¿Qué pasó para que tras el
miedo, la huida y la estancia escondida, por temor a ser descubiertos e
identificados como seguidores del condenado y crucificado, tras no haber creído
en la palabra de la
Magdalena de que había resucitado, les invadiera un
entusiasmo tal que comenzaran a predicar las palabras del Maestro, no sólo
exponiéndose al peligro sino hasta ser martirizados?
¿Cómo pasar de estar
amedrentados, atemorizados y temerosos ante la ignominiosa muerte de su jefe, a
sentirse, de la noche a la mañana, invadidos por una fuerza, por un empuje
inusitado?
¿Quién les liberó del terror
del día anterior, temiendo ser colgados de un madero, a sentirse fuertes y
seguros?
¿Qué fue lo que trocó la
desilusión en entusiasmo?
La respuesta que, siempre, ha
dado la Iglesia
es una respuesta basada en la fe: el Espíritu Santo los transformó.
Es una explicación teológica.
¿Pero y desde el punto de
vista histórico?
Sabemos que eran hombres
sencillos, la mayoría de ellos pescadores del lago de Tiberiades, poco
instruidos, poco acostumbrados a los misterios religiosos y que no acababan de
entender aquella aventura del Maestro.
No lo entendían, pero lo
seguían fielmente, por la fuerza de su palabra, por su carisma, por su superioridad.
Tan no lo entendían cuando
les hablaba del “reino” que lo entendían como un reino material y se pegaban
codazos por ocupar los mejores puestos en él, con madre (de Santiago y Juan,
los del Zebedeo) de recomendación incluida.
Y ante la cara dura de la
madre, con el beneplácito de sus hijos, queriendo copar y ocupar los puestos de
preferencia, la respuesta (incomprensible para ellos) de que el que quiera ser
el primero, que sea el último, y que el que quiera ser servido, que sirva, que
el que quiera ser grande, que sea pequeño…
¿Cómo iban a entender que en
ese futuro Reino de Dios nadie iba a ser más que nadie, que todos eran iguales,
hijos de Dios, sin distinción entre varones y mujeres, entre ricos y pobres,
entre señores y esclavos,…?
Y aunque el Maestro, muchas
veces, les hablaba en y con parábolas, para que mejor lo entendieran, seguían
sin enterarse.
“Dentro de poco no me veréis
y dentro de otro poco me veréis” –les decía y se preguntaban qué querría decir
con eso, y qué era ese “poco”.
No entendían que les estaba
hablando de su muerte y de su resurrección.
“En verdad os digo que
lloraréis y os lamentaréis y el mundo se alegrará. Estaréis tristes pero
vuestra tristeza se convertirá en gozo”.
Incluso les pone el ejemplo
de la mujer cuando va a dar a luz, del dolor, del lloro, del lamento ante el
próximo parto y la alegría cuando el bebé está ya en sus brazos, el paso del
dolor al gozo.
“También vosotros estaréis
tristes, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría
nadie os la podrá quitar” (Juan 16, 21-22)
“Ahora sí que hablas claro, y
no dices ninguna parábola. Sabemos ahora que lo sabes todo y no necesitas que
nadie te pregunte. Por eso creemos que has venido de Dios” (Juan 16, 29-30)
Y el jarro de agua fría: “¿De
verdad ahora creéis? Pues sabed que llega la hora (y ha llegado ya) en que os
dispersaréis cada uno por vuestro lado, y me dejaréis solo….”
Y no lo entienden.
Pero el Maestro intuye su
degradante y ofensivo final y comprende que sus aterrorizados discípulos lo
abandonarán, en el momento de la muerte. Y así fue.
Intenta prevenirles de lo que
va a ocurrir, de lo que van a sufrir, pero les deja abierta la puerta de la
esperanza. Tendrán otro tipo de gozo en medio de las tribulaciones.
Y él sabe que uno lo entregará,
que otro lo negará y que todos lo abandonarán, pero se consuela repitiendo que
no va a quedarse solo porque su Padre Dios está con él.
Ni él sabía que el momento de
la muerte iba a ser mucho más duro de lo que él pensaba.
Y gritará a Dios por qué lo
ha abandonado.
Jesús, en el momento de morir
no sólo sintió el dolor físico de la cruz, sino el dolor humano de sentirse
abandonado por los suyos (tan sólo había tres mujeres, tristes y llorosas, y
dos ladrones como testigos, igualmente crucificados) y el “dolor divino” de
sentirse abandonado por su Padre Dios.
Es el grito de la soledad
suprema: “Eloí, Eloí, lamá sabajzaní”.
Tampoco la Magdalena estaría muy
segura de la resurrección cuando, en la mañana del domingo, acudió con todos
los ingredientes para tratar el cadáver.
O quizá si lo creyera, porque
él siempre había cumplido su palabra, pero no tenía ni idea de cómo podía ser
eso.
Lo cierto es que no tuvo
miedo, al menos como los apóstoles, porque también las mujeres podían ser
crucificadas y ella iba a tratar el cadáver de un condenado político, lo que
hacía sospechosa de complicidad.
