Cuando conseguimos lo que pretendemos y por lo que luchamos,
nos invade un sentimiento de euforia, de satisfacción, de entusiasmo. Hasta la
cara lo manifiesta y se puede leer en la comisura de los labios.
También nos sentimos invadidos del sentimiento, pero
contrario, cuando, tras esforzarnos, no hemos llegado a conseguirlo.
Nuestras actuaciones nunca son neutras, siempre van
tintadas.
Tenemos nuestro interior siempre ocupado en/con un
burbujeante caldo de deseos que aspiramos hacerlos reales.
Hay quienes esos afectos, esas emociones, esas pasiones las
manifiestan externamente y, a veces, de manera incontrolada (los afortunados de
ayer, día 22 de Diciembre), extrovertidos, aunque sólo sea ocasionalmente, y
hay quienes las mastican, las rumian, sin, apenas, dejarlas manifestar.
Extra-vertidos e intra-vertidos, pero todos “vertidos”,
“tintados”, “coloreados”.
Los sentimientos son estados de ánimo que nos afectan y
repercuten, más o menos intensamente, en nuestra conducta exterior.
Estos sentimientos pueden ser pasajeros, elementales o
simples, esa pequeña alegría o ese enfado momentáneo y sin importancia, pero
también pueden ser complejos y duraderos, como la felicidad o la depresión,
pudiendo ser violentos, como lo son las pasiones.
Sin embargo el sentimiento no ha gozado de gran predicamento
y no ha tenido buena prensa a lo largo de la historia.
Decir de alguien que es/era un “sentimental” ha sido,
siempre, cualquier cosa menos un piropo halagador, sino como signo de
“blandengue”.
¿Cómo compararlo con el calificativo de “racional”?.
“Racional” ha sido, siempre, como un ideal a aspirar,
mientras “sentimental” ha sido sinónimo de “flaqueza”, como lo que el sujeto no
ha sido capaz de dominar y ha dejado salir “el tinte”, se le “ha escapado”.
Nada que ver con la reciedumbre, la frialdad, la solidez,…
de “racional”, capaz hasta de tapar los poros para que el tinte no se
trasluzca.
Y hemos estado (¿seguimos estándolo?) convencidos de que en
nuestro actuar cotidiano nuestras “razones” influyen más que nuestros
“sentimientos”
¿Cómo comparar el “dejarse llevar por los sentimientos” que
“imponer sus razones”?
Lo Racional y lo sentimental/emocional/afectivo.
Los dos polos por los que se desliza toda nuestra conducta.
Entre “cabeza” y “corazón”, excepto cuatro excepciones
dignas de ser tenidas en cuenta, el hombre, históricamente, ha apostado por la
“cabeza” y, aunque no en exclusiva, sí con una proporción muchísimo mayor que
por el “corazón”.
Ser “duro de corazón” nunca ha gozado de gran prestigio,
pero ser constante, insistente, cabezón, “duro de cabeza” para buscar una
solución (como una vacuna o la demostración de un teorema) siempre ha sido
digno de elogio.
Mientras al corazón lo hemos ubicado en el espacio
reservado, en la esfera de lo individual y/o familiar, en el amplio campo de lo
social le hemos dado la batuta a la cabeza.
“No nos importan sus sentimientos –Señor Gallardón-, son
sólo suyos y de/para los suyos, sólo queremos saber las razones por las que
“obliga a/o prohíbe que” y ello encaminado al bien común de la sociedad, que es
para lo que se le ha nombrado”.
No me responda Ud. que sus razones son sus sentimientos.
Si la manera de que no se incline la balanza hacia uno u
otro de sus platillos es el fiel, el equilibrio, deberíamos habernos
cuestionado, desde el principio, por qué no habría sido preferible, en la
conducta cotidiana de cada uno, la armonía entre “Razón” y “Sentimiento”.
“Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre”
–frase lapidaria que, fuera cierta o no su historicidad, ha sido el retrato humano
en su devenir por la tierra. Y, sobre todo, en el varón.
Los dos sexos han quedado marcados y sus roles establecidos.
La mujer, sentimental, vida privada, encerrada y
administrando la casa y sólo con/para los suyos, mientras el varón, racional,
libre, en la calle o en el ágora, en la vida pública y batallando por el bien
común de la comunidad de todos los ciudadanos.
