EL “CONATUS”.
Para Spinoza no hay nada más
útil para un ser humano que otro ser humano.
Estamos destinados a los
demás por naturaleza y, por lo tanto, buscar la coherencia, la armonía con los
otros es la primera tarea de un ser racional.
Todos los cuerpos se
encuentran interconectados pero, a la vez, son relativamente autónomos porque
cada uno está “animado” por un “conatus” propio que es su “tendencia a
mantenerse en la existencia”, porque toda cosa particular quiere perseverar en
su ser.
Cada uno de nosotros es,
esencialmente, “conatus” o, lo que es lo mismo, es “apetito o deseo”.
Somos básicamente “deseo”.
Y esto hace que la Ética de
Spinoza no sea un ética de la prudencia o del deber sino, precisamente, una
“ética del deseo”.
Esta noción del “deseo”
tendrá una gran influencia siglos después en la teoría psicoanalítica donde
aparecerá bajo la forma de “Eros”, instinto de vida, o “libido”.
Pero Spinoza va más allá: el
“conatus” no sólo está en los hombres, sino también en todas las cosas.
De ahí que el conocimiento
racional de uno mismo sea el “deseo supremo”, la “summa cupiditas” cuya
satisfacción nos permite alcanzar el verdadero contento.
Por “verdadero” se entiende:
estable, invulnerable, duradero.
Desde luego, la alegría
vitalizadota que perseguimos sólo se logra, mantiene o aumenta por vía
racional: la imaginación también desempeña un papel irreemplazable a favor de
nuestro deseo, capaz de estimular, y hasta suplir en ocasiones la fuerza de la
razón.
Las ventajas a favor de la
alegría racional son de estabilidad pero, en cambio, la imaginación –más
alterable y también menos fiable a largo plazo- tiene a su lados los goces de
la intensidad.
Incluso pueden admitirse vías
menos respetables para alcanzar cierto alborozo.
Cuando Spinoza señala que “no
es pequeña la diferencia que separa el contento del borracho del contento que
goza el filósofo” se refiere a la permanencia y durabilidad de este último
frente a la fugacidad accidental y propicia a la resaca del primero.
Por lo demás, en cuanto ambos
son contentos, regocijos, también el borracho hace bien en procurar alegrase.
Estos “conatus” de los
diferentes cuerpos pueden unirse entre sí para constituir nuevas relaciones y
nuevos organismos.
En el ámbito de lo humano, lo
social debe pensarse, entonces, como un encuentro que potencia el “canatus” de
los individuos.
Spinoza entiende que cada
hombre completa a los otros y es completado por ellos.
Una comunidad es, así, un
individuo colectivo, que potencia las posibilidades y los derechos de sus
miembros.
Spinoza no acepta ningún
contractualismo, porque no admite que haya o deba haber cesión o disminución
del derecho natural de los individuos
Para él, en el estado de
naturaleza el “conatus” de los hombres está disminuido, a causa del
enfrentamiento con sus semejantes, y al constituir u cuerpo político, la
multitud de “conatus individuales” configura un “conatus colectivo”.
Así, al adquirir el derecho
civil, el derecho natural puede potenciarse enormemente, lo cual es posible
sólo a partir del reconocimiento de que lo más útil para un hombre es otro
hombre.
Así aumentamos nuestras
posibilidades de cumplir nuestro deseo de existir, de pensar, de actuar.
Cada hombre es, entonces, un
cuerpo pero se uno con otros para configurar un cuerpo mayor, un cuerpo social.
Por otro lado, todos los
cuerpos, no sólo los humanos, interactúan y se unen entre sí para alcanzar un
cuerpo que es la totalidad de los cuerpos, y al que denominamos “universo”.
Y que, ciertamente, no es
otra cosa que Dios.
Por supuesto, la virtud es el
desarrollo de ideas adecuadas sobre el mundo.
Spinoza piensa que quienes
son malos, viciosos, brutales, lo son porque no entienden al mundo en que
viven, porque dejan arrastrarse por ideas erróneas, por alucinaciones.
Quien tiene una mente
adecuada, que responda a esas exigencias que ya había planteado Descartes, de
las ideas claras, quien tiene una mente clara de lo que le corresponde y
necesita, para vivir mejor, será amistoso, vivirá alegre, buscará la coherencia
con todos los demás.
Spinoza sostiene que de todas
las realidades del universo, la única que conocemos, a la vez por dentro y por
fuera –como espíritu, y no sólo como extensión- es la nuestra propia, la
humana.
También para él el hombre
será en cierto modo “medida de todas las cosas” y de ahí provendrá nuestro
conocimiento, interferido frecuentemente por nuestros errores antropocéntricos.
Lo que está dentro de
nosotros, nuestra energía espiritual, es el deseo, el apetito permanente e
invariable de ser lo que somos.
Ahora bien, de nuestro
necesario deseo de ser (“conatus”) tenemos también necesariamente conciencia,
pero eso no lo configura como saber.
Ahí interviene la libertad o,
mejor dicho, la liberación, que consiste en transformar la conciencia de
nuestro deseo en el saber de lo que auténticamente deseamos.
El deseo de ser no es libre
–en el sentido de que no es arbitrario, ni caprichoso, ni depende del albedrío
incondicionado de muestro yo- pero puede llegar a serlo sobreponiéndose por la
fuerza de la razón a las fantasías que lo subyugan a influencias externas
modificables y transformándose, así, en sabiduría.
A esta sabiduría Spinoza la
denomina al final de su Ética “amor intelectual de Dios”.
El “conatus”, el esforzado
deseo de ser y seguir siendo, es lo que todos los humanos compartimos, los
llamados “buenos” lo mismo que los denominados “malos”.
En un pasaje famoso de la
Ética, al final, dice que el hombre libre en nada piensa menos que en la
muerte, y toda su sabiduría es sabiduría de la vida.
Es decir, la muerte para el
ser humano no es nada más que un mal encuentro.
Nosotros estamos
constantemente haciendo encuentros, tropezando con cosas, con personas, con microbios,
con comidas, y algunos encuentros nos vienen bien, nos refuerzan, nos dan más
salud en todos los sentidos y otros, en cambio, nos resultan negativos, y antes
o después haremos un mal encuentro, del cual no podremos recuperarnos.
Según Spinoza, “el hombre
libre en nada piensa menos que en la muerte”.
La sabe necesaria pero, en
cierto modo, ajena a él, exterior a su naturaleza.
Nuestro cuerpo está hecho
para la vida no se emparienta más que
con la vida, pero necesita de otros muchos cuerpos para subsistir: un día u
otro hace un mal encuentro y tropieza con un cuerpo con el que es incompatible.
Eso es la muerte, un mal y no
deseado encuentro, un (podíamos decir) “encontronazo” del que ya no nos repondremos, pero no será por haberlo
buscado, sino porque, sin quererlo, nos ha acaecido.
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