UNA HISTORIA DE AMOR.
Olga Lucas Torre nació
en Toulouse en 1.947 en el seno de una familia española.
Sus padres se conocieron
durante la resistencia francesa contra la ocupación nazi, tras
sufrir el exilio de la guerra civil y los campos de refugiados.
Al padre lo capturaron y
enviaron al campo de concentración de Buchenwald, donde compartió
infortunio con Jorge Semprún.
Tras la liberación de
Francia en 1.945 el padre vuelve a Toulouse para reunirse con su mujer,
siendo deportado, cinco años después, en 1.950 a Córcega bajo
la presión del gobierno de Franco, y de allí a Polonia.
La familia, tras diversas
penalidades para sobrevivir, se reúne en Checoslovaquia y más tarde
en Hungría.
De niña, Olga sufrió una
caída con importantes secuelas para su salud, entre ellas una significativa
pérdida de visión que, junto con los avatares políticos de la familia,
condicionarían su vida.
Con 12 años Olga Lucas
participa en un programa de radio en Budapest y con 15 años ya
prestaba servicios de intérprete al gobierno húngaro.
Vivir temporalmente en los
países del este le permitió aprender distintas lenguas eslavas que luego
utilizaría para trabajar como intérprete, como traductora y locutora de radio.
De regreso a España trabaja
como funcionaria de la Generalitat Valenciana y paralelamente participa
en las distintas actividades culturales que se llevan a cabo en ámbitos y
locales alternativos de Valencia.
En 1.997 coincide,
en el Balneario de las Termas Pallarés en Alhama de Aragón con J.L.
Sampedro (a quien consideraba desde muchos años atrás, y sin conocerle,
como su amor imposible).
Todas esas lenguas, el
francés, el checo y el húngaro, han dejado huella en su castellano, vivo y
locuaz, y han desembocado en un curioso e inespecífico acento que potencia el
aspecto levemente eslavo de Olga.
Es inevitable pensar que esa
fue una de las cosas que sedujeron al escritor, en aquel primer encuentro que a
ella le gusta relatar, con los ojos todavía brillantes.
Ella tenía 50 años.
"Como la mayoría de mujeres independientes, ya había encontrado demasiados
imbéciles en esta vida, y sobre todo me había convencido de que el amor, tal y
como yo lo entendía, no existía en la vida real".
Él tenía unos vigorosos 80 y
hacía 11 que arrastraba su soledad de viudo de su primera mujer, Isabel
Pellicer, la madre de su hija
Se encontraron en
el balneario de Alhama de Aragón que ambos frecuentaban por separado,
pero en el que nunca habían llegado a coincidir.
"Yo ya me había
enamorado de Sampedro en sus apariciones en la tele. Y él se convirtió en una
broma recurrente con las amigas con las que solía ir allí, año tras año, hasta
que una me dijo: ‘¿Tú no querías aquí a Sampedro? Pues ahí lo tienes".
Para ella Sampedro era un
importante referente, como podía serlo un Saramago o un Benedetti, pero
ese encuentro lo cambió todo.
Pasaron los días y, pese a
que la tensión en las bromas se acrecentaba, Olga no se atrevía a abordarle,
hasta que un día coincidieron en la antesala del comedor.
"Él leía un libro que yo
no sabía si era un parapeto para espantar a la gente, porque ese es un truco
que yo ya había utilizado en ocasiones".
Pero no fue así: el
caballeroso hidalgo se negó a darle la espalda en aquella sala en la que
estaban los dos solos, charlaron y quedaron para tomar un té en el casino al
día siguiente.
Otra de sus amigas le dio un
dato crucial: en una entrevista Sampedro había manifestado que “le gustaban las
mujeres tocadas”, es decir, con sombrero.
«Es que los académicos hablan
así», bromea Olga.
Cuando ella se presentó con
una pamela azul, en aquel ambiente decadente de vieja novela rusa, él se
levantó, se inclinó y le dijo pausadamente: "Muchas gracias por el
sombrero».
Desde aquel momento apenas se
separaron.
«Yo vivía como en un sueño,
llegué incluso a preguntarle a mi médico si el síndrome de Stendhal era real. Y
él me aseguró que de felicidad no se ha muerto nadie".
Al cabo de un año, deciden
vivir juntos y posteriormente, en 2003, deciden casarse, eligiendo para su boda
la localidad de Alhama de Aragón, donde había surgido el encuentro.
A partir de ese momento, y
según pasaban los días, Olga se consideraba la mitad de un binomio que parecía
indivisible.
"Éramos prácticamente
siameses, todo lo hacíamos juntos"–
Para él el matrimonio era una
manera de indagar en el misterio de que, pese a la diferencia de profesión, de
edad, de medio y de todo, encajáramos perfectamente como dos piezas de un
puzzle.
Ahora, cuando evoca la vida
feliz que pasó con Sampedro siente la honda constatación de su ausencia.
"Sí, sí, ya sé que a él
no le gustaría verme triste, porque los dos reíamos continuamente. Esa teoría
ya me la conozco, pero no me sale la práctica. Lo único que sé es que no le
tengo en el sofá, ni en la cocina donde comíamos siempre juntos".
Es un lugar común que la vida
junto a un escritor no resulta nada fácil, pero para ella fue la cumbre de la
placidez.
"Claro que depende de tu
carácter. Si no tienes vocación de segundo de a bordo, mejor no lo
intentes" - aconseja.
No recuerda discusiones ni
peleas, ni siquiera la imagen de un Sampedro levemente enfadado.