Recientemente, la obra “Inteligencia emocional”, de Daniel
Goleman, ha removido los cimientos haciendo hincapié en la necesidad de una
“inteligencia emocional”, no sólo emocional, pero también emocional, intentando
equilibrar la balanza hasta ahora vencida.
Desde siempre en el C.I. (Cociente (y no Coeficiente)
Intelectual) sólo ha tratado de “medir” la Inteligencia Racional.
Pero estamos hartos de toparnos, a diario, con personas con
un elevado C.I. pero que fallan estrepitosamente en el modo de llevar su propia
vida.
Siempre hemos considerado superior saber resolver un
problema matemático o científico, en general, que saber solucionar un problema
de convivencia, un problema de amistad, o familiar, o conyugal.
Y vemos y nos topamos con personas que solucionan estos
problemas vitales, que son muy felices, y que pasarían casi por analfabetos si
se le intentase medir su C.I.
El más inteligente (contra lo que siempre hemos creído y
practicado) no es el que está el primero en una lista graduada por
conocimientos sino por su grado de felicidad.
Hemos considerado, históricamente, que la meta de la
Inteligencia es la Verdad y nos hemos embarcado en ese empeño a costa de lo que
fuese, aunque fuera en la desgracia; y es ahora cuando estamos percatándonos
que la meta de la Inteligencia es la Felicidad.
Ser “sabio” no es “tener más conocimientos”, sino “ser más
felices”
La “sabiduría” tiene que ver con la “vida toda” de la persona,
no con una de sus partes, los “conocimientos, la ciencia”.
D. Goleman, psicólogo de Harward, identifica el éxito en la
vida con un conjunto de habilidades al que denomina, genéricamente
“Inteligencia Emocional” y en la que incluye mucho más de y que la mera
indagación de la verdad.
Incluye también, y sobre todo, el conocimiento de sí mismo y
de los demás (no sólo ni exclusivamente de las cosas), el autocontrol y la
capacidad de motivarse.
¿Cuánta frustración, cuánto mal y cuánta infelicidad hemos
causado a nuestros hijos en el empeño de que fueran más que nosotros, sus
padres? Arquitecto si el padre era Albañil, Ingeniero si era Mecánico,
Catedrático de medicina si era Enfermero, profesor si sólo dominaba, y regular,
las cuatro reglas.
¿Cuántos padres felices de ver cumplidos sus deseos, sus
anhelos, sus aspiraciones, habiendo, quizás, arruinado la vida de sus
frustrados e infelices hijos?
(¿Y con lo que yo hice y me sacrifiqué por ti, hijo? ¿O su
sacrificio fue por Ud., pos sus proyectos, padre?)
¿Por qué, siempre, se ha creído y apostado por ubicar la
felicidad en el principio de la serie clasificatoria ascendente y no en el
equilibrio causante de satisfacción personal?
Sé que si alguien es Ingeniero Agrónomo o Catedrático de
Astronomía Teórica ha desarrollado/tiene un elevado C.I. y, seguramente, una
capacidad enorme de sacrificio, de insistencia, de constancia,…y por eso está
ahí, en esa escala de consideración social, pero no sé si está siendo feliz,
siendo eso o habría sido más feliz de “maestro de infantil”
Le pasó a Wittgenstein
Hemos querido medir la felicidad tanto por el C.I. como por
la alta remuneración.
¿Cómo no vas a ser feliz ganando lo que ganas y trabajando
en lo que trabajas?
¿Es que esos son los únicos, necesarios e imprescindibles
elementos proporcionadores de felicidad?
Hemos, inconscientemente, sembrado y cosechado mucha
frustración.
¿Es que no es más feliz quien sabe y es capaz de dominar y
gobernar (no suprimir) sus emociones e interpretar el sentimiento de los otros,
que sacar el título, ser el primero de la lista, pero siendo un solitario, un
misántropo, un…?
Saber llevar un noviazgo, organizar bien una familia, amar y
merecer ser amado por la familia, mantener las amistades… es mostrar poseer una
mayor inteligencia vital que quien ha sido capaz de ocupar la única plaza de
oposición, si ello le ha mermado fuerza vital.
