Cuando mi padre decía (y lo decían y siguen, hoy día, diciéndolo tántos que no son mi padre) aquello de: “esto lo arreglaba yo en dos días”, fuera el que fuera el problema: laboral, político, moral, religioso, militar, económico,… por lo general, me echaba a temblar.
Porque un problema complejo, que ha ido “complicándose” poco a poco, como bola de nieve cuesta abajo, no puede ser resuelto de manera sencilla, pues los planteamientos para buscarle soluciones (un problema complejo nunca tiene “una” solución “simple”) deben venir desde distintas posiciones y por diversos especialistas.
Mi padre, como todos esos tántos, eran/son unos “simples”, unos “simplones” (en el buen sentido de la palabra). Creían que un problema “complejo”, complicado, tenía “una” solución “simple”, sencilla y, además, ellos la tenían a mano, en el bolsillo. Y eso no es así.
Pero eso es lo que ocurre en el orden práctico, en la vida social diaria.
Entre todos vamos creando y liando y agrandando y complicando los problemas varios y, luego, es difícil erradicarlos.
Crearlos es muy fácil, basta con dejarse llevar. Nacen, crecen, se multiplican,… pero luego, para acabar con ellos, solucionarlos, ni es fácil, ni todos pueden hacerlo.
Aristóteles, en otro plano, en el plano moral, hace un planteamiento y da una solución análoga, acertada y válida.
“La virtud es –dice el filósofo- el hábito de obrar bien”, como “el vicio es el hábito de obrar mal”.
Pero ser virtuoso, ser dominador de una actividad, cuesta, supone mucha constancia, mucho entrenamiento, mucho tiempo y muchas ganas.
No se nace virtuoso, uno se hace virtuoso.
Ser virtuoso del balón o del baloncesto (tipo Messi o Gasol), del piano, del golf, del escribir, novelas o a máquina, de cualquier deporte o actividad, ser virtuoso de la economía o de la política o de la enseñanza o de… hay que conseguirlo.
No se nace virtuoso, uno se hace virtuoso.
Pero la virtud, una vez conquistada, queda enquistada en nosotros como una segunda naturaleza. Ella nos permitirá, luego, perfeccionarse, hacerlo todo más fácil, más rápido, más perfecto,…
El vicio, en cambio, no. Para ser vicioso no hay que hacer nada, sólo dejarse llevar, no esforzarse.
Mi vicio de escribir sobre este teclado, con dos o, máximo, tres dedos, no me ha costado esfuerzo alguno. Ha llegado solo, al no oponer resistencia, al no esforzarme en utilizar los diez dedos, al no practicar, al no dedicarle tiempo,…y, una vez el vicio enquistado, es difícil, muy difícil (no imposible) desenquistarlo.
Podría hacerlo, si me lo propusiese, llegaría a ser un “virtuoso del teclado”, en vez de este tenaz “vicioso” que soy.
Pero ya… me dejo llevar, moriré siendo un “vicioso mecanógrafo y taquígrafo”.
Porque ¡hay que ver lo mal que lo hago y lo lento que soy¡.
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