¡Poco orgulloso que andaba yo, allá por los años setenta y
tantos, cuando, en pleno dominio de la Filosofía Escolástica, enseñaba a
aquellos alumnos no sólo a Lamark y a Darwin (contra el creacionismo) sino
también a Pasteur, Oparin y Stanley Miller¡.
Contra el “fixismo” aquellos alumnos, en España (y a
espaldas del cura de Religión), ya oían hablar de “evolucionismo” y contra la
“generación espontánea” (Santo Tomás demostrando/mostrando cómo del lodo de un
pantano, metiendo la mano y sacando un puñado de barro, mostraba “animalitos”
moviéndose, por lo que se demostraba que de la “materia muerta” salía “materia
viva) oyeron hablar de Pasteur y sus experimentos, demostrando que “omne vivum
ex vivo”, aunque fuera “micro-scópicos seres”.
Ya en el siglo XX, tuvo aceptación la teoría científica
propuesta de forma independiente por el escocés Haldane y el ruso Alexander
Oparin.
Ambos suponían que el primitivo mar sería como un
laboratorio en el que se formaron las primeras moléculas y sugerían que la
atmósfera de la tierra, en otro tiempo, pudo ser muy distinta de la actual que,
en vez de contener oxígeno, contendría compuestos reductores y que, en tal
atmósfera, la materia orgánica, y después la vida, habría surgido espontáneamente
a partir de una materia inorgánica bajo la influencia de la luz solar, los
rayos y las altas temperaturas de los volcanes.
En 1.953, Stanley Miller imaginó el origen de la vida y, en
su “balón de las tormentas”, intentó reproducir experimentalmente esa hipótesis.
En dos matraces conectados metió agua y una mezcla de gases
que suponía formaban parte de la primitiva atmósfera terrestre: metano,
amoníaco, azufre e hidrógeno.
Calentó, Stanley, los matraces y simuló con descargas
eléctricas las tormentas de la tierra recién nacida.
A los pocos días el agua se había convertido en un caldo de
aminoácidos.
La prensa de la época hizo creer al público (o el público
así lo entendió) que sólo hacía falta zamarrear los matraces para que de ellos
saliese, arrastrándose, la vida.
Después, el tiempo demostraría que las cosas no eran así de
fáciles.
Y leíamos textos de “El origen de la vida”, de Orgel. Y que,
probablemente, las primeras moléculas orgánicas se formaran por la acción de la
luz ultravioleta y descargas eléctricas en la atmósfera primitiva.
Al ser arrastradas por la lluvia formaron una mezcla
compleja en los océanos llamado “caldo pre-biótico” o “sopa caliente” de
substancias en disolución, y es la química prebiótica la que se ocupa de
experimentos de laboratorio que simulan los procesos que se cree que estuvieron
implicados en la formación del caldo prebiótico.
No soy biólogo pero acudo y me baso en textos de amigos
Biólogos y Filósofos de la Biología, de suma confianza.
Hoy no estamos, todavía, cerca de sintetizar la vida y me
temo que, por mucho tiempo, podamos hacerlo. Estamos en “un punto muerto”.
Además, estudios recientes han demostrado que la atmósfera
primitiva no era reductora, como pensaba Miller, sino que, por el contrario,
era oxidante, rica en CO2, Carbono, Nitrógeno y agua.
Y esa composición habría impedido, en vez de favorecido, el
desarrollo del “caldo prebiótico”.
Por lo que la repetición del experimento de Miller ha sido
decepcionante.
El origen de la vida ha sido, es y, de momento, seguirá
siendo un enigma, porque el origen no está en los aminoácidos sino en las
proteínas, formadas por la unión de aminoácidos.
La palabra “colágeno” sólo requiere 8 letras, pero para
formar la proteína “colágeno” se precisan 1.085 aminoácidos, además en una
secuencia correcta.
Por lo que la posibilidad de que una molécula integrada por
1.085 aminoácidos haya aparecido espontáneamente es prácticamente nula.
Es decir, cada proteína es un pequeño milagro y, según la
frase de Fred Hoyle, sería un milagro equivalente al de “un huracán que
convirtiera un depósito de chatarra en un Jumbo”.
Y, para complicarlo más, de nada serviría una proteína si no
puede reproducirse.
Pero es que las proteínas no pueden hacerlo. Para ello
necesitamos ADN.
Pero es que el ADN no puede existir si, en su fabricación, no intervienen las
proteínas.
¿Surgirían ambos, ADN y proteínas, al mismo tiempo, para
apoyarse mutuamente?
No tenemos ni idea.
Como diría el poeta: “la primavera ha llegado / no sabemos
cómo ha sido”.
Pero aquí está la primavera, como está la vida.
Preguntémonos “cómo”, pero, de momento, no tenemos respuesta alguna.
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