lunes, 13 de marzo de 2017

ACOMPAÑANDO A J.L. SAMPEDRO (Y 57) UNA HISTORIA DE AMOR,

UNA HISTORIA DE AMOR.

Olga Lucas Torre nació en Toulouse en 1.947 en el seno de una familia española.

Sus padres se conocieron durante la resistencia francesa contra la ocupación nazi, tras sufrir el exilio de la guerra civil y los campos de refugiados.

Al padre lo capturaron y enviaron al campo de concentración de Buchenwald, donde compartió infortunio con Jorge Semprún.

Tras la liberación de Francia en 1.945 el padre vuelve a Toulouse para reunirse con su mujer, siendo deportado, cinco años después, en 1.950 a Córcega bajo la presión del gobierno de Franco, y de allí a Polonia.

La familia, tras diversas penalidades para sobrevivir, se reúne en Checoslovaquia y más tarde en Hungría.

De niña, Olga sufrió una caída con importantes secuelas para su salud, entre ellas una significativa pérdida de visión que, junto con los avatares políticos de la familia, condicionarían su vida.

Con 12 años Olga Lucas participa en un programa de radio en Budapest y con 15 años ya prestaba servicios de intérprete al gobierno húngaro.

Vivir temporalmente en los países del este le permitió aprender distintas lenguas eslavas que luego utilizaría para trabajar como intérprete, como traductora y locutora de radio.

De regreso a España trabaja como funcionaria de la Generalitat Valenciana y paralelamente participa en las distintas actividades culturales que se llevan a cabo en ámbitos y locales alternativos de Valencia.

En 1.997 coincide, en el Balneario de las Termas Pallarés en Alhama de Aragón con J.L. Sampedro (a quien consideraba desde muchos años atrás, y sin conocerle, como su amor imposible).

Todas esas lenguas, el francés, el checo y el húngaro, han dejado huella en su castellano, vivo y locuaz, y han desembocado en un curioso e inespecífico acento que potencia el aspecto levemente eslavo de Olga.

Es inevitable pensar que esa fue una de las cosas que sedujeron al escritor, en aquel primer encuentro que a ella le gusta relatar, con los ojos todavía brillantes.

Ella tenía 50 años. "Como la mayoría de mujeres independientes, ya había encontrado demasiados imbéciles en esta vida, y sobre todo me había convencido de que el amor, tal y como yo lo entendía, no existía en la vida real".

Él tenía unos vigorosos 80 y hacía 11 que arrastraba su soledad de viudo de su primera mujer, Isabel Pellicer, la madre de su hija

Se encontraron en el balneario de Alhama de Aragón que ambos frecuentaban por separado, pero en el que nunca habían llegado a coincidir.

"Yo ya me había enamorado de Sampedro en sus apariciones en la tele. Y él se convirtió en una broma recurrente con las amigas con las que solía ir allí, año tras año, hasta que una me dijo: ‘¿Tú no querías aquí a Sampedro? Pues ahí lo tienes".

Para ella Sampedro era un importante referente, como podía serlo un Saramago o un Benedetti, pero ese encuentro lo cambió todo.

Pasaron los días y, pese a que la tensión en las bromas se acrecentaba, Olga no se atrevía a abordarle, hasta que un día coincidieron en la antesala del comedor.

"Él leía un libro que yo no sabía si era un parapeto para espantar a la gente, porque ese es un truco que yo ya había utilizado en ocasiones".

Pero no fue así: el caballeroso hidalgo se negó a darle la espalda en aquella sala en la que estaban los dos solos, charlaron y quedaron para tomar un té en el casino al día siguiente.

Otra de sus amigas le dio un dato crucial: en una entrevista Sampedro había manifestado que “le gustaban las mujeres tocadas”, es decir, con sombrero.
«Es que los académicos hablan así», bromea Olga.

Cuando ella se presentó con una pamela azul, en aquel ambiente decadente de vieja novela rusa, él se levantó, se inclinó y le dijo pausadamente: "Muchas gracias por el sombrero».

Desde aquel momento apenas se separaron.
«Yo vivía como en un sueño, llegué incluso a preguntarle a mi médico si el síndrome de Stendhal era real. Y él me aseguró que de felicidad no se ha muerto nadie".

Al cabo de un año, deciden vivir juntos y posteriormente, en 2003, deciden casarse, eligiendo para su boda la localidad de Alhama de Aragón, donde había surgido el encuentro.

A partir de ese momento, y según pasaban los días, Olga se consideraba la mitad de un binomio que parecía indivisible.

"Éramos prácticamente siameses, todo lo hacíamos juntos"–

Para él el matrimonio era una manera de indagar en el misterio de que, pese a la diferencia de profesión, de edad, de medio y de todo, encajáramos perfectamente como dos piezas de un puzzle.

Ahora, cuando evoca la vida feliz que pasó con Sampedro siente la honda constatación de su ausencia.

"Sí, sí, ya sé que a él no le gustaría verme triste, porque los dos reíamos continuamente. Esa teoría ya me la conozco, pero no me sale la práctica. Lo único que sé es que no le tengo en el sofá, ni en la cocina donde comíamos siempre juntos". 

Es un lugar común que la vida junto a un escritor no resulta nada fácil, pero para ella fue la cumbre de la placidez.

"Claro que depende de tu carácter. Si no tienes vocación de segundo de a bordo, mejor no lo intentes" - aconseja.

