Tenemos, a veces, costumbres tan arraigadas y damos como
evidentes ciertas informaciones que ni siquiera nos las cuestionamos.
¿Por qué no van a ser las correctas si las tenemos, ya desde
pequeños, como soldadas a nosotros formando una segunda naturaleza?
Nos es tan evidente la existencia de Jesús y su doctrina que
no nos cuestionamos si no será un mito su vida como nada original sus
enseñanzas.
Ya se preocuparon algunos, interesados, en prohibirnos
ciertas lecturas y determinadas conductas, como pecaminosas para que no
levantaran en nosotros sospecha alguna de que todo había sido un mito, y no una
realidad.
Habría bastado, a veces, con acercarse a las biografías no
edulcoradas de los grandes genios y sintonizar con sus rebeldías a las
circunstancias en que se movían. Porque si algo no es un genio es ser
“conservador” e intentar mantener el traje inmaculado, sino que siempre lucha
por una nueva vestidura ante una circunstancia siempre cambiante.
Un genio siempre es un rompedor, superando su presente y con
la vista puesta en el futuro,
“Dicen los Evangelios que Jesús…” ¿pero es verdad que por el
mero hecho de que lo digan los evangelios, cuyos autores ni siquiera lo
conocieron, es verdad lo que dicen?
Es verdad que lo dicen, ¿pero es verdad lo que dicen? ¿O la
verdad es que casi nada de eso tuvo que ver con la realidad?
Estoy releyendo un libro titulado “El mito de Jesús”
Su autor, actualmente, es un ateo, hijo de judíos, y que
tuvo que aprender, como todo buen judío, ya desde su niñez, la Torah, el Talmud
y toda la cultura judía, y que afirma, taxativamente, que casi todo, (por no
decir “todo”) lo que los Evangelios ponen en boca de Jesús, como un mensaje
original, está tomado de las Escrituras Sagradas Judías, muy anteriores a los
Evangelios, escritos por cristianos judíos, entre 60 a 120 años posteriores a
la muerte de Jesús.
En otros lugares de mi blog he repetido, por activa, por
pasiva y por perifrástica (tanto activa como pasiva), que es una barbaridad
confundir y no distinguir entre “el Jesús histórico” y “el Jesús de la fe o
Cristo” (que muy poco tienen que ver), e igualmente entre “el Cristianismo” y
“la Iglesia” (que menos aún tienen que ver).
Una cosa es “la historia” (realidad) y otra muy distinta “la
fe” (creencia). Como una cosa es “la doctrina” y otra muy distinta “una
Jerarquía de poder” sumamente interesada en defender, hasta con la muerte de
quien lo pusiera en duda, lo negara o aceptara como verdadera o más verdadera
otra doctrina distinta, siempre creación humana y nada de divina.
Pablo o Saulo de Tarso (ciudad hoy en Turquía), nacido entre
los años 6 al 10 del siglo I, era un judío griego, que tenía la ciudadanía
romana y que era el esbirro de un rabino judío, de nombre Gamaliel, y era el
encargado de perseguir a una secta, la cristiana.
Esta secta (los cristianos) representaba un peligro real
para la posterior sublevación contra Roma que estaba gestándose, desde siempre,
en la mentalidad judía.
Y aunque se afirma que era perseguida por no cumplir la ley
y despreciar las Escrituras, la verdad debió ser su confesada oposición a la
violencia y su disposición a perdonar a quienes los ofendían.
Sabemos, por Historia (y esto no es creencia) que esa
rebelión contra Roma estalló el año 64 y acabó con la toma de Jerusalén por el
Emperador Tito en el año 70, dejándola, literalmente, reducida a escombros y
saqueando y destruyendo el Templo.
Pero la versión edulcorada por el Cristianismo posterior es
que Pablo se cayó del caballo cuando volvía a Jerusalén, después de perseguir a
la secta cristiana, y tuvo una aparición divina, en medio de una gran luz, en
la que Jesús le dijo aquello de “Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?”
Saulo quedó cegado y aturdido y cuando se recuperó estaba
sentado en el camino, junto a su caballo y bla, bla, bla,……
Este es el mito. La realidad debió ser otra.
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