Ha habido que recuperar el “conócete a ti mismo”,
recordatorio socrático del frontispicio del templo de Apolo, para que el
autoconocimiento se haya constituido en la piedra angular de la Inteligencia Emocional.
“Saber ser” prevaleciendo sobre “conocer más”.
-¡Maestro¡ ¿y “Saber” para qué?
- “Saber” para “Obrar” bien.
- ¡Maestro! ¿Y “Obrar” bien para qué?.
- “Obrar” bien para SER FELIZ.
Y no hay otro camino: Saber – Obrar – Ser.
Así se cierra el círculo sobre sí mismo, que se auto y
retroalimenta constantemente y que cuanto más y mejor te conozcas, mejor
obrarás, y serás mejor.
Cuando Dios dice que los “diez mandamientos se resumen en
Dios: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”, ha
explayado ante el hombre toda la creación, desde el Creador a las cosas,
pasando por uno mismo y por los demás.
Pero ¿cómo voy a amar a los demás si para “amar” es
necesario “conocer” y “no me conozco a mí mismo”?.
Conócete a ti mismo, ámate como eres y, conociendo a los
demás como te conoces a ti, los amarás como te amas a ti.
Nadie debe ser un desconocido para sí mismo (este debe ser
el gran pecado actual original).
Hemos desviado el conocimiento hacia las cosas, para
dominarlas, para apropiárnoslas, para estar rodeado y vestido de/con ellas y
hemos acumulado tantas a nuestro alrededor que somos incapaces, ya, de desprendernos
de ellas, tan adheridas a nosotros, como para ser capaces de llegar a
conocernos.
He dicho y escrito, en varios lugares, que no se trata de
“tener”, ni de “tener más”, que la felicidad no habita en ese ámbito, que se
trata de “ser”, de “ser mejor”, como camino de felicidad.
Nos hemos vaciado y ese vacío lo hemos llenado de cosas.
“Conócete a ti mismo”, pero solemos pecar por exceso,
sobrevalorándonos, o por defecto, minusvalorándonos, subestimándonos.
Y es en el “termino medio” donde se encuentra la virtud.
Somos “cuerpos animados”, somos “almas corporeizadas”, y debemos “darle de comer” a los dos, para
mantenerlos en armonía.
Es más fácil ponerlo todo en un platillo, ser un “semental”
(todo y sólo sexo) o ser un “sacerdote o monja” (nada de sexo), sino “tener un
dominio sobre lo que somos, y somos “seres sexuados”.
Cualquier agricultor sabe que la “yunta debe ser/estar
pareja”, tener la misma fuerza. Si a uno le sobra y al otro le hace falta, el
surco saldrá curvo.
Yo siempre he considerado más meritoria a una “madre” que a
una “monja”, a un “padre” que a un “cura”.
Es más difícil el equilibrio que tumbarse a la bartola en
uno de los platos de la balanza.
Y Dios también tiene que saberlo.
Autoconocerse no es una fácil tarea porque somos juez y
parte en el empeño, y tendemos a minimizar los defectos y a sobrevalorar lo
simple valioso que tengamos.
Solemos vernos mejores de lo que somos, hasta casi
perfectos, por nuestro orgullo, por la presunción de nuestra valía, creernos
que la razón nos acompaña,… Todo juega a nuestro favor en la forma de vernos y
en nuestra contra en la manera de ser, pero solemos vernos como no somos.
¿Pero quién va a querer ser perfecto si cree que ya lo es?
Es lo que le ocurre al ignorante, que cree saber, luego….
La “razón” (muy importante) no es un valor superior a la
“vida” (valor fundamental).
La “vida” de quien ha infringido el reglamento como
conductor, saltándose el semáforo en rojo, o como peatón, cruzando la calzada
por donde no debía, prevalece sobre “tener la razón de la otra parte”
Entre “mi razón” y “su vida” no hay elección posible. Lo
justo, lo preferible, lo vale más, es la “vida”
Ser inteligente es saber mantener la armonía entre Razón y
Sentimiento, entre Cabeza y Corazón, entre Verdad y Bondad, entre el “tener
cosas” y “ser personas”
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