Un amor en ausencia de la persona amada, un amor recordado, incluso un amor revivido, nunca será un amor tan sentido como aquel primer amor que creó desbarajuste en tu interior.
Un amor imaginado es como ver y leer un folleto de la Carihuela. Hay que estar allí, en persona, para difuminarte y abstraerte.
Cuando tenemos presentes a nuestros nietos y los cogemos, besamos, mordemos, le hacemos perrerías,… nos entra como un cierto remordimiento de que eso no se lo hicimos o, al menos, no se lo hicimos tanto y tan intensamente, a nuestros hijos.
Amor a nuestra pareja con la que llevamos compartiendo años y años, amor a nuestros hijos, que ya volaron del palomar y el amor a nuestros nietos, son amores distintos, no comparables o, como decimos en filosofía, son “inconmensurables”.
El amor de padres a hijos tiene una base biológica directa, sobre todo, con seguridad, con la madre (salvo fallo o mala intención tras el parto).
Ver fuera, en los brazos, llorando o durmiendo, a quien hace tan sólo media hora estaba ahí dentro, dando patadas y retorciéndose, imaginándoselo, tiene que ser una sensación prohibida al padre, un simple invitado en el proceso del nacer.
Ese bebé que, genéticamente, es sólo un 50% de la madre, biológicamente es 100% materno.
La sensación de ver, oír, oler, gustar, tocar a esa criaturita indefensa, vitalmente inútil, agarrando con la boca y chupando el pezón materno, es algo prohibido, sólo imaginado, para el padre y sólo experimentable por la madre.
El padre siempre es alguien externo a esa con-comunión madre-bebé, aunque esté sumamente feliz, es un invitado al acto, 100% materno.
El bebé es concebido, generalmente, sexualmente, siempre genéticamente, con amor o sin amor (más bonito lo 1º) pero no necesario, el sexo es suficiente, son muchos lo que llegan por la simple actividad genital, llegarán sin ser buscados, o en contra de la voluntad (ya no digo nada de un embarazo consecuencia de un machismo practicado con la misma esposa, y, peor, por una violación).
Pero, incluso, ese niño que se presenta sin haber sido invitado, consecuencia natural biológica, sexual, genital, una vez que sale del claustro materno y entra en el claustro familiar, será bien querido.
El ansia erótica estimula la fisiología y el sexo, que no sólo es placentero sino también vehicular, puede soltar todo un ejército de espermatozoides, en una carrera desenfrenada, a base de latigazos, al encuentro de ese óvulo.
Igual que hay trampas en el lenguaje, también el sexo nos hace trampas, a veces nos engaña y, ofreciéndonos el caramelo placentero, nos trae un bebé.
Al hacerlo, el varón se conciencia de su poder pero la mujer se vanagloria de su conversión en madre.
El hijo, al nacer, ni saluda al padre, que le ha hecho un servicio, pero se engancha a la madre, que es la fuente en que beber.
Su lloro es la llamada a cualquiera de los dos, pero fundamentalmente materna.
El amor como emoción, de los primeros momentos va tornándose en amor como preocupación.
El amor, en la evolución y crecimiento del hijo, siempre será igual (no desigual), pero distinto (no idéntico).
Ahora, y cada vez más, sí que se pone en práctica el dicho de que “obras son amores”.
“No me digas que me quieres, papá, hazlo” –podrán decirnos nuestros hijos. Pero, exactamente eso mismo podremos decirles nosotros a ellos, cuando estén en el Colegio, en el Instituto, en la Universidad.
“Obras son amores”.
¿Y con los nietos?. Porque ahora ya no hay un vínculo biológico inmediato, sino mediato. Entre ellos y nosotros media el hijo/nuera, hija/yerno. Somos los terceros en esa relación, una relación mediada o mediatizada.
Así como el padre experimenta y es consciente de su virilidad al ver a su hijo, el abuelo ya no desempeña el papel de autor.
El abuelo experimenta hacia su nieto un amor, que podíamos llamarlo, de salvación, de amparo, de ángel laico de la guardia, de facilitador de experiencias y desfacedor de posibles o reales entuertos.
El nieto, como hijo mediado, es una llamada al abuelo de que todavía puede/debe ser muy útil ante su prolongación como ser vivo.
Cada año que pase, ser abuelo se convierte en un triunfo sobre la muerte, propiciado por la presencia del nieto.
Quizás al niño, en sus comienzos, le dé igual ser nieto que no, pero al abuelo no le da igual ser abuelo o no. Porque el nieto, desde su pobreza, y desde el mismo momento de nacer, es un dador de abuelidad.
Mientras el nieto engendra abuelidad consciente, el abuelo sólo produce nietitud latente.
El nieto atrae tanto la atención del abuelo que éste deja de mirar hacia su muerte, lo distrae de ella, la aleja de la conciencia, para fijarse en esa vida primeriza.
Un periodista, ya fallecido, lo expresaba fielmente: “El padre tiene un hijo, el nieto alumbra un abuelo”.
Uno no se hace abuelo, lo hacen abuelo.
Así como el amor de padre es un amor donante, el amor de abuelo-nieto es un amor recíproco, pero quien más sale ganando es el abuelo, porque estira su vida como una goma, de cuya otra punta está tirando el nieto.
El abuelo ya no necesita muchas cosas, pero sí de esas que son sus compañías aseguradoras de vida. Me refiero no a los libros, sino a “esos libros”, a esa mecedora, “su mecedora”, “su rincón de la casa”, pasear por “su paseo” y charlar no con personas sino con “esas, sus amigos”.
Ya no vale “cualquier cosa ni cualquier persona”. Los abuelos se hacen muy suyos. Los demás lo llamarán monotonía lo que él denomina vitalidad gratificante y felicitante. Eso, tan a mano, personas o cosas, son para él como el botiquín salvador capaz de inyectar vida.
Esos hábitos, esas cosas siempre ahí, a disposición, a mano, que otros llamarán manías, son compañeros que lo reafirman de qué él, también, está ahí, con ellos.
Cuando el abuelo, durante el paseo y cuando menos lo espera el nieto, dice: “el que quiera un helado, que levante la mano derecha, no, la mano izquierda, no, las dos manos” y ve la cara del nieto, con los ojos bailando y la sonrisa contagiosa, es lo más parecido a la felicidad eterna que Dios pueda prometer a sus creyentes.
Ver al nieto, con el helado en la mano, es pedirle a Dios que pare el mundo, para inmortalizar la escena.
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