domingo, 18 de diciembre de 2016

ACOMPAÑANDO A J.L. SAMPEDRO LA FELICIDAD (4-2)


TRES SENTENCIAS:        

1ª sentencia. Es un refrán chino: “Cada uno de nosotros ha venido a este mundo, está en la tierra para descubrir su propio camino, el que lo hará feliz.

Nadie, jamás, será feliz siguiendo el camino de otro”.

“Felicidad es hacerse plenamente lo que se es, luchar por conseguirlo. No me interesa la felicidad de este modelo de sociedad: prefiero una vida intensa a la felicidad del idiota que quiere imponer el poder


Castilla del Pino afirmaba querer llegar a la felicidad desde la sabiduría: Creo que hay que reivindicar -en este mundo actual de sabedores, a veces de sabedores eminentes, pero no de sabios- lo que es la sabiduría: saber quién se es para vivir de acuerdo a sus preferencias, y construirse una vida como hábitat confortable.

Es sabio quien consigue amar y ser amado, se apasiona con su quehacer, goza de la amistad leal e inteligente, y de los libros que puede leer una y otra vez, y de la música que no se cansa de oír, y de los cuadros que no cesa de ver...

Y aleja y despacha fuera de su mundo lo que considera estúpido, cruel, feo, incluso incómodo.

Sabio, luego feliz: nada más (ni nada menos)”

Si nuestra esencia es la racionalidad, el más hombre, el mejor hombre, es el que más y mejor razona.

El virtuoso de la razón, el que la ejercita mucho y bien, el sabio. “Sólo el sabio puede ser feliz”. La felicidad reside en la acción, en el ejercicio, en el desarrollo, en el incremento. de la razón.
                
“Solo el sabio puede ser feliz”.

Pero “felicidad”, en griego, se dice “eu-daimonía”. “Eu” significa “bueno”, “bien”  (Eu-genio, eu-thanasia, eu-logio) y “daimon” que significa “don, regalo, gracia, cualidad, capacidad…don – donación - dar).
Uno de los significados, pues, de eudaimonía es “una buen don, un buen regalo”.

Si soy “sabio” soy “feliz”, éste es el gran regalo que yo tengo; la gracia que se me da, el don que poseo.
Pero de “don” me sale “donación” = dar.
Porque la felicidad nunca puede ser individual.
El don de la felicidad pide, exige, ser donada, compartida.
El don debe ser donado para ser perfecto.
La felicidad debe ser compartida para que sea auténtica felicidad.
Nadie puede ser feliz rodeado de gente infeliz.
Sólo pensar que puedes perderla o te la pueden quitar crearía en ti infelicidad.

La felicidad es contagiosa.
Tenemos la obligación de ser felices para hacer felices a los demás.
Sólo puede dar el que tiene.
Una persona triste tinta de tristeza todo lo que le rodea.

Pero para que el don sea donado hace falta amor.
Para repartir felicidad hace falta amor, hace falta amar y ser amado.
“Ama al prójimo como te amas a ti mismo”.
Si eres feliz y amas, harás felices a los demás.

Felicidad individual y felicidad ajena.
A esta última, hoy, se la llama Justicia.


2ª sentencia: la de un viejo, pero no anciano pensador español, Miret Magdalena: “La felicidad es como la risa, contagiosa. El único modo seguro de hacernos cada uno la vida agradable, es hacérsela agradable a los demás”.

Ahora que está tan de moda la autoestima (tanto la baja, como la alta) deberíamos ser conscientes de que la autoestima es un cruce de dos caminos:

1.- La valoración que recibimos de los demás (cómo nos ven los otros) y
2.- La valoración que nos damos a nosotros mismos.

Si son totalmente opuestas dichas valoraciones se produce un desequilibrio psicológico que hiere. Ni 80 -20, ni 20 – 80. Lo ideal sería 50 – 50, o 100 – 100. Pero incluso en este caso puede ser “autenticidad” o “hipocresía”.
Pero cuando incluso uno de los sumandos es superior al otro, siempre es posible modificarlos,  rectificarlos.

