viernes, 26 de diciembre de 2014

LA CONQUISTA DE AMÉRICA (2)



En vez de rivalizar las dos potencias descubridoras, España y Portugal, y para no darle oportunidad a las demás naciones europeas, firmaron el Tratado de Tordesillas (7 de Junio de 1.494) con el reparto de las tierras descubiertas y por descubrir (el meridiano 46).

Uno de los que más se cabreó fue el Rey de Francia, que comentó: “antes de aceptar ese reparto quiero que se me muestre en qué cláusula del testamento de Adán se dispone que el mundo pertenezca a los españoles y portugueses”.

Las nuevas tierras se dividieron en encomiendas o haciendas y a cada una de ellas se les asignó un número de indios para trabajar la tierra y explotar las minas, quedando el encomendero obligado a alimentarlos, cuidarlos y evangelizarlos. Pero, en realidad, lo que hicieron fue explotarlos como esclavos.

Los pobres indios, no acostumbrados a trabajos tan fatigosos, morían de agotamiento.

Aunque los Reyes Católicos y el Consejo de Indias legislaron a favor de los indios y promulgaron leyes humanitarias, como la distancia entre los legisladores y los encargados de cumplirlas era de más de 6.000 kilómetros, océano por medio, no había manera de velar por su cumplimiento. O sea que “se acatan, pero no se cumplen” –como vulgarmente se dice y se hace.

Como todos sabemos, en España surgieron dos bandos: los que apoyaban la conquista americana y los que pensaban que había que respetar la soberanía de los indios, protoobjetores que se preguntaban con qué títulos podía España imponer su dominación sobre otras naciones.

Al final, la coartada fue religiosa, la de convertir a los indios a la fe de Jesucristo.

Moralmente la conquista se justificaba por la obligación que tenía la católica España de extender el cristianismo y la cultura cristiana entre los pueblos paganos.

La conversión se les encomendó a una muchedumbre de misioneros dominicos y franciscanos.

El impacto de Europa en el Nuevo Mundo fue devastador.

La población indígena del Caribe, los indios taínos y caribe, que allí vivían desapareció en menos de veinticinco años.
La causa principal de la extinción de muchos pueblos y culturas indígenas fue “biológica”: los europeos llevaban consigo una serie de enfermedades desconocidas en América frente a las cuales los indios se encontraban genéticamente inermes, por carecer de anticuerpos.

La epidemia de “viruela” y el “sarampión” mataron a tres de cada cuatro indígenas.
El “tifus”, la “gripe”, la “neumonía” y la “rubéola”, unidos al hambre y a la explotación hicieron el resto.

No existió, pues, realmente un “genocidio” en el sentido literal, como, alegremente, afirman muchos políticos indocumentados.
No se los mató directamente, se murieron, aunque fueron nuestras enfermedades exportadas las que lo llevaron a cabo.

Abatidos por lo que veían que estaba ocurriendo, muchos indios dejaron de cultivar la tierra y se condenaron a morir de hambre, otros, directamente, se suicidaban, otros se abstenían de practicar sexo para no dejar a sus hijos en sus mismas aflicciones, muchas indias abortaban.

Aunque tampoco los españoles resultaron biológicamente inmunes a los agentes patógenos de muchas enfermedades americanas desconocidas en Europa, especialmente de la sífilis (alguien puede ver en esto el cumplimiento del karma, otros como una justificación, yo no lo valoro, sólo lo constato).

La mortalidad de los colonos, pues, fue también alta.
A los cinco años el 30% de la población padecía sífilis, que también se extendió rápidamente por Europa.
Al principio la llamaron “morbo gálico”, endilgando a los franceses la responsabilidad de la propagación.

Exterminada la población india de las Antillas la substituyeron por esclavos negros importados de África, que eran mucho más resistentes y ya se sentían explotados en Europa, al menos desde hacía un siglo.

Durante los cuatro siglos siguientes no se interrumpió el tráfico de esclavos desde África a América.

Cuando las minas de las Antillas dieron muestra de agotamiento y la población india desaparecida, los conquistadores fueron en busca de nuevas fuentes de riqueza a tierra firme, al continente americano y, ya de camino (¿y como excusa?) en busca de nuevos paganos a ganar para la verdadera iglesia y la única religión verdadera.

Desconocedores de dónde estaban y de la geografía del lugar, comenzaron por lo más cercano, América Central.
Luego se extendieron por el sur y por el norte.

De todos es conocida la conquista de Méjico, el Imperio azteca, por Hernán Cortés, con tan sólo 500 hombres pero con caballos (considerados una sola pieza caballo y caballero), perros (“animales raros que corrían, aullaban y mordían”) y armas de fuego. Desconocidos por los indígenas y que le causaban auténtico pavor.

Al propio tiempo, Pizarro y Almagro conquistaron el imperio inca, en Perú, fascinados por la fiebre del oro y la mítica ciudad de El Dorado, convencidos de que el oro abundaba como los cantos en los pedregales de Castilla.

Sí se descubrieron dos buenos filones de plata: uno en Zacatecas (Méjico) y el otro en Potosí (Perú).

Se calcula que durante el siglo y medio siguiente los españoles extrajeron de las minas americanas unas 200 toneladas de oro y unas 18.000 toneladas de plata.

¿Supuso, ello, riqueza para España?

Pues NO, porque la abundancia de metales preciosos provocó una monstruosa inflación con la consiguiente alza de precios y sucesivas bancarrotas de la Hacienda Real.

Nunca fue España tan pobre como cuando entraba tanto metal precioso porque, entre otras cosas, lo gastaba en el mantenimiento de los ejércitos  y en las continuas guerras para mantener los intereses de la Casa de Austria y para lo que tenían que solicitar préstamos a los banqueros alemanes y genoveses, prestando a intereses usuarios con el aval de las siguientes flotas que llegarían cargadas de plata.
A lo que habría que sumar los continuos ataques de piratas y corsarios, franceses, ingleses y holandeses.

Al final, los beneficiarios de tanto esfuerzo español fueron Inglaterra, Holanda y los banqueros alemanes y genoveses.

Un tesoro vino para nada y el otro tesoro, el de la lengua y la cultura grecorromana, allí se quedó y allí sigue.

Los angloamericanos sí que fueron racistas, ante los indios norteamericanos. Los españoles, sin embargo, fueron y actuaron con una mentalidad
mercantilista.


(Extracto de la Historia de España contada para escépticos. De Juan Eslava Galán)

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