Es en el siglo XVIII cuando
se inicia el proceso de separación y de alejamiento (y no de oposición, ni
contraposición, ni enfrentamiento –como tantas veces y tanta gente dice) entre
las Ciencias y la Religión.
El hombre, con su razón, con
sus ciencias, comprobó que podían explicar, dar razones, de los porqués de las
cosas, sin tener que recurrir a la fe, a la religión, a la creencia, a Dios
(“no necesito de la hipótesis Dios para poder explicar el funcionamiento, la
regularidad, del universo. Basta con la ley de la gravitación de Newton” -Laplace dixit-).
El hombre se había soltado de
la mano de Dios y de sus intérpretes intermediarios en la tierra, la Iglesia, y
había comenzado a andar solo, dándose cuenta de que podía hacerlo, y sin peligro,
como había pronosticado Kant en su “Qué es la Ilustración” (la mayoría/minoría
de edad, la cobardía, el miedo o temor a…, la falta de decisión…, el “sapere
aude”…).
Pero soltarse de la mano no
es despreciarla, herirla, revolverse contra ella, rechazarla,… Simplemente es
su ya no necesidad para andar, sabiendo que, cuando aparezcan bruscos
desniveles, se agarrará, de nuevo, a ella, pero no para quedarse agarrado, sino
para seguir, después, caminando solo de nuevo.
Dios sólo era,
cognoscitivamente hablando, el último reducto al que acudir cuando la oscuridad
se cerniera sobre el hombre y la luz de su razón no pudiera hacer frente a la
oscuridad, a las tinieblas.
En el siglo XVIII muchos
científicos no sólo no renegaron de Dios, sino que el enigma Dios los seducía y
al que muchos admiraban como el Gran Relojero o el Gran Arquitecto que había
impuesto un orden exquisito en la naturaleza, reflejado en la constancia e
invariabilidad de las leyes naturales.
Pero desde el Argumento de
Autoridad (Dios y su palabra revelada), que lo explicaba y daba razón de todo,
tanto de lo concerniente al universo, como a la vida o como al hombre, fue poco
a poco apareciendo y creciendo un desbancamiento progresivo de la explicación
divina.
Que la razón y la ciencia tienen,
como campo competencial, el mundo natural nadie lo cuestiona.
Pero que exista, además de
este mundo natural, otro mundo sobrenatural, es cuestión de fe. Sobre él la
razón nada dice, porque nada puede decir.
Los científicos, cuando se
aplican y desarrollan su tarea, como científicos tienen unos límites marcados.
Pero los científicos son,
también y a la vez, personas, que pueden ser creyentes, ateos, antiteos o
agnósticos.
Lo que nunca hará un
científico serio es meter a Dios en el terreno natural y considerarlo objeto de
estudio y tratamiento científico.
La razón científica sólo
puede moverse entre unos límites, entre lo infranatural y lo sobrenatural, por
lo que nunca podrá decir algo serio y con sentido sobre estos campos vedados,
sean reales o ficticios. Ni negarlos ni afirmarlos.
La existencia de Dios no es
un problema que caiga bajo la competencia de la ciencia.
Decir que los fundadores de
la ciencia moderna, en los siglos XVI y XVII (Copérnico, Galileo, Kepler,
Newton, Boyle, Descartes, Pascal…) fueron creyentes, sincera y profundamente
religiosos, no es descubrir algo nuevo ni supone desdoro a su actividad y a su
autoridad científica.
Fue en el XIX cuando surgiría
el “cientifismo”, produciéndose un enfrentamiento entre la Ciencia y la
Religión, y que abocaba al ateísmo, pero ese “cientifismo” fue más obra de
filósofos y sociólogos que de científicos. Éstos seguían en su actividad y se
mantenían en su creencia o increencia, pero no se manifestaban, ni a favor ni
en contra, sobre el hecho religioso, sabedores de que éste pertenecía a otro
ámbito y no entraba en su campo competencial.
En otro lugar he expuesto la
postura de Einstein ante la religión y sus análisis de los diversos tipos, por
la emoción que le producía el orden y la armonía del cosmos.
No veía incompatibilidad
entre Ciencia y Religión (que no debemos confundir con Iglesia y menos con
Iglesia como organización social altamente jerarquizada).