La mejor forma de valorarse a sí mismo es aceptarse como se es. Alto-bajo, gordo-flaco, viejo-joven, guapo-no tan guapo (no quiero decir “feo” porque: 1.- No hay mujer fea y 2.- Al varón le basta con ser lo suficientemente poco feo para poder ser querido).

Una vez aceptado como se es, repetir, conscientemente, actos positivos, para ir creando hábitos (inconscientes) y conseguir, así, un carácter, una forma de ser valiosa.

Una vez conseguido esto, abandonar, huir del auténtico enemigo de la felicidad, el egoísmo.

El egoísta sólo conoce el yo, mi, me, conmigo, para mí, y, si aún sobra algo, también para mí.

Sólo querer recibir es estar abonado al premio seguro de la infelicidad.

El egoísta ve el mundo sólo como posibilidad de posesión.
Juzga todo y a todos según el único criterio de la utilidad.
Pero la persona, siempre, es fin en sí misma y no medio para nada ni para nadie.

Pero no hagamos equivalentes “egoísta” y “amarse a sí mismo”.
Debemos amarnos, mucho, a nosotros mismos para poder amar, de la misma manera, a los demás.

Hasta el 10º Mandamiento de la ley de Dios nos lo recuerda: “amarás al prójimo (al otro) como te amas a ti mismo”, dando por supuesto que cada uno se ama, mucho, a sí mismo.
¿Cómo, si no, vas a amar a los demás?

El que se ama a sí mismo no, por eso, tiene que ser egoísta, puede estar aprendiendo cómo debe amarse.
Pero, en el placer de amar al otro, de dar y darse, de entregarse, se incrementa el valor de uno mismo (que se lo pregunten a las madres)

Deberíamos decir, incluso, que el egoísta es un pacato, un encogido, que no sólo no se ama demasiado, sino que se ama muy poco.

El cristiano habla del “amor agapático”, el placer de dar, o mejor compartir.

Durante mucho tiempo afirmé que el cristiano era un egoísta si, cuando obra, sólo piensa en el premio eterno que le espera.
Mucha recompensa (la eternidad) para tan poco mérito (temporal).

Después, cuando me fijé en la vida de algunos santos (aunque no estén canonizados, ni en los altares), me refiero a San Vicente Ferrer y la donación de su vida para disminuir el mal y la pobreza en la India, no dando, sino “dándose”, “perdiéndose para encontrase”, “anonadándose para plenificarse”, “arruinándose para enriquecerse” y sin pensar en el cielo, sino en la tierra,….

Como canta Revólver: “no hay droga más dura que el amor sin medida”, éste si que es adictivo.

Este cristianismo vivido, al margen, incluso en contra de la Iglesia establecida, coincide con la entrega, por motivos meramente humanitarios, de tantos cooperantes y filántropos.
Se les dará el cielo (si existe), por añadidura.

Es “La Peste”, de A. Camus.

Tengo una camiseta, comprada en el Instituto, y que llevo al gimnasio, con una leyenda: “¿Quién iba a decirnos que, después de intervenir en tantas guerras, iban a darnos el Premio Nobel de la Paz”? (Firmado: “Médicos sin fronteras”).

Me gustaría tener esta otra camiseta: “¿Quién iba a decirnos que, tras tantos años combatiendo epidemias, los enfermos iban a enseñarnos que lo más contagioso es la risa?”.

¿Y qué decir de “Los payasos sin fronteras”? (aunque los que nunca hemos pasado hambre no podemos saber si con el estómago vacío uno puede reírse).

Ayudar al otro es ayudarse a sí mismo.
“Dar” no es “perder” sino “compartir”.
El Bien es como la Verdad, algo difusivo.
Al enseñar al otro una verdad, el que la entrega no la pierde, sino que la multiplica.

Igualmente con el amor, el que da recibe lo dado multiplicado.

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