo no soy ninguna de esas partes, una se queda aquí, “alimento de gusanos”, polvo,… y la otra ¿qué forma de vida será la suya? (porque ella no soy yo).

Mientras ambas partes estén unidas vivimos en el tiempo, con el tiempo, para el tiempo, contra el tiempo,…
Al cuerpo le corresponde la transitoriedad, el discurrir, la contingencia, la necesidad,…al alma, lo contrario, la inmortalidad, la eternidad.
Pero si el alma es inmortal es porque el hombre es mortal y continuará eternamente, bienaventurada o desgraciada, según los méritos o deméritos contraídos mientras estaba unida al cuerpo.

Lo que inmortaliza al alma es la mortalidad del cuerpo, es cuando ella se echa a volar, cuando el cuerpo echa el pie a tierra para siempre.

¿No será el alma el deseo de inmortalidad del cuerpo mortal?

Si no fuese porque somos mortales ¿existirían creencias religiosas?

De las varias (al menos seis) funciones en otro tiempo atribuidas a la religión todas han sido superadas: para el origen del universo ya no es necesaria la religión, ni Dios, igual que para explicar el origen de la vida, del hombre, de cada uno de nosotros; tampoco como argamasa, vínculo, de la sociedad y para confortarnos ante la muerte, tampoco.

El ansia de inmortalidad es el motivo esencial de los dogmas religiosos.
Si creemos en la resurrección de los cuerpos el día del juicio final es porque lo deseamos, porque lo queremos, porque nos interesa, y mucho, resucitar y ser inmortales.

La primera obra de L. Feuerbach lleva por título: “Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad” y viene a decir que si cada uno de nosotros somos un todo (cuerpo-animado o alma-corporeizada) cuando ese todo desaparece (cuando morimos y el cuerpo deja de estar animado, vivo) ya no somos nosotros, también nosotros desaparecemos.

La estrategia del Cristianismo, en este sentido, fue genial: no morimos, “vita mutatur, non tollitur” (la vida cambia, no desaparece, no se te quita) y cambia a mejor, a la inmortalidad, a la eternidad.
¿Quién, sensato, no se apunta a ello?                                                                                      

Se le atribuye a Arquímedes la sentencia: “dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”
Según Feuerbach el punto de apoyo para la creencia religiosa es el cumplimiento compensatorio de los deseos humanos, sobre todo el de inmortalidad de cada uno de los hombres, que se consideran mortales.
¿Hay quién dé más?

Es mucho lo que ganar y casi nada lo que perder (la apuesta de B. Pascal) ¿por qué, pues, no creer?

Habría que considerar a Feuerbach como el Darwin de la antropología de la religión.

Dice Feuerbach: “Un Dios es, esencialmente, un ser que satisface los deseos de los hombres….sobre todo el deseo de no morir, de vivir eternamente; éste es el más alto, el sumo, el principal deseo del hombre (mortal), el deseo de todos los deseos….porque un Dios que no supera la muerte, no es dios, al menos no es un verdadero dios, lo que corresponde con el concepto de dios…. En la práctica, en la verdad, la fe en la inmortalidad es la base de la fe en Dios. El hombre no cree en la inmortalidad porque cree en Dios, sino que cree en Dios porque cree en la inmortalidad…aparentemente lo primero es Dios, la divinidad (creer en Dios), lo segundo la inmortalidad (creer en la inmortalidad), pero en verdad es al revés, primero es la inmortalidad y en segundo lugar es la divinidad”

Si se cree en la inmortalidad es porque ello es interesante e interesa creer en ella, para satisfacer el máximo deseo de cualquier mortal.

Las demás funciones de la religión han ido perdiendo consistencia al explicarse de manera natural o científica, pero la oferta de la inmortalidad es la que garantiza una cuota importante de interés popular.

No hay mejor producto a ofertar, en el mercado de ideas y creencias, que la vida eterna, que siempre será el más sólido fundamento pragmático de la fe.

Se dice, normalmente, que “nadie es ateo en su lecho de muerte”, “que, finalmente, solicitó la confesión”, “que se convirtió “in articulo mortis”.

Si llamamos “vida” a nuestra vida en la tierra, con nuestros cuerpos, ¿puede uno imaginarse cómo será esa vida superterrestre, esa vida perdurable de ultratumba?
¿Puede uno imaginarse una vida sin su cuerpo, sin sus circunstancias?

“Y resucitaréis con vuestro mismo cuerpo…”
Pero ¿para qué necesitaremos, de qué nos servirá, ese cuerpo si él ya no necesitará ningún mecanismo orgánico ni necesitará seguir los requerimientos del instinto de conservación, puesto que ya es eterno?

Habrá que renunciar a los placeres de la carne y de la vida, al paseo y a la brisa marina, al disfrute de ver salir el sol por el mar o por la montaña cuando asoma pero todavía no está despierto para darme su luz, los abrazos y los besos a quienes amamos y nos aman, a esa cerveza en la playa mientras contemplo al niño con su pala, su rastrillo y su cubo queriendo agotar el mar en su agujero en la arena, al placer de la mirada puesta en esa muchacha escultural y de andar desafiante, a respirar el olor a hierba recién cortada, a cerrar los ojos y oler el jazmín y la dama de noche de mi terraza, a esa copa de vino con los amigos mientras, con la conversación, destruimos y reconstruimos un mundo mejor, al placer de leer y de escribir…
A todo eso tendré que renunciar, cuando lo que a mí me apetecería sería seguir con todos esos placeres, con los años que tengo, con el lugar en que estoy, con las personas que me rodean y con las que me rodeo,…

¿Acaso la felicidad eterna de ultratumba va a superar el listón de todos éstos, y más, de mis placeres terrenos?

No deseo la inmortalidad si no es con todos estos deleites, deseo la mortalidad permanente y con todos ellos y más.

No. No me gusta ese cielo prometido en el que ya no pueda pasear, ni leer, ni escribir, ni charlar, ni comunicarme, ni oír chistes o historietas graciosas, ni poder jugar con mis nietos al escondite,…

Yo no sé si lo que nos cuentan los administradores del más allá contribuye a proporcionarnos serenidad o, por el contrario,  a aumentar el pánico.

Lo que tememos los mortales no es el castigo (¿por qué y cómo?) sino la perdición, la anulación, el que nadie vuelva ya a ocuparse de nosotros.

Dios, si existe, no puede ser un administrativo en cuyo libro de cuentas vaya registrando nuestras acciones.
Dios, si existe, no puede ser un revanchista puntilloso (¡ahora te vas a enterar¡)

Estoy en honda con el desaparecido, tiempo ha, Tierno Galván, que se consideraba marxista, pero no ateo, siempre respetuoso con los creyentes, y que, confesándose agnóstico (“el agnóstico no niega, simplemente, no entiende, no puede entender, racionalmente, los problemas que plantea la fe” pero que reverencia a las personas que creen en Dios, porque una fe auténtica, profunda, sólida, es un hecho inaudito, extraordinario” y sentenciaba: “Dios no puede abandonar a un buen marxista”.

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