Ante la extrañeza de algunos
de su fervor religioso contestó, públicamente: “Sí, soy profundamente
religioso. Al intentar llegar, con nuestros medios limitados, a los secretos de
la naturaleza, encontramos que, tras las relaciones causales discernibles,
queda algo sutil, intangible e inexplicable. Mi Religión es venerar esa fuerza,
que está más allá de lo que podemos comprender. Es en este sentido en el que
soy, de hecho, religioso”.
En otra ocasión sería más
explícito, aún: “Creo en el Dios de Spinoza, que se revela en la armonía del
mundo, no en un Dios que se ocupa del destino y de los actos de los seres
humanos”.
Había sintonía entre la
filosofía de Spinoza y la física de Einstein, sin confundirse entre sí.
El panteísmo de Spinoza y la
religión cósmica de Einstein nada tienen que ver con ese Dios personal de toda la tradición
cristiana. Lo que no quiere decir que profesara un ateísmo, como,
inmediatamente salieron proclamando los ateos, puesto que negaba el Dios
personal cristiano.
Einstein ni era ateo ni era
creyente en ese Dios personal y trascendente, el Dios tradicional.
Es más, arremetía contra
ambos, interesados en sacar partido de su autoridad científica: “Esos ateos
fanáticos, cuya intolerancia es análoga a los fanáticos religiosos, y tiene el
mismo origen…Son criaturas que no pueden soportar la música de las esferas”.
Distingue Einstein tres
estadios, en la experiencia religiosa:
1.- La Religión del Miedo
(miedo al hambre y a la enfermedad, miedo a los fenómenos atmosféricos y a los
animales, miedo a la muerte y a…). Es la religión de los hombres primitivos.
2.- La Religión Moral y Social,
que es el deseo, el anhelo de un guía, deseo y anhelo de amor, que se
manifiesta en la creencia en un Dios
personal, que premia y castiga, que ofrece y promete vida tras la muerte (“vita
mutatur, non tollitur”), y, además, una vida eterna, para bien o para mal,
según el juicio sobre la conducta en la vida terrena y temporal.
Estas dos fases, “grosso
modo” corresponderían al Antiguo y al Nuevo Testamento.
3.- El Sentimiento Cósmico
Religioso, al contemplar el maravilloso orden y la armonía de la naturaleza, y
que la ciencia moderna ayuda a comprender, al tiempo que uno siente su
pequeñez, su insignificancia, en ese gran espectáculo del cosmos. La “mota de
polvo en el universo”.
La religión que mejor encarna
este Sentimiento Cósmico Religioso es el Budismo, aunque también esté encarnado
en Francisco de Asís, santo y patrón de los ecologistas, en su amor por las
criaturas y las cosas (“hermano sol”, “hermano lobo” (¿quién no recuerda el
poema?),… y en Spinoza, judío, hereje y panteísta, su “Deus sive natura” y su
doctrina del “conatus”, y en un Demócrito, atomista, materialista y ateo, y su
pasión por el conocimiento.
Es la percepción del cosmos
como un misterio, la que engendra ese sentimiento religioso, y para esto, la
ciencia tiene mucho que decir, si es valiente y es capaz de ir más allá de la
explicación fenoménica y contempla el maravilloso espectáculo del orden
cósmico.
Es la relación que hay/que
debe haber entre Ciencia y Religión. Y de aquí la sentencia frontispicia: “la
ciencia sin religión está coja, la religión sin ciencia está ciega”. No hay
contradicción entre ambas.
“Creo que, en estos últimos
tiempos, los únicos profundamente religiosos son los investigadores científicos
serios”, que son los que son capaces de asombrarse y de sentir, de percibir, el
misterio.
“Los seguidores de Spinoza
vemos a Dios en el orden maravilloso de lo que existe”.
Pero este Dios de los
científicos nada tiene que ver con el Dios personal que juzga, que premia y
castiga, del 2º estadio, en el que están instaladas las iglesias tradicionales
occidentales.
¿Místico Einstein?.
La religiosidad del
científico, ante el orden cósmico, nada
tiene que ver con la religiosidad del lego. Para éste Dios premia y castiga,
para el científico Dios se muestra en el orden y, por lo tanto, en el misterio
del cosmos.
Aunque el Dios personal (2º)
del lego es mejor que no tener nada, y no poder darle un sentido trascendente a
la vida.
“La
experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...]. En esa
emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia
[...]. Esa experiencia engendró también la religión [...], percibir que [tras
lo que podemos experimentar] se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la
razón más profunda y la belleza más radical, que sólo nos son accesibles de
modo indirecto -ese conocimiento y esa emoción es la verdadera religiosidad-.
