Cuando
cayó el muro de Berlín, ese que para unos era el obstáculo para que no entrasen
los de fuera y para otros para que no saliesen los de dentro, sus pedazos se
vendían como oro en paño por el simbolismo que suponía, el levantamiento del
telón de acero para el tránsito normal de personas, con la convicción de que
llegarían a Occidente todos, o casi todos, los transeúntes y pocos los que lo
cruzarían para pasar a la parte oriental.
Pero pocos saben que cuando
se derruyó la Bastilla
se empezaron a repartir, como reliquias, trozos de la fortaleza, por todo el
país, que se fundieron las cadenas y con ellas se acuñaron medallas
conmemorativas y con las piedras, incluso, se hacían pequeñas imágenes votivas
de la libertad.
Hasta 83 se hicieron, que
fueron enviadas a cada uno de los Departamentos.
Y es que la Bastilla , más que lo que
en sí era, una fortaleza, era un símbolo de lo viejo, de la tiranía, de las
detenciones arbitrarias, de la inseguridad, de la indefensión.
El paseo con la cabeza del
Gobernador de la Bastilla ,
en lo alto de una pica, camino del Ayuntamiento es todo él un paseo expiatorio.
El ojo de una de las dos
cabezas, sacado de su órbita, caía sobre el rostro oscuro del muerto, la pica
le atravesaba la boca abierta, cuyos dientes mordían el hierro de la pica.
La gente, enfervorizada,
gritaba de alegría.
Era la fiesta del chivo
expiatorio, el mito de siempre, el culpable de todo lo malo, totalmente
justificado, porque con su desaparición también desaparecían todos los males.
Incluso el paseo era
expiatorio.
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