Pilatos era un caballero
romano que, en su función de procurador, sólo tenía autoridad sobre unos
auxiliares que no eran ni romanos ni originarios de Italia.
En los países conquistados,
los romanos preservaban las instituciones de dichos pueblos en la mayor medida
posible.
Por eso el Sanedrín –tribunal
supremo de los antiguos judíos, en Jerusalén, compuesto por sacerdotes,
ancianos y escribas- podía operar como Consejo Nacional y podía juzgar a Jesús,
pero no podía condenar a nadie a la pena de muerte.
La ley hebraica era tan
complicada y las reacciones del pueblo a veces tan incomprensibles para los
romanos, que la justicia romana evitaba mezclarse en sus asuntos y máxime
debido al hecho de la gran tolerancia romana en lo concerniente a temas
tocantes a la religión.
La religión judía estaba bajo
la protección romana.
A Roma, que, poco a poco, fue
siendo, de tan tolerante, agnóstica, fue dejando de creer en sus dioses
mitológicos, y como cada pueblo conquistado tenía sus propios dioses, llegó un
momento en que a los romanos ya les daba igual 8 que 80 dioses (¿qué era el
“panteón”?)
“En Roma –llegaba a decirse
que – era más fácil encontrar a un dios que a un hombre”
La presencia de tantos
dioses, el hartazgo de tantos dioses, llevó a no creer en ninguno.
La Ética, sin embargo, sobre todo la del estoicismo y la del
epicureísmo, fue orillando a la religión en el mundo romano, pero en Palestina
la religión judía ejercía una gran fascinación en muchos romanos, a quienes
esta religión se les había sido prohibida en Roma, sobre todo porque evitaba el
caos del politeísmo, por la simplicidad del monoteísmo que, en una sola deidad,
YAHVÉ, lo concentraba TODO, el poder, la sabiduría, la justicia, las mercedes o
favores,...
En Jerusalén los judíos no
sacrificaban al César y al pueblo romano sino que sacrificaban para ellos
mismos, para lo suyo.
Y en consideración a los
sentimientos religiosos judíos, la moneda acuñada por los procuradores para
Judea no llevaba la efigie del emperador.
Incluso los estandartes, como
llevaban retratos, debían permanecer fuera de la Ciudad Santa.
Todo debió de comenzar así.
Las numerosas guerras
civiles, que eran el azote del reino de Judea tras la revuelta de los Macabeos
contra los Seleúcidas, fueron el pretexto para que Roma interviniera y
convirtiera el reino en su protectorado.
El 37 a . C. Roma autorizaba la
sucesión al trono de Herodes, un edomita y, a la vez, un valiente general y un
diplomático capaz.
Conquistó Samaria y los
puertos filisteos. Resistió las intrigas de Cleopatra, reconstruyó Samaria
(Sebaste), construyó teatros griegos, anfiteatros romanos, baños, incluso
quinquenarios, donde los atletas desnudos mostraban sus habilidades (lo que
causaba gran repulsión entre los judíos).
Construyó en Jerusalén un
nuevo templo magnífico y persuadió a Agripa, general romano, yerno y ministro
preferido de Augusto, para que visitase Jerusalén y participase en la solemne
inauguración del templo.
Agripa no sólo aceptó la
invitación sino que sacrificó cien bueyes a Yahvé, lo que provocó grandes
simpatías entre el pueblo.
Herodes dispensaría del
servicio militar a los judíos y éstos recibirían un permiso especial para la
celebración del “sábado”.
A su muerte (año 4 a . C.) Augusto tenía que
elegir un sucesor entre sus tres hijos.
Pero como Judea se había
hecho rica y fuerte, y por tanto un peligro potencial para Roma, intentó
dividirla en tres reinos pero surgieron agitaciones, atacando, incluso a una
legión romana, lo que provocó la represión y la crucifixión de 2.000
habitantes.
Al final la división fue en
dos: Judea (para Arquelao) y Galilea (para Herodes Antipas).
Como Arquelao fue destronado
a petición del pueblo, Judea se convertiría en una provincia romana, con su
propio procurador.
A Herodes Antipas (Galilea)
fue al que Jesús insultó llamándolo “ese zorro” y reinó hasta el año 39 d.C. y,
tras su muerte, Galilea fue unida a la provincia de Judea.
Herodes Antipas estaba de visita
en Jerusalén cuando se desarrollaba el proceso contra Jesús, un proceso sin
importancia, como otros cientos de procesos contra alborotadores y criminales,
condenados a muerte, muerte de Cruz, en Jerusalén, siempre en el Gólgota y, a
menudo, más de uno a la vez y estaban tan acostumbrados a ver a los
crucificados que tan sólo hubo unos cuantos como testigos para quienes era la
muerte de un ser querido o amigo pero no que fuera el que perturbara la “pax
romana”, reina y señora del interior de las fronteras del imperio.
Como he escrito en otros
lugares a los romanos no les preocupaba para nada las ideas religiosas de Jesús
(eso quedaba para el Sanedrín) por eso éste fue con el cuento de que Jesús había
dicho que iba a “ser rey” y eso suponía ser un peligro para la estabilidad
política del imperio.
Los judíos lo habrían
lapidado, nunca crucificado.
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