¿Cómo se resolvían las cosas
en las que no estaban de acuerdo? –le pregunta el entrevistador,
"Es que tenía la virtud
de hacer que los demás hiciéramos lo que él quería”.
Luego muchas situaciones se
resolvían con su enorme sentido del humor.
Se ponía a imitar a los moros
de su niñez y te partías de risa. Y una vez que te has reído, por grave que sea
el problema –que nunca lo era – ya no es lo mismo. La carcajada lo barre
todo".
Y así fue, el invierno
en el sur, en su casa de Mijas, en Málaga, y el verano en el norte. Siempre
de aquí para allá.
A Olga le cuadra decir que
vivían en el autobús, como Miguel Ríos.
Expuestos pero a la vez
recluidos, preservados. Juntos.
"Pese a tener fama de
sociable, Sampedro no lo era.
Era afectuoso y accesible, es
verdad, y se sentía muy obligado a darse a la gente, también. Pero él no
necesitaba a nadie, nada más que a mí y estar tranquilamente en casa".
Recuerda Olga que Sampedro llevaba
muchos años alertando a la sociedad de la barbarie a la que se dirigía el
capitalismo, y él conocía a fondo a la bestia por dentro, porque llegó a
ser subdirector del Banco Exterior de España.
Se convirtió en una especie
de profeta de la crisis a su pesar y, cuando se hizo evidente que la razón
estaba de su lado, todas las miradas se dirigieron a él.
"Vivió la llegada de la
crisis con una enorme impotencia. En este caso, tener razón no te da
satisfacciones”.
Solían decirle que él había
abandonado la economía y él respondía que era “al revés, que la economía le
había abandonado a él. Por eso se refugió en la literatura".
Un día –recuerda Olga- Sampedro reparó en una frase de Martin
Luther King que le impresionó: "Cuando reflexionemos sobre los
acontecimientos del siglo XX recordaremos más el silencio de las buenas
personas que las fechorías de los malvados".
De esa sensación vinieron a
rescatarle los jóvenes indignados, los del 15-M, los de Sol.
Se duele Olga de las críticas
que recibió de buena parte de la derecha.
"Él nunca quiso usurpar
el protagonismo de los chavales de la Puerta del Sol, adonde no quiso ir
precisamente por eso, aunque sí acudió a la asamblea de su barrio”.
“Me estáis alegrando los últimos días de mi
vida”, - les decía.
Hablaba, con la claridad de
los buenos profesores, de un tema tan abstruso como el económico.
"Si el mercado es la
libertad, vaya usted al mercado sin un duro y verá qué libertad tiene" – decía,
como ejemplo clarificador.
Así que se fue con la idea de
que a corto o medio plazo no habría futuro, pero logró descubrir un resquicio
de esperanza en los indignados.
"Estuvo denunciando la barbarie hasta que
un día percibió que ésta siempre antecede al cambio.
“La barbarie es buena en el
sentido de que para construir hay que destruir y desescombrar" - recuerda
Olga.
Eternamente frágil de salud,
todo el mundo, incluido Olga, se había acostumbrado a la inmortalidad de
Sampedro.
Poco podía imaginar ella que,
tras las fundacionales gracias por el sombrero, le esperaban 16 años
intensos.
"Me he quedado como
colgada en el vacío. Hay días en los que me dejo arrastrar por la idea de que
hubiera sido mejor habernos ido juntitos de la mano. Y, además, está todo este
clima que vivimos. Creo que es muy duro encajar un pena personal en una pena
colectiva".
Pero rápidamente se repone y
lanza una de sus desarmantes carcajadas: "Sí, estoy un poco pesimista,
pero se me puede perdonar, ¿no? Es que estoy mala". Tose.
Sampedro, nacido en Barcelona
el 1 de Febrero de 1,917, murió a los 96 años, a la 1,30 horas de la madrugada
del lunes, 8 de Abril del 2.013, en su
casa de la calle Cea Bermúdez, de Madrid, aunque su fallecimiento se conoció un
día después, porque “quería "irse" de "manera sencilla y sin
publicidad".
Olga repetía, siempre, que su
esposo no quería líos en el tanatorio ni en ningún sitio.
"Si creen que soy merecedor
de un homenaje, que lo organicen, pero no alrededor de mi cadáver".
Para Olga Lucas, la viuda de
Sampedro, la biografía del escritor está en sus libros: "Quien ha leído su
obra sabe cómo era Sampedro. Todas sus obras son su testamento visual, se ha
volcado en ellas, nadie le puede negar su autenticidad".
“Estaba sereno y tranquilo,
porque no le tenía miedo a la muerte”.
"En el último momento nos
dijo que quería beberse un Campari, así que le hicimos un granizado de Campari.
Me miró y me dijo: “Ahora empiezo a sentirme mejor. Muchas gracias a todos”.
“Se durmió y al cabo de un
rato se murió".
Fue incinerado en el
cementerio de La Almudena ,
en la más estricta intimidad.
"Han sido 17 años de
paz, armonía y bienestar".
"Todavía tengo que asimilarlo porque parece que está aquí", y recuerda que le había pedido "que quería ver el mar antes de morir y lo llevé a Denia".
“Todavía –le decía al entrevistador- no se ha decidido dónde serán depositadas las cenizas, todavía no lo hemos hablado con su hija y con su nieto, ya lo hablaremos, pero eso ahora no me preocupa. Él no dejó instrucciones concretas. Unas veces decía en Tenerife, otras en Aranjuez, cambió muchas veces opinión".
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