El individuo actual vibra
sobre un transfondo nihilista y una búsqueda inútil de significado.
Sobrevive en un mundo social
gaseoso en el que los otros no existen y él sólo procura respirar y vivir, sin
ataduras ni compromisos, sólo mirando y actuando desde su ombligo, el centro de
un mundo sin centro.
Adiós, pues, al proceso de
ser persona para lo que es indispensable, necesario, la relación interpersonal
para coactuar con ellas.
Adiós al sacrificio, al
ascetismo, al autocontrol, a la valoración positiva del trabajo, al ascenso
personal,… ocupado en la búsqueda y conquista de gratificaciones inmediatas,
renuncia al aplazamiento de los mismos.
El sistema tiene necesidad de
hombres así, trabajadores para tener un salario, ahorradores y contribuyentes
para mantener el sistema, consumidores y ciudadanos hipotecados.
Hipotecar su vida futura por
el consumo del presente y sin ya poder deshipotecarse.
¿Cómo armonizar la “eficacia”
del orden económico con la “igualdad” del orden político y el “hedonismo” del
orden cultural?
El pluralismo político le
permite al individuo el autoservicio, tan legítima su opción, como quien opta
por otro producto de la estantería del supermercado y, además, tenemos
conciencia de coincidir (y no cuestionárselo) en ser igualmente consumista.
Este individualismo
narcisista no aspira a una sociedad auténtica sino a una sociedad polimorfa, a
un mundo abigarrado que ponga todas las formas de vida a disposición de cada
individuo para que cada uno elija lo que más le apetezca sin pararse a
reflexionar si es bueno o malo, bello o feo, justo o injusto,…aquello por lo
que opta.
Lo que hay en la estantería
social es una serie infinita de placeres diferentes e iguales que le gritan al
individuo “cógeme a mí”.
Además de que, elija lo que
elija, es consciente de que puede dar marcha atrás y cancelar su anterior
opción sintiéndose “libre” al hacerlo, porque sabe que puede hacerlo.
La pregunta es si puede haber
auténtica libertad sin obedecer a la razón y sin autonomía de juicio para
orientarse correctamente.
La sociedad de consumo, pues,
fomenta la existencia de individuos sin referencias propias (impresionado por
lo más llamativo), sin voluntad (sólo con el capricho del momento).
Es el “yo débil”,
desubstancializado, zombi,…
Este hedonismo renuncia (es
incapaz de) recuperar nada del pasado, sin compromiso con el futuro,
obsesionado con vivir a tope el presente que considera perpetuo.
El “aquí y el ahora”, sin
cuestionarse cómo fue antes o cómo puede ser después.
“Mañana” es “hoy”,
“luego-después” es “ahora”.
El tiempo ha desaparecido
como tiempo y ha pasado a ser eternidad (sin un antes ni un después), sin
historia y sin proyecto.
Es lo típico de la juventud,
y todos queremos ser y mantenernos jóvenes, como el estilo ideal de vida.
El proceso de conversión al
hedonismo del consumo, emprendido por las sociedades industriales occidentales,
llenando las estanterías de la vida de productos atractivos y atrayentes,
sabiendo que, una vez probados, pueden ser devueltos a la estantería o tirados
a la basura siendo sustituidos por otros, sin reflexión, es lo que se lleva, es
lo que hacen los jóvenes en sus fines de semana, es la “idolatría de los
valores juveniles” a lo que aspiran los que ya no son jóvenes y los que aún no
lo son.
Todo esto, y más, resulta
incompatible con las exigencias de conversión y autenticidad religiosas, que
implican un vivir responsable, comprometido y fiel a un proyecto de sentido.
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