1.- QUERER
Igual que “entender” hace
referencia al “entendimiento, “querer” hace referencia a la “voluntad”
Aristóteles, al describir el
amor como «querer» está intentando dejar claro que el nervio o columna
vertebral de la actividad amorosa se asienta en la voluntad.
Pero todos sabemos, por
experiencia, que aunque el amor sea eso, no se agota en eso, que “amar” es más
que “querer” (voluntad), porque se ama con toda nuestra persona.
Soy yo, entero, completo, el
que ama, y no sólo mi voluntad; y en ese yo entran desde los actos más
trascendentales, como el sacrificio por el ser querido o el proyecto de vida de
la pareja, del matrimonio, de la familia, pasando por los sentimientos y actos
que exteriorizan nuestro cariño a la persona amada, hasta las cuestiones en apariencia intrascendentes, como el empeño
por mostrarse elegantes y atractivos (¡él! y ella, ella y él!), el esfuerzo de la
sonrisa, la caricia, el beso o la mirada de cariño aun en los momentos de
cansancio o nerviosismo o desaliento, o los pequeños detalles que hacen más
entrañables el retorno y descanso en el hogar.
No sólo en momentos
especiales, sino en la vida cotidiana.
He escrito muchas veces que
no es necesario regalar una rosa o un detalle, pero que tampoco está demás.
Amamos con todo lo que somos,
sabemos, sentimos, podemos, hacemos, tenemos y anhelamos. Absolutamente con
todo.
Se ama con “el todo de uno”
al “todo del otro”
Amar, pues, consiste en
volcarse todo entero en apoyo y promoción del ser querido entero.
La amplitud del amor es,
pues, inabarcable, porque lo abarca todo, un repertorio cuasi infinito de
actividades, desde la palabra hasta el silencio, desde el trabajo a la generosa
disponibilidad hacia los hijos o amigos cuando andamos muy escasos de tiempo, desde
la puesta a punto de la propia imagen a la de la casa, con minucias a menudo
casi desapercibidas pero siempre indispensables.
Sólo se transforman en amor
cabal y sincero en la medida en que todas ellas se encuentran pilotadas y como
envueltas o sumergidas en una operación de la voluntad (el querer), que busca y
pretende el bien de la persona amada.
Se ama a esa persona y se
hace, voluntariamente, por ella lo que ella quiere y desea que se haga.
Amar y querer.
Se trata de palabras y
realidades clave.
Pues el amor no se identifica
con esos «me gusta», «me atrae», «me apetece», «me interesa», «me apasiona»…
con los que jóvenes y no tan jóvenes,
pretenden justificar su comportamiento, y que, a fin de cuentas, si se los
considera aislados y se los absolutiza, resultan más propios de los animales
que del hombre.
Los animales se mueven,
efectivamente, por atracción-repulsión, por instintos; buscan su bien, de una
manera cuasi automática, lo que refleja su gusto o su rechazo impresos en su
naturaleza en cuanto es beneficioso o dañino para ellos o para su especie.
Santo Tomás, muy aristotélico
él, lo expresaba así: “Magis aguntur quam agunt”, “más que moverse, son movidos”,
“más que hacer, son hechos hacer”.
Pero el hombre, aunque sea
animal (“viviente sensible”), es más que animal.
El hombre trasciende las
simples necesidades biológicas, y es capaz de realizar acciones que no resultan
en absoluto explicables desde el punto de vista de su propia conservación
física.
Muchas veces he escrito que
el hombre es capaz de ir a ponerse inyecciones o meterse en un quirófano para
que hasta le corten una pierna o le seccionen una parte de un órgano enfermo que
tiende a invadir el cuerpo entero.
El hombre va al médico, al
animal hay que llevarlo al veterinario.
El hombre, por expresarlo de
algún modo, puede poner entre paréntesis sus instintos (rehuir el dolor) y
querer y realizar una acción en sí misma buena, por más que a él no le atraiga,
le apetezca o le interese… e incluso le desagrade y repugne; o, al contrario,
no quererla ni llevarla a cabo aunque
esté muriéndose de ganas por realizarla, si advierte que ese acto no
contribuye al bien de los otros.
Uno de los hechos que mejor
pone de manifiesto la superioridad de la persona humana sobre los animales (“distancia
infinitamente infinita” decía Pascal) es que, dejando aparte sus gustos, deseos
y apetencias, cuando las circunstancias lo exijan, puede conjugar en primera
persona el yo quiero o, en su caso, el no quiero, dotado a veces de mucha mayor
enjundia antropológica y ética.
Podríamos hablar de un
escalonamiento en dos pasos hasta alcanzar la esencia del amor.
1.- Negar que se trate de un
simple sentimiento, de un afecto sensible, aunque en ningún caso tenga por qué
excluirlo.
2.- Resaltar su carácter eminentemente activo, calificándolo como determinación firme de la voluntad. Amar se demuestra amando.
El hombre, animal, rebasa al sólo
animal por el querer y, según convenga, supera y excede los meros deseos,
pasiones y afectos.
Querer es, pues, un acto humano,
tal vez el acto más humano que quepa llevar a cabo.
Es un acto libre y, por
tanto, inteligente, decidido, fuente de iniciativas creadoras y muchas veces
esforzado, y siempre desprendido, generoso, altruista.
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