Hasta no hace tanto tiempo
Dios habitaba normalmente en la cultura occidental, sobre todo en España,
“reserva espiritual de Europa”.
Yo mismo, de pequeño, rezaba
el rosario por las noches, en familia, al calor de la lumbre de la chimenea.
Nunca se nos olvidó
santiguarnos al sentarnos a la mesa, antes de comer, de rezar antes de
acostarte, nunca falté a misa los domingos y “fiestas de guardar”, confesaba y
comulgaba a menudo,…como todos los niños de mi pueblo.
Hoy ya no se estila.
Ese Dios tan presente y
necesario ya está ausente porque nos hemos instalado en un sentido de la vida
inmanente.
Y no es que seamos ateos o
antiteos militantes, no, estamos instalados en la “indiferencia agnóstica” en
la que ya no están esas antiguas preguntas de ¿cuál es el sentido de la vida? ¿De
dónde venimos y hacia dónde vamos?....
Estas cuestiones últimas
quizá, todavía, se encuentren en la mente o en el corazón de las viejecitas que
acuden, muchas a diario, a rezar el rosario a la iglesia y que rezan el
“ángelus”.
Pero en los adolescentes y
jóvenes ya no.
Sus preocupaciones son otras,
más a mano, más de andar por casa.
La juventud, sobre todo, se
ha vuelto “arreligiosa” y viven y planifican su vida sin esas últimas o
penúltimas preguntas.
El indiferentismo y el
agnosticismo invaden la vida ordinaria.
Las iglesias –como decía
Alberti- están quedando como lugares de visitas turísticas para contemplar
creaciones artísticas.
La sociedad moderna es el
resultado de la producción económico-industrial y el consiguiente estado
burocrático-administrativo.
La revolución
científico-técnica, el desarrollo de las ciencias experimentales, la
matematización del universo, el pensamiento mecanicista,…son los cimientos,
creados por el hombre, sobre los que se ha asentado la vida moderna.
Dios ya no nos hace falta
para todo esto.
Trabajar en vez de rezar para
tener el “pan nuestro de cada día”, trabajar y abonar la tierra para que
produzca en vez de rezarle a Dios o a la virgen protectora para que llueva o
para que deje de llover,…
El hombre comenzó a ser
consciente de sus propias capacidades creadoras y manipuladoras de la
naturaleza.
Descubrió las leyes naturales
que rigen en la naturaleza y, ateniéndose a ellas, se dio cuenta de que el
antiguo Dios ya estaba demás, no le hacía falta.
Fue independizándose de Dios
cuando fue consciente de que tenía en sus manos el instrumento del progreso en
todos los órdenes: astronómico, físico, económico y moral.
Progreso infinito (pues no se
veía un final) del conocimiento y el avance infinito hacia la mejoría social y
moral.
Todo dependía del adecuado
uso del mismo.
Había descubierto lo que,
hasta entonces, parecía que Dios se lo había ocultado.
Aunque, a la larga, este
optimista progreso se redujo a la productividad gracias al desarrollo
tecnológico y al control tecnocrático.
En esta evolución del
pensamiento y de la cultura tuvo mucho que decir el liberalismo entendido como
“actitud racional y mentalidad que reflexiona sobre el hombre, la sociedad, la
política, la economía,…creando una nueva visión (“Weltanschauung”) y una nueva
moral laicizada.
El espíritu del liberalismo
es naturalista, proclive, pues, a eliminar valores y finalidades trascendentes,
elaborando una antropología de la felicidad como tendencia y disfrute de los
bienes naturales.
La felicidad es terrena y
consiste en disfrutar de lo terreno.
La vista ha dejado de
dirigirse en vertical y se mueve en horizontal.
El cielo está en la tierra.
El arriba está en el abajo.
Lo eterno es el tiempo.
La razón es, pues, la
mediadora entre el hombre y la naturaleza y es en ésta donde se encuentra el
cielo, un cielo terrenal.
El racionalismo es un
racionalismo hedonista individual y organizativo de la sociedad para una
cooperación eficaz que repercuta en todos.
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