En ese sentido, y sólo en ese, soy un hombre religioso. Pero no puedo concebir
un Dios que premia y castiga a sus criaturas”.
El texto siguiente es como el
reloj del deísmo. Si hay un reloj, por necesidad tiene que haber habido un
relojero. Más allá ya no puedo ir, Si es relojero o relojera, si está casad@,
solter@ o viud@, de qué nacionalidad es, cuáles son sus creencias, cuál es su
ideología,… Sólo que tiene que haber un relojero, que ha impuesto un orden en
las ruedas del reloj… Eso no puede ser fruto de la casualidad, del azar.
“Necesidad de”
“Somos como un niño que
entra en una biblioteca inmensa, cuyas paredes están cubiertas de libros escritos
en muchas lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero
no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden
claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que
sospecha vagamente. Ésa es en mi opinión la actitud de la mente humana frente a
Dios, incluso la de las personas más inteligentes”.
Para las religiones
monoteístas su Dios es un Dios personal.
Pero, puesto que Dios es
inaccesible al hombre, ¿por qué decimos que es personal, si no lo sabemos ni
podemos saberlo?. ¿No será sólo por analogía, con nosotros, por simbolismo?
En un libro, al que suelo
recurrir a menudo, “¿Existe Dios?”, del polémico (para el Vaticano) católico
Hans Küng, afirma:
“Cuando Einstein habla de
razón cósmica y ciertos pensadores orientales de "nirvana",
"vacío", "nada absoluta", hay que considerarlo como
expresión del respeto ante el misterio del Absoluto, frente a determinadas
concepciones "teístas" y excesivamente humanas sobre Dios [...]”.
“La esencia divina, que desborda todas las categorías y es absolutamente inconmensurable, implica que Dios no sea personal ni apersonal. [...]”
El término "persona" es una cifra de Dios [en el sentido de texto escrito en clave].
“La esencia divina, que desborda todas las categorías y es absolutamente inconmensurable, implica que Dios no sea personal ni apersonal. [...]”
El término "persona" es una cifra de Dios [en el sentido de texto escrito en clave].
Einstein
es un determinista y la pregunta que, inmediatamente, surge es:”si no existe el
libre albedrío, porque nuestros actos están ya fijados en el determinismo
universal, ¿existe/puede existir responsabilidad ética?.
Es el
antiguo y clásico problema de cómo poder compaginar la presciencia divina con
la libertad humana.
Si Dios
ya sabe, ahora, lo que voy a hacer mañana ¿podría yo hacer otra cosa o no hacer
esa cosa?
Si Dios
ya sabe , ahora, lo que voy a hacer mañana ¿dónde está mi libertad y, por lo
tanto, mi responsabilidad si no puedo ya no hacerlo, puesto que Dios ya sabe
que lo voy a hacer?.
¿No
será que soy un juguete mecánico que se come el coco y se devana los sesos,
creyéndose libre, pero que, realmente ni lo es ni lo puede ser?.
Lo que
haré mañana, pues, lo haré necesariamente.
Einstein
llega a afirmar: “no creo en el pecado”.
Sin
embargo Einstein sería un gran pacifista.
Su
último acto público significativo, pocos días antes de morir, fue firmar el
llamado Manifiesto Russell-Einstein, que llamaba la atención de los científicos
y de la opinión pública sobre el riesgo de una guerra nuclear.
Luego
vendrían Hiroshima y Nagasaki.
Pero la
pregunta sigue estando ahí, presente: ¿qué sentido tiene intentar evitar una
guerra que se producirá, o no, por pura necesidad, sin que nadie pueda cambiar
el curso de los acontecimientos?
Parece
o es una contradicción. Hablar de necesidad y de responsabilidad social.
Algo
que, ya, se acepta comúnmente es afirmar que Einstein es, de los físicos, el
último de los clásicos y no el primero de los modernos, por su enraizamiento en
el determinismo de la Física del siglo XIX y, de ahí, su oposición a la física
cuántica, basada en leyes probabilísticas y en la existencia de un azar
objetivo en el mundo atómico (El Principio de Indeterminación de Heissemberg).
Einstein
nunca aceptó el comportamiento aleatorio de los electrones y otras partículas,
tal como expone la Física Cuántica.
Él lo
expresaba en esa frase frontispicia:”No creo en
un Dios que juegue a los dados”.
De ahí,
también la polémica con Niels Böhr.
Einstein
apostó por la necesidad, frente al azar.