Dudar de todo es imposible.
Sería como hacer el vacío absoluto.
Hasta Descartes, al
intentarlo, concluyó que no podía dudar de que dudaba, por lo que llegaba a
algo indubitable, a algo cierto.
No creer en nada es
imposible.
Cuando caminando por la acera
cruzo la calle “creo” que la calle no va a hundirse y voy a caer al precipicio,
como cuando, sediento, me acerco a una fuente a beber, “creo” que va a
quitárseme la sed y “creo” que esto que estoy escribiendo podré sacarlo a la luz
en la impresora.
Sea en la materia que sea,
siempre se cree en algo.
Pero hay creencia que pueden
ser verificadas o falsadas (yo, que nunca he estado en Alaska, “creo” que está
allí donde me aparece en el mapa y “creo” que si tomo un avión puedo verificar
mi creencia).
Igualmente con la
“falsación”. “creo” que es falso que si reparto este trozo de pan entre tres
personas le toque la mitad a cada una de ellas.
Pero hay otro tipo de
“creencias” que ni pueden ser “verificadas” ni “falsadas”.
Estoy refiriéndome a las
“creencias religiosas” que nos hablan de la vida tras la muerte, del cielo y
del infierno, del juicio final, de los premios y castigos eternos tras la
muerte, de la resurrección de los muertos,…
No hace mucho, en el metro de
Madrid, un predicador comenzó a soltarnos su sermón sobre el arrepentimiento
porque, de lo contrario, nos condenaríamos, eternamente, en el infierno,
etc…etc…etc…
Educadamente le pedí que
dejara de molestarme (molestarnos) con su creencia, porque esa era “su”
creencia, contra la que yo nada tenía, pero que se la guardara para su vida
privada o que la expusiera en los espacios religiosos a quienes,
voluntariamente, quisieran escucharla, a sus fieles creyentes.
Sólo la llegada a la
siguiente estación dejó de herir mis oídos, saliendo del vagón, para meterse en
el siguiente y continuar su “misión”.
En el metro ocurren cosas.
Otro día, una persona mayor,
bien vestida y calzando zapatos relucientes, criticaba a una joven que estaba
sentada, diciéndole la poca educación que tenía por no levantarse para que él
se sentara (poco antes, a una mujer embarazada, le había ofrecido su asiento
pero hubo varias ofertas y se sentó en otro) y lo increpé diciéndole si él
“sabía” si esta joven no venía del trabajo, tras varias horas, de pie, en una tienda
o tras la barra de un bar, con las piernas cansadas e hinchadas, mientras él,
jubilado, venía de ver obras del centro de Madrid, totalmente relajado,
descansado,…
Cuando el hombre se bajó, la
joven me dio las gracias preguntándome si la había visto sirviendo de camarera
en un bar de la Gran Vía.
Soy un impenitente visitador
de iglesias que se cruzan en mi caminar y cuando coincido con el sermón del
cura, y ya por hábito, me siento a escuchar su discurso hueco, de significantes
sin significado, monótono y reiterativo, sea la iglesia que sea, en la ciudad
que sea.
No hay discurso tan sin
significado real como los monólogos de los sacerdotes.
“Dios te ama”, “ofrécele tus
sacrificios, tu enfermedad, para salvación de los hombres”, “en el corazón de
Dios cabemos todos”, “que se hizo hombre para redimirnos”…
Como cuenta Savater de aquel
orador del avión: “sabía del todo lo que sabía, pero también sabía lo que nadie
sabía del todo. ¡Menudo pájaro¡”
¡Qué seguridad en el decir y
en lo que dice¡ - como si el lenguaje de lo etéreo pudiera compararse con el
lenguaje natural.
El predicador lo ve todo tan
claro (siendo todo tan oscuro) que hasta se extraña de que los demás mortales
estemos ciegos para ver lo que él ve.
¿Quién le ha dicho a ese
predicador, del metro o del avión, todo lo que está soltando por la boca (“que
el cuerpo es sólo el caparazón de nuestra alma”, “que el cerebro lo graba todo
a lo largo de la vida y, cuando llega al final, en el último momento, rebobina,
y nos pasa la película al revés, pero que, para entonces ya no habrá forma de
cambiar lo grabado así que…”
Pero ¿qué pruebas tiene de
todo lo que dice?. ¿Es que tiene línea directa con Dios?....
Los seres humanos mentimos
con la misma facilidad con la que respiramos, por nuestro bien, por el bien de
nuestros hijos, para evitar un castigo, para conseguir un premio o un favor,…
La mentira es un auténtico
universal humano.
Aunque debemos distinguir
entre “mentir” y “no decir la verdad”.
Mentimos, realmente, cuando
no decimos la verdad a quien tiene derecho a saberla y a esperarla de nosotros.
¿Qué les importa a los demás
mi vida privada?. Naturalmente que estoy en mi derecho a no decirles la verdad
porque no tienen derecho a saberla para exigírmela.
Un funcionario público sí que
tiene la obligación de ser sincero, y no mentir, en lo que afecte a su actividad
en los asuntos públicos, pero no de su vida privada.
¿Y qué decir de quienes se
aprovechan del deseo de saber de algunos para inculcarles falsedades, desde los
sacamuelas charlatanes con sus recetas curativas del cáncer por la imposición
de sus manos y tomando agua de una fuente milagrosa, hasta los que falsifican
la historia para atraerlos a su redil, o los que, sin tener pajolera idea,
dogmatizan sobre la física cuántica y su influencia en la adivinación del
futuro.
Son mentirosos empedernidos
al aparentar saber lo que no saben para beneficio propio y cuya supina
ignorancia intentan camuflarla con una verborrea fluida.
Es el charlatán mentiroso que
habla, sin parar, sin saber de qué está hablando.
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