Es curioso. Llamas a una cosa
“vieja” y, automáticamente, la calificas de rota, de inservible, anticuada,
averiada, estropeada, abandonada. Ahora si la llamas “antigua”, entonces no
sólo la conservas, sino que la estimas, la valoras, la pones en el vitrina. O
sea, que lo “antiguo” es valioso, los “ancianos” son sabios, pero lo “viejo” es
deterioro, estorba, contamina o estropea el paisaje, es gravoso. ¡Curioso el
lenguaje¡ También se ha contaminado de economicismo. Valora o infravalora sólo
según su interés.
Vivimos en una sociedad de
cosas más que de ideas. El seguro pájaro en mano, aprovechable, vale más que la
belleza de ver 99 pájaros volando y dibujando en el aire. El euro vale más que
la justicia. La solidaridad y la concordia nada tienen que hacer ante el “yo,
mí, me, conmigo, para mí”.
El anciano valdría, sería
útil si ayudara, cooperara, a la depredación de los recursos naturales, pero es
inútil si sólo es fuente de ideas morales
que tiendan a la prudencia, a la justicia, a la solidaridad, al
humanitarismo, a la generosidad, a los sentimientos humanos. En el primer caso
seríamos combustible social. En el segundo caso sólo somos lastre social.
Rentabilidad versus emotividad.
Conocimiento racional, frío,
calculador, previsor, versus conocimiento emocional, fuente de una comunicación
más íntima, más inmediata y directa con el medio.
Explotar el medio versus
mimar el medio. Transformarlo y consumirlo hasta agotarlo versus conservarlo
descontaminado para identificarse con él, para vivir en él, para disfrutar de
él y en él.
La torre de pisos en los que
morar versus el parque de fuentes, de árboles y de paseos en los que vivir.
El economicista no necesita
parques. Los mayores no necesitamos alturas. No somos rentables.
La convivencia debe estar
preñada más de emociones que de conocimientos a secas.
Para la coexistencia la razón
basta, para convivir lo emotivo es necesario.
Los usuarios de un autobús no
son tu familia en tu coche.
A la vejez habría que darle
un nuevo sentido.
Porque si es verdad que hemos
dejado de producir y de competir lo cierto es que no hemos dejado de vivir. O
mejor aún, hemos empezado a vivir realmente, a vivir bien.
Nos han retirado de la calle
del trabajo, pero nos hemos trasladado a la avenida de los sentimientos, a
disfrutar de los recuerdos contados y compartidos, a dedicarles a los nietos el
tiempo que no pudimos dedicarle a los hijos.
No queremos ser simples datos
estadísticos, queremos ser contemplados como animadores éticos, dinamizadores
de una concepción ética de la vida social.
Merecemos el reconocimiento
no sólo por lo que hemos hecho, sino por lo que somos, personas ilusionadas,
que quieren seguir viviendo, y viviendo bien.
Deberíamos ser despertadores
de sentimientos.
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