No recuerda discusiones ni peleas, ni siquiera la imagen de un Sampedro levemente enfadado.

¿Cómo se resolvían las cosas en las que no estaban de acuerdo? –le pregunta el entrevistador,
"Es que tenía la virtud de hacer que los demás hiciéramos lo que él quería”.

Luego muchas situaciones se resolvían con su enorme sentido del humor.
Se ponía a imitar a los moros de su niñez y te partías de risa. Y una vez que te has reído, por grave que sea el problema –que nunca lo era – ya no es lo mismo. La carcajada lo barre todo".

Y así fue, el invierno en el sur, en su casa de Mijas, en Málaga, y el verano en el norte. Siempre de aquí para allá.
A Olga le cuadra decir que vivían en el autobús, como Miguel Ríos.
Expuestos pero a la vez recluidos, preservados. Juntos.

"Pese a tener fama de sociable, Sampedro no lo era.
Era afectuoso y accesible, es verdad, y se sentía muy obligado a darse a la gente, también. Pero él no necesitaba a nadie, nada más que a mí y estar tranquilamente en casa".

Recuerda Olga que Sampedro llevaba muchos años alertando a la sociedad de la barbarie a la que se dirigía el capitalismo, y él conocía a fondo a la bestia por dentro, porque llegó a ser subdirector del Banco Exterior de España.

Se convirtió en una especie de profeta de la crisis a su pesar y, cuando se hizo evidente que la razón estaba de su lado, todas las miradas se dirigieron a él.

"Vivió la llegada de la crisis con una enorme impotencia. En este caso, tener razón no te da satisfacciones”.
Solían decirle que él había abandonado la economía y él respondía que era “al revés, que la economía le había abandonado a él. Por eso se refugió en la literatura".

Un día –recuerda Olga-  Sampedro reparó en una frase de Martin Luther King que le impresionó: "Cuando reflexionemos sobre los acontecimientos del siglo XX recordaremos más el silencio de las buenas personas que las fechorías de los malvados".

De esa sensación vinieron a rescatarle los jóvenes indignados, los del 15-M, los de Sol.

Se duele Olga de las críticas que recibió de buena parte de la derecha.

"Él nunca quiso usurpar el protagonismo de los chavales de la Puerta del Sol, adonde no quiso ir precisamente por eso, aunque sí acudió a la asamblea de su barrio”.
 “Me estáis alegrando los últimos días de mi vida”, - les decía.

Hablaba, con la claridad de los buenos profesores, de un tema tan abstruso como el económico.

"Si el mercado es la libertad, vaya usted al mercado sin un duro y verá qué libertad tiene" – decía, como ejemplo clarificador.

Así que se fue con la idea de que a corto o medio plazo no habría futuro, pero logró descubrir un resquicio de esperanza en los indignados.
 "Estuvo denunciando la barbarie hasta que un día percibió que ésta siempre antecede al cambio.
“La barbarie es buena en el sentido de que para construir hay que destruir y desescombrar" - recuerda Olga.

Eternamente frágil de salud, todo el mundo, incluido Olga, se había acostumbrado a la inmortalidad de Sampedro.
Poco podía imaginar ella que, tras las fundacionales gracias por el sombrero, le esperaban 16 años intensos.

"Me he quedado como colgada en el vacío. Hay días en los que me dejo arrastrar por la idea de que hubiera sido mejor habernos ido juntitos de la mano. Y, además, está todo este clima que vivimos. Creo que es muy duro encajar un pena personal en una pena colectiva".

Pero rápidamente se repone y lanza una de sus desarmantes carcajadas: "Sí, estoy un poco pesimista, pero se me puede perdonar, ¿no? Es que estoy mala". Tose.

Sampedro, nacido en Barcelona el 1 de Febrero de 1,917, murió a los 96 años, a la 1,30 horas de la madrugada del lunes, 8 de Abril del 2.013,  en su casa de la calle Cea Bermúdez, de Madrid, aunque su fallecimiento se conoció un día después, porque “quería "irse" de "manera sencilla y sin publicidad".

Olga repetía, siempre, que su esposo no quería líos en el tanatorio ni en ningún sitio.
"Si creen que soy merecedor de un homenaje, que lo organicen, pero no alrededor de mi cadáver".

Para Olga Lucas, la viuda de Sampedro, la biografía del escritor está en sus libros: "Quien ha leído su obra sabe cómo era Sampedro. Todas sus obras son su testamento visual, se ha volcado en ellas, nadie le puede negar su autenticidad".

“Estaba sereno y tranquilo, porque no le tenía miedo a la muerte”.

"En el último momento nos dijo que quería beberse un Campari, así que le hicimos un granizado de Campari. Me miró y me dijo: “Ahora empiezo a sentirme mejor. Muchas gracias a todos”.
“Se durmió y al cabo de un rato se murió".

Fue incinerado en el cementerio de La Almudena, en la más estricta intimidad.

"Han sido 17 años de paz, armonía y bienestar".


"Todavía tengo que asimilarlo porque parece que está aquí", y recuerda que le había pedido "que quería ver el mar antes de morir y lo llevé a Denia".

“Todavía –le decía al entrevistador-  no se ha decidido dónde serán depositadas las cenizas, todavía no lo hemos hablado con su hija y con su nieto, ya lo hablaremos, pero eso ahora no me preocupa. Él no dejó instrucciones concretas. Unas veces decía en Tenerife, otras en Aranjuez, cambió muchas veces opinión".

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