Una cosa son las funciones
que las religiones pueden desempeñar en la cohesión de un grupo o de una
sociedad (quizá el origen de las religiones) legitimando el orden social
establecido, los deberes a cumplir, los tabúes, la interpretación del mundo y
de la vida,…y otra cosa es las razones por las que muchas personas,
individualmente, creen esas doctrinas religiosas y reconocen la autoridad del
clérigo que las administra y se convierte en necesaria su labor de pastoreo.
En general, la gente acata la
religión mayoritaria por puro mímetismo social (o la religión que se vive y se
practica en el ámbito familiar).
En general, y en
circunstancias normales, la gente canta, reza, hace, piensa, practica,
venera…lo que la mayoría canta, reza, hace, piensa, practica, venera,…
Actualmente, sin embargo, las
sociedades ya no son tan uniformes como antes, sino más heterogéneas y hay
otras ofertas de creencias y prácticas, pudiendo el sujeto optar
voluntariamente por una distinta a la mayoritaria.
¿No serán los deseos humanos
el fundamento personal de las creencias?
¿No será que “creo en eso
porque deseo que eso exista?.
Y es, otra vez, la “falacia
conativa” de G. Puente Ojea.
¿A quién no le apetece ser
beneficiario de uno o varios milagros?
Pero el milagro no es mágico.
La magia requiere ciertos gestos o conjuros a partir de los cuales, de forma
automática e impersonal, ocurre el efecto, porque la magia no es sino una
variante insólita de la acostumbrada necesidad causal….pero el milagro no, el
milagro proviene de una voluntad que nos distingue con su favor, a nosotros,
porque el milagro viene personalizado, con nombre y apellidos, como los
milagros que un muerto necesita para ser elevado a los altares y que se ha
producido en esta persona X porque, personalmente, lo ha pedido con una fe
profunda y, personalmente, le ha sido concedido.
Y uno de los deseos que todos
albergamos es el de la derrota, el castigo, la humillación,… de esa persona
que…o de ese pueblo que…
Aunque el deseo fundamental
que todos tenemos es el de no morir, porque somos conscientes de que somos
mortales.
Me pregunto si podríamos
querer otra cosa si fuésemos inmortales.
Sabernos mortales es sabernos
abocados a la perdición.
Que sí, que sabemos y somos
conscientes de que llegará nuestro final, pero al no saber el cómo y el cuándo
deseamos que se retrase todo lo más posible porque, al final, al morir, nadie
va a volver a recogernos.
Excepto Dios, que siempre
aparece, aunque sea en el horizonte, como la solución a lo que ya no tendría solución
y para Él seguiremos siendo alguien, y para toda la eternidad.
¿Alguien puede superar la
apuesta? –es Pascal el que habla y nos informa de lo poco que podemos perder
si, al final, Dios no existiera y lo mucho que podemos ganar (la eternidad) si
existe.
¿Por qué no apostar, si es
poco lo que puedes perder (unos años de vida, y no del todo, totalmente,
felices ) y es tanto lo que puedes ganar (la felicidad eterna)?
Si la vida es rara es porque
un día nos morimos, siendo conscientes, mientras vivimos, de que dejaremos de
vivir.
El animal, como no es
consciente de su segura muerte vive “como agua en el agua” –en palabras de
Bataille, pero nosotros no. Nosotros notamos la distancia entre esta vida que
vivimos y esa muerte que está ahí, sin saber donde, y siempre esperando a
hacerse presente sin haber sido invitada.
Morirse es perderse, y para
siempre, y eso es lo que nos extraña y no queremos, porque no creemos
merecerlo.
El gran éxito del
Cristianismo es su oferta: “vita mutatur, non tollitur” (“la vida cambia, no
acaba, no termina”) de que seguiremos siendo un “alguien” ante Dios, en este
caso, y por toda la eternidad y no un algo, un poco de ripio o polvo que
desaparece comido por el tiempo.
¿Cómo puede desecharse esta
oferta, si ella es nuestra salvación, nuestro triunfo sobre la muerte
arrebatadora de la vida?
Todos sabemos lo que es el
“efecto placebo”
¿Puede ser la religión,
también, un “efecto placebo”?
Porque la promesa religiosa
es un lenitivo para el padecimiento anticipado de nuestra perdición mortal como
lo es para el que va buscando ausentar el dolor corporal.
En vista de ese beneficio
anestésico el enfermo recurre a su médico, administrador del remedio curativo,
y el creyente a su clérigo, administrador del remedio teológico, para que le
diga qué tiene que hacer, cómo tiene que comportarse para no morir del todo cuando
aquí se muera.
Y si creíamos que la creencia
religiosa desaparecería cuando supiéramos y conociéramos más y mejor, al
considerarla sólo como efecto de la ignorancia, los atentados tan recientes de
los nuevos fanáticos de la tercera religión del libro, estábamos muy
equivocados, no dependen tanto de lo que sabemos y pensamos, o de la ignorancia,
como de los deseos, de la apetencia de salvación eterna y feliz de los otros.
Estoy acostumbrado a oír los
sermones desde los púlpitos llamándonos “ciegos” a los que queremos ver con la
razón lo que ellos dicen ver, clarísimamente, con la fe.
Si la “voluntad de creer”
surge de flaquezas y angustias humana sobradamente comprensibles que nadie
puede ni debe condenar con arrogancia, la incredulidad proviene del esfuerzo
por conseguir una veracidad sin engaños y una fraternidad humana son remedios
transcendentes, lo que me parece más respetable pues se hace por amor a los
hombres y no por amor a Dios y para hacerse merecedores de superiores favores.
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