Ella fue la primera testigo
de la resurrección y los apóstoles ni se lo creyeron ni la creyeron, quizá
porque, al estar enamorada, el amor la hacía ver visiones, confundir el deseo
con la realidad.
¿Por qué, sin embargo, a los
pocos días los apóstoles sufren una transformación, trocando el miedo en
valentía y la pusilanimidad en desafío?
¿Fueron causas humanas las
que pudieran haber intervenido o sólo causas sobrenaturales, como siempre la Iglesia ha defendido?
Si hubiera habido alguna
intervención humana en ello, con toda seguridad sería a través de la Magdalena.
Quizá, como dicen los
especialistas en comportamiento humano, la fuerza de quien, de verdad, cree en
algo, con el corazón, puede ser, en ocasiones, muy superior a la fuerza que
sólo se basa en el raciocinio.
Los evangelistas no se ponen
de acuerdo quién o quiénes estaban a los pies de la cruz, para alguno eran
varias mujeres, para otro eran sólo tres: María, la madre del crucificado,
María de Cleofás, hermana de su madre (lo que hace que Joaquín y Ana no fueran
padres de sólo una hija) y por tanto, tía del condenado y María Magdalena. Para
otro también estaba “el discípulo amado” (a no ser que la expresión “la discípula
amada” fuera masculinizada, en ese afán de apartar a las mujeres de los
primeros planos).
Pero todos, los cuatro,
coinciden en que la que sí estaba era María Magdalena.
¿Y quién o quiénes fueron el
primer día de la semana, la mañana del domingo, a la tumba?
.- Según Mateo, fueron María
Magdalena y la otra María (Mateos 28,1).
.- Según Marcos fueron María
Magdalena, María, la de Santiago y Salomé (Marcos 16, 1).
.- Según Lucas fueron María
Magdalena, Juana y María la de Santiago y las demás que estaban con ellas
(Lucas 24, 10)
.- Según Juan sólo María
Magdalena (Juan 20, 1)
(Para un ateo o antiteo o
agnóstico llamar “revelados” a cuatro evangelios y que en algo tan simple digan
cosas distintas, sería causa de confirmación en su postura).
Pero en todos aparece la Magdalena , además en
primer lugar, como la protagonista en la escena.
Y para Juan fue a ella
solamente a quien se le apareció resucitado (y la escena del “noli me tangere”)
¿Logró María Magdalena, con
esa fuerza inmensa del amor, el cambio en la actitud de los apóstoles? Como
causa natural es la explicación más viable (si alguien cree que era el Espíritu
Santo está en su derecho a creerlo, pero ya no sería una causa natural, humana,
sino sobrenatural).
¿Y qué palabras utilizaría,
qué gestos haría, cuál sería la fuerza de su mirada y el tono de su voz, para
que se operase la transformación en los discípulos?
¿Podría la pasión de una
enamorada haberlo conseguido?
“He visto al Señor”.
Después comenzaron a
multiplicarse las apariciones del Maestro
“Al atardecer de aquel día,
el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas
del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de
ellos” (Juan 20, 19)
Pero “por la tarde”, María
Magdalena había ido “al alba, cuando todavía reinaba la oscuridad, con una
antorcha”.
Y, por la mañana, se lo
cuenta a los apóstoles, que no la creyeron. Y por la tarde se les aparece el
resucitado.
María no había mentido. Jesús
no estaba muerto. Había estado muerto, pero había resucitado.
¿Qué de extrañar es que fuera
ella la líder indiscutible de las primeras comunidades cristianas?
Hasta que la operación
político-religiosa decidió relegarla al olvido o, al menos, disminuir su
importancia y liderazgo, convirtiéndola en una vulgar prostituta de la que
Jesús tuvo compasión y a la que perdonó sus viejos pecados de sexo y de la que,
estando, también, endemoniada, le sacó 7 demonios.
Una traición que hoy comienza
a revelarse y que obligará a revisar muchos recursos de la teología católica.
Y las preguntas se suceden.
¿Por qué no se le apareció,
en primer lugar, a su madre María?
¿Por qué no se les apareció,
en primer lugar, a los apóstoles?
¿Tiene sentido encomendar una
misión a una persona (Pedro) y, sin embargo, elegir a otra (la Magdalena ) para anunciar
la resurrección?
¿No había dicho él que el
varón, en el matrimonio, dejará a su madre y se unirá a su esposa y serán un
solo cuerpo….?
¿No será que, lógicamente, se
le aparezca, en primer lugar a la esposa, amada y amante?
¿No sería que la Magdalena tenía
preferencia en lo afectivo, en lo intelectual, en lo religioso y en lo moral?
En una cultura en la que la
mujer no era digna de crédito la elección de la Magdalena resulta
sorprendente.
Para la Iglesia y para la teología habría sido más cómodo que se le
hubiera aparecido en primer lugar a su madre (aunque se ha llegado a afirmar
que se le apareció a su madre “en privado”, lo que no consta en sitio alguno) o
a los apóstoles, pero TODOS los evangelios quisieron dejar evidencia (o era tan
notorio que no pudieron obviarlo) de que fue a la Magdalena a quien, en
primer lugar, se le apareció el resucitado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario