2.- “EL BIEN”
QUERER “EL BIEN”
¿Quién va a dudar, en principio, de que una
madre o un padre de familia normales quieren lo mejor para sus hijos?.
Pero cuando hay que concretar
qué es “lo mejor” para esos hijos, en unas circunstancia particulares, la
solución se torna ya más complicada y pueden (y muchas veces lo es) estar en
desacuerdo.
En primer lugar ese bien, o
ese “lo mejor”, debe tener como referencia a esos hijos a los que se les brinda
y no sólo y, principalmente, a los padres, que, más que favorecer al muchacho,
persiguen en realidad que los deje en paz, evitar un enfrentamiento, ahorrarse
un disgusto, proyectar su propia vida sobre el chico o beneficios por el
estilo.
Nosotros, padres, estamos
convencidos (quizá en un autoengaño) que lo que nosotros creemos que es lo
mejor para ello realmente lo es y no sólo el cumplimiento, en el hijo, de una
frustración de los padres (“que ellos sean lo que nosotros no hemos sido, porque
no hemos podido, porque las circunstancias eran otras, porque no tuvimos
oportunidades,…”)
El bien que se le ofrece a los hijos debe ser un bien real, objetivo, algo que lo mejore, que haga del ser amado una persona más cabal, más plena, más entera, más rica.
Por tanto, en última y
definitiva instancia, lo que debe procurarse para aquel a quien se ama es que,
a través y por medio de nuestras intervenciones, consejos, esfuerzos y sacrificios,
sea lo que más le conviene “a él”.
Se establece, así, una suerte
de «círculo virtuoso», merced al cual, cuando alguien quiere de verdad a otra
persona, lo que tiene que procurar, por todos los medios, es que ésta, a su
vez, vaya queriendo más y mejor.
A fin de cuentas, amar
equivale a enseñar a amar y, además, a facilitar el amor.
En este sentido, el mejor
modo de querer al otro no es sólo amarlo sino, también, facilitar el amor mutuo.
Quererlo y hacer sencillo y
agradable el que pueda quererme.
Recibir sin trabas su cariño,
no poner barreras que impidan que su entrega, sus definitivos deseos de unirse,
alcancen su meta.
Amar, facilitar el amor,
dejarse amar, amarse.
Facilitamos el amor cuando
nos mostramos francos, disponibles y cercanos: lo cual suele equivaler, en
positivo, a estar pendiente del otro; o, lo que es casi lo mismo, a no resultar
hoscos, esquivos, distantes… por encontrarnos encerrados en los propios
problemas y ocupaciones o enrocados en los presuntos y orgullosos derechos del
yo: en «lo mío… en cuanto mío».
Y eso, por desgracia, solemos
practicarlo: no dar el brazo a torcer, que el primer paso lo dé el otro.
«Lo que el amor tiene de
admirable es que el servicio que nos hacemos nosotros mismos al amar, se lo
hacemos también al otro amándolo; más aún, se lo hacemos por segunda vez
dejándonos amar»
“Facilitar el amor como modo
sublime y supremo de amar”
Si los profesores “amáramos”
a nuestros alumnos deberíamos preocuparnos, más que para que “sepan” más, para
que “sean” más y mejores personas (es lo que muchas veces he declarado y en lo
que todos los docentes estamos de acuerdo), que “educar”, a la persona, es mas
que “calificar” sus conocimientos).
¿Y los padres?
Lo tienen más crudo.
Unos padres que consideran la
conveniencia de enviar o no a la hija adolescente a Inglaterra o a Estados
Unidos para que perfeccione sus conocimientos de inglés, por la imperiosa
necesidad, hoy día, de conocer este idioma, pero que, al mismo tiempo, temen
los peligros de soledad, de la desadaptación y desorientación que una estancia
fuera de casa podría provocar, y más a esas edades.
¿Los hemos educado para que maduraran
y pudieran defenderse por ellos mismos, en circunstancias tales, o hemos
preferido tenerlos bajo las alas y a buen recaudo, lejos de las situaciones
embarazosas?
¿Madurarán, como personas, en
el extranjero, cuando se enfrenten a culturas y modos de vida distintos o se
arrugarán y sentirán los mordiscos de la frustración, no sólo la pérdida de
tiempo?
Queda más claro que, en
situaciones por el estilo, lo decisivo no es tanto lo que se hace, sino el
motivo de fondo que impulsa a obrar así y las repercusiones que semejante
conducta lleva consigo.
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