En vez de rivalizar las dos
potencias descubridoras, España y Portugal, y para no darle oportunidad a las
demás naciones europeas, firmaron el Tratado de Tordesillas (7 de Junio de
1.494) con el reparto de las tierras descubiertas y por descubrir (el meridiano
46).
Uno de los que más se cabreó
fue el Rey de Francia, que comentó: “antes de aceptar ese reparto quiero que se
me muestre en qué cláusula del testamento de Adán se dispone que el mundo
pertenezca a los españoles y portugueses”.
Las nuevas tierras se
dividieron en encomiendas o haciendas y a cada una de ellas se les asignó un
número de indios para trabajar la tierra y explotar las minas, quedando el
encomendero obligado a alimentarlos, cuidarlos y evangelizarlos. Pero, en
realidad, lo que hicieron fue explotarlos como esclavos.
Los pobres indios, no
acostumbrados a trabajos tan fatigosos, morían de agotamiento.
Aunque los Reyes Católicos y
el Consejo de Indias legislaron a favor de los indios y promulgaron leyes
humanitarias, como la distancia entre los legisladores y los encargados de
cumplirlas era de más de 6.000 kilómetros , océano por medio, no había
manera de velar por su cumplimiento. O sea que “se acatan, pero no se cumplen”
–como vulgarmente se dice y se hace.
Como todos sabemos, en España
surgieron dos bandos: los que apoyaban la conquista americana y los que
pensaban que había que respetar la soberanía de los indios, protoobjetores que
se preguntaban con qué títulos podía España imponer su dominación sobre otras
naciones.
Al final, la coartada fue
religiosa, la de convertir a los indios a la fe de Jesucristo.
Moralmente la conquista se
justificaba por la obligación que tenía la católica España de extender el
cristianismo y la cultura cristiana entre los pueblos paganos.
La conversión se les
encomendó a una muchedumbre de misioneros dominicos y franciscanos.
El impacto de Europa en el
Nuevo Mundo fue devastador.
La población indígena del
Caribe, los indios taínos y caribe, que allí vivían desapareció en menos de
veinticinco años.
La causa principal de la
extinción de muchos pueblos y culturas indígenas fue “biológica”: los europeos
llevaban consigo una serie de enfermedades desconocidas en América frente a las
cuales los indios se encontraban genéticamente inermes, por carecer de
anticuerpos.
La epidemia de “viruela” y el
“sarampión” mataron a tres de cada cuatro indígenas.
El “tifus”, la “gripe”, la
“neumonía” y la “rubéola”, unidos al hambre y a la explotación hicieron el
resto.
No existió, pues, realmente
un “genocidio” en el sentido literal, como, alegremente, afirman muchos
políticos indocumentados.
No se los mató directamente,
se murieron, aunque fueron nuestras enfermedades exportadas las que lo llevaron
a cabo.
Abatidos por lo que veían que
estaba ocurriendo, muchos indios dejaron de cultivar la tierra y se condenaron
a morir de hambre, otros, directamente, se suicidaban, otros se abstenían de
practicar sexo para no dejar a sus hijos en sus mismas aflicciones, muchas
indias abortaban.
Aunque tampoco los españoles
resultaron biológicamente inmunes a los agentes patógenos de muchas
enfermedades americanas desconocidas en Europa, especialmente de la sífilis
(alguien puede ver en esto el cumplimiento del karma, otros como una
justificación, yo no lo valoro, sólo lo constato).
La mortalidad de los colonos,
pues, fue también alta.
A los cinco años el 30% de la
población padecía sífilis, que también se extendió rápidamente por Europa.
Al principio la llamaron
“morbo gálico”, endilgando a los franceses la responsabilidad de la
propagación.
Exterminada la población
india de las Antillas la substituyeron por esclavos negros importados de
África, que eran mucho más resistentes y ya se sentían explotados en Europa, al
menos desde hacía un siglo.
Durante los cuatro siglos
siguientes no se interrumpió el tráfico de esclavos desde África a América.
Cuando las minas de las
Antillas dieron muestra de agotamiento y la población india desaparecida, los
conquistadores fueron en busca de nuevas fuentes de riqueza a tierra firme, al
continente americano y, ya de camino (¿y como excusa?) en busca de nuevos
paganos a ganar para la verdadera iglesia y la única religión verdadera.
Desconocedores de dónde
estaban y de la geografía del lugar, comenzaron por lo más cercano, América
Central.
Luego se extendieron por el
sur y por el norte.
De todos es conocida la
conquista de Méjico, el Imperio azteca, por Hernán Cortés, con tan sólo 500
hombres pero con caballos (considerados una sola pieza caballo y caballero),
perros (“animales raros que corrían, aullaban y mordían”) y armas de fuego.
Desconocidos por los indígenas y que le causaban auténtico pavor.
Al propio tiempo, Pizarro y
Almagro conquistaron el imperio inca, en Perú, fascinados por la fiebre del oro
y la mítica ciudad de El Dorado, convencidos de que el oro abundaba como los
cantos en los pedregales de Castilla.
Sí se descubrieron dos buenos
filones de plata: uno en Zacatecas (Méjico) y el otro en Potosí (Perú).
Se calcula que durante el
siglo y medio siguiente los españoles extrajeron de las minas americanas unas
200 toneladas de oro y unas 18.000 toneladas de plata.
¿Supuso, ello, riqueza para
España?
Pues NO, porque la abundancia
de metales preciosos provocó una monstruosa inflación con la consiguiente alza
de precios y sucesivas bancarrotas de la Hacienda Real.
Nunca fue España tan pobre
como cuando entraba tanto metal precioso porque, entre otras cosas, lo gastaba
en el mantenimiento de los ejércitos y
en las continuas guerras para mantener los intereses de la Casa de Austria y para lo que
tenían que solicitar préstamos a los banqueros alemanes y genoveses, prestando
a intereses usuarios con el aval de las siguientes flotas que llegarían
cargadas de plata.
A lo que habría que sumar los
continuos ataques de piratas y corsarios, franceses, ingleses y holandeses.
Al final, los beneficiarios
de tanto esfuerzo español fueron Inglaterra, Holanda y los banqueros alemanes y
genoveses.
Un tesoro vino para nada y el
otro tesoro, el de la lengua y la cultura grecorromana, allí se quedó y allí
sigue.
Los angloamericanos sí que
fueron racistas, ante los indios norteamericanos. Los españoles, sin embargo,
fueron y actuaron con una mentalidad
mercantilista.
(Extracto de la Historia de España
contada para escépticos. De Juan Eslava Galán)
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