martes, 13 de noviembre de 2018

PALABRAS DE UN AGNÓSTICO (7)



Una cosa son las funciones que las religiones pueden desempeñar en la cohesión de un grupo o de una sociedad (quizá el origen de las religiones) legitimando el orden social establecido, los deberes a cumplir, los tabúes, la interpretación del mundo y de la vida,…y otra cosa es las razones por las que muchas personas, individualmente, creen esas doctrinas religiosas y reconocen la autoridad del clérigo que las administra y se convierte en necesaria su labor de pastoreo.

En general, la gente acata la religión mayoritaria por puro mímetismo social (o la religión que se vive y se practica en el ámbito familiar).
En general, y en circunstancias normales, la gente canta, reza, hace, piensa, practica, venera…lo que la mayoría canta, reza, hace, piensa, practica, venera,…

Actualmente, sin embargo, las sociedades ya no son tan uniformes como antes, sino más heterogéneas y hay otras ofertas de creencias y prácticas, pudiendo el sujeto optar voluntariamente por una distinta a la mayoritaria.

¿No serán los deseos humanos el fundamento personal de las creencias?
¿No será que “creo en eso porque deseo que eso exista?.
Y es, otra vez, la “falacia conativa” de G. Puente Ojea.

¿A quién no le apetece ser beneficiario de uno o varios milagros?
Pero el milagro no es mágico. La magia requiere ciertos gestos o conjuros a partir de los cuales, de forma automática e impersonal, ocurre el efecto, porque la magia no es sino una variante insólita de la acostumbrada necesidad causal….pero el milagro no, el milagro proviene de una voluntad que nos distingue con su favor, a nosotros, porque el milagro viene personalizado, con nombre y apellidos, como los milagros que un muerto necesita para ser elevado a los altares y que se ha producido en esta persona X porque, personalmente, lo ha pedido con una fe profunda y, personalmente, le ha sido concedido.

Y uno de los deseos que todos albergamos es el de la derrota, el castigo, la humillación,… de esa persona que…o de ese pueblo que…
Aunque el deseo fundamental que todos tenemos es el de no morir, porque somos conscientes de que somos mortales.
Me pregunto si podríamos querer otra cosa si fuésemos inmortales.

Sabernos mortales es sabernos abocados a la perdición.
Que sí, que sabemos y somos conscientes de que llegará nuestro final, pero al no saber el cómo y el cuándo deseamos que se retrase todo lo más posible porque, al final, al morir, nadie va a volver a recogernos.
Excepto Dios, que siempre aparece, aunque sea en el horizonte, como la solución a lo que ya no tendría solución y para Él seguiremos siendo alguien, y para toda la eternidad.

¿Alguien puede superar la apuesta? –es Pascal el que habla y nos informa de lo poco que podemos perder si, al final, Dios no existiera y lo mucho que podemos ganar (la eternidad) si existe.
¿Por qué no apostar, si es poco lo que puedes perder (unos años de vida, y no del todo, totalmente, felices ) y es tanto lo que puedes ganar (la felicidad eterna)?

Si la vida es rara es porque un día nos morimos, siendo conscientes, mientras vivimos, de que dejaremos de vivir.
El animal, como no es consciente de su segura muerte vive “como agua en el agua” –en palabras de Bataille, pero nosotros no. Nosotros notamos la distancia entre esta vida que vivimos y esa muerte que está ahí, sin saber donde, y siempre esperando a hacerse presente sin haber sido invitada.

Morirse es perderse, y para siempre, y eso es lo que nos extraña y no queremos, porque no creemos merecerlo.

El gran éxito del Cristianismo es su oferta: “vita mutatur, non tollitur” (“la vida cambia, no acaba, no termina”) de que seguiremos siendo un “alguien” ante Dios, en este caso, y por toda la eternidad y no un algo, un poco de ripio o polvo que desaparece comido por el tiempo.
¿Cómo puede desecharse esta oferta, si ella es nuestra salvación, nuestro triunfo sobre la muerte arrebatadora de la vida?

Todos sabemos lo que es el “efecto placebo”
¿Puede ser la religión, también, un “efecto placebo”?
Porque la promesa religiosa es un lenitivo para el padecimiento anticipado de nuestra perdición mortal como lo es para el que va buscando ausentar el dolor corporal.

En vista de ese beneficio anestésico el enfermo recurre a su médico, administrador del remedio curativo, y el creyente a su clérigo, administrador del remedio teológico, para que le diga qué tiene que hacer, cómo tiene que comportarse para no morir del todo cuando aquí se muera.

Y si creíamos que la creencia religiosa desaparecería cuando supiéramos y conociéramos más y mejor, al considerarla sólo como efecto de la ignorancia, los atentados tan recientes de los nuevos fanáticos de la tercera religión del libro, estábamos muy equivocados, no dependen tanto de lo que sabemos y pensamos, o de la ignorancia, como de los deseos, de la apetencia de salvación eterna y feliz de los otros.

Estoy acostumbrado a oír los sermones desde los púlpitos llamándonos “ciegos” a los que queremos ver con la razón lo que ellos dicen ver, clarísimamente, con la fe.

Si la “voluntad de creer” surge de flaquezas y angustias humana sobradamente comprensibles que nadie puede ni debe condenar con arrogancia, la incredulidad proviene del esfuerzo por conseguir una veracidad sin engaños y una fraternidad humana son remedios transcendentes, lo que me parece más respetable pues se hace por amor a los hombres y no por amor a Dios y para hacerse merecedores de superiores favores.








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