jueves, 19 de marzo de 2015

EN EL DÍA DE MI JUBILACIÓN.



Todos hemos oído hablar de Jiménez Díaz y de Marañón. Esos dos grandes médicos madrileños.
Cuenta el profesor Marina que por los años cincuenta había una especie de pugna acerca de si el mejor médico era uno u otro.
“El mejor es Jiménez Díaz" - decían muchos, e, igualmente muchos decían: “es mucho mejor Marañón”.

 Un día, en una reunión de médicos, en que, de nuevo había surgido la discusión, apareció un médico, ya él muy viejecito, diciendo: La respuesta a esa pregunta la sé yo.
-Y ¿por qué la sabe Ud?
Porque fui durante muchos años Catedrático de Patología en San Carlos y hacía las autopsias de los enfermos, ya muertos, que habían sido pacientes de ambos.
Así que sé quién es el mejor médico: Jiménez Díaz sabía mucho más que Marañón, pero Marañón curaba mucho más que Giménez Díaz.
Ah, ¿Y qué? –preguntaron muchos.
“Es que son dos cosas distintas.”

Nosotros nos movemos, vosotros, docentes, os debéis mover, en el terreno de Marañón.
No necesitáis ser los que más sabéis sino los que más y mejor enseñáis.


Luego, los enseñantes solemos caer en otro error.
Creemos que la inteligencia es la facultad de resolver ecuaciones diferenciales, conocer las causas y las consecuencias de la primera revolución industrial, saber medir un verso en dáctilos y espondeos, conocer las diferencias entre imperativos categóricos e imperativos hipotéticos y otras cosas por el estilo.
 Y resulta que la inteligencia es la facultad de dirigir la conducta para salir bien parados de la situación en que estamos, en que están los alumnos. Que son eso y son así y no son como nosotros quisiéramos que fueran.

La inteligencia, básicamente, no está orientada al conocimiento, sino a la acción, no está orientada al saber, sino a la felicidad, obrando bien. 
Tenemos/tenéis que conseguir que al alumno le guste estudiar, no sólo que estudie, que sea feliz estudiando, sabiendo. Que el saber es bueno, que es valioso, que el saber sabe bien, que tiene buen sabor.

No nos debe bastar, no os debe bastar, saber mucha filosofía, mucha matemática, mucha historia o mucho latín y saber explicarlos.
Sois, debéis ser, educadores a través de la enseñanza de vuestra asignatura.

Nos empeñamos en enseñar el currículum manifiesto, pero nuestros alumnos aprenden también y sobre todo, el curriculum oculto.
No tanto lo que decimos y cómo lo decimos, como lo que hacemos y cómo nos comportamos, cómo somos.

Estamos tratando con alumnos, con personas con una personalidad en formación, podemos ayudarles en su maduración de una manera adecuada, a su ritmo, natural, en la consecución de una autonomía personal o podemos frustrarlos, que se malogren como personas.
Nuestro alumno no sólo es alumno, es hermano de, hijo de, enamorado de, que odia a, que tiene que hacer todos los días aquello y que ahora en su casa tiene un problemón.....

“Es que antes era mucho más sencillo. En nuestros tiempos las cosas no eran así.”
Y es verdad. Vivíamos en una sociedad más cohesionada, más autoritaria.
Pero nuestro trabajo, vuestro trabajo, consiste en enseñar no al alumno ideal, al que nos gustaría que existiera, sino a ese alumno real, al que nos llega, que es mucho más complicado.

Imaginad a un médico que dijese: “Los enfermos de hoy día son detestables. Antes se tenía una gripe y era una gripe decente, pero ahora vienen con gripes  complicadas con alergias, con trastornos psicosomáticos, con el azúcar por las nubes... Son pacientes insoportables”.
Pero el médico no puede decirle: “váyase Ud. a que le cure su familia y cuando sea Ud. un enfermo decente, venga aquí y yo le trataré de la gripe”.

Nosotros los profesores, vosotros los profesores, estamos también tentados de decir lo mismo: “Vete y que te eduque tu familia, y cuando estés medianamente educado, ven y yo te enseño filosofía, matemáticas, historia o latín”.

A todos nos gustaría tener enfermos decentes, alumnos maravillosos, y estar lejos de los vagos, de los mal educados, de los insociables, de los que te revientan la clase y te revientan a ti.

Dicen que en los años 50 hubo en China una plaga de ratas que se comían los cultivos de arroz. Entonces, al gobierno chino, que no tenia dinero para una campaña de desratización, se le ocurrió una ideal realmente genial: “Somos 1.500 millones de chinos, si cada chino mata un par de ratas, en  dos fines de semana hemos acabado con todas las ratas y se acabó la plaga”. Y para incentivar la cacería de ratas se prometió un pequeño premio por cada rata muerta.

Pero no contaron con que los cultivadores de arroz echaron cuentas y llegaron a la conclusión de que era más rentable criar ratas que sembrar arroz.
Construyeron unas jaulas fantásticas, metieron en ellas unas cuantas ratas y dejaron que la naturaleza obrara libremente y por su cuenta.
Ya no tenían que estar preocupados ni por el tiempo, ni por el abono, ni por el agua, ni por  las ratas...

Así nos pasa a nosotros muchas veces en la educación. Cosas que vemos claras en la teoría, no funcionan cuando intentamos llevarlas a la práctica.

¿Qué por qué os digo todo esto, profesores amigos?

Porque quiero poder seguir diciendo y presumiendo durante los próximos 36 años (ese es el objetivo, a corto plazo, que me he marcado: 36 años cotizando, 36 años jubiloso de estar jubilado), quiero poder seguir diciendo que he estado trabajando en el mejor instituto de Málaga, con los mejores profesores del mundo, y que hemos educado a la mejor juventud  del universo.

POR FAVOR,


Os agradecería que no me defraudarais.

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