Siempre quiso decir la
verdad, afirmar sus convicciones y narrar lo que le gustaba, pensaba o
simplemente sabía.
No quería escribir para la
gente, él lo hacía para él.
“Maldito sea el escritor llano y vulgar que, sin
pretender otra cosa que ensalzar las opiniones de moda, renuncia a la energía
que ha recibido de la naturaleza, para no ofrecernos más que el incienso que
quema con agrado a los pies del partido que domina. […] Lo que yo quiero es que
el escritor sea un hombre de genio, cualesquiera que puedan ser sus costumbres
y su carácter, porque no es con él con quien deseo vivir, sino con sus obras, y
lo único que necesito es que haya verdad en lo que me procura; lo demás es para
la sociedad, y hace mucho tiempo que se sabe que el hombre de sociedad
raramente es un buen escritor. Diderot, Rousseau y D’alembert parecen
poco menos que imbéciles en sociedad, y sus escritos serán siempre sublimes, a
pesar de la torpeza de los señores de las tertulias. Por lo demás, está tan de
moda pretender juzgar las costumbres de un escritor por sus escritos; esta
falsa concepción encuentra hoy tantos partidarios, que casi nadie se atreve a
poner a prueba una idea osada: si desgraciadamente, para colmo, a uno se le
ocurre enunciar sus pensamientos sobre la religión, he ahí que la turba monacal
os aplasta y no deja de haceros pasar por un hombre peligroso. ¡Los
sinvergüenzas, de estar en su mano, os quemarían como la Inquisición ! Después
de esto, ¿cabe todavía sorprenderse de que, para haceros callar, difamen en el
acto las costumbres de quienes no han tenido la bajeza de pensar como ellos?!
Sade había redactado y
guardado su testamento.
Dejaba heredera universal de
sus escasos bienes a su compañera Constance:
“Deseo expresar a esta dama mi extrema gratitud por la
dedicación y sincera amistad que me prodigó desde el 25 de agosto de 1790 hasta
el día de mi muerte”.
Muere a los 74 años, en 1814.
Dejó dicho que en su
desaparición, lo enterraran en un sitio en concreto y que bajo ningún concepto
se abriera su cuerpo.
Tras su muerte, su
hijo Armand quema todas las obras inéditas que encuentra y lo
entierra en otro lugar, no elegido por el Marqués.
Además su cabeza fue exhumada,
pasados unos años, para ser estudiada.
Se sabe que sus herederos aún
tienen más de 14 obras inéditas.
Hoy, hay quien tacharía al
Marqués de Sade, de anárquico, e incluso de satánico, ya que se regía, por
lo que quería, sin prohibición ni sometimiento a ley alguna y menos aún al yugo
de la religión.
Sade afirma que todos
los seres somos iguales y así pues, a intentar ser feliz, aunque para ello sea
la desdicha de otra persona.
En definitiva, se quitó la
mordaza y quiso quitarnos la venda, sobre la sexualidad, naturaleza y
violencia, que todos, en mayor o menor medida llevamos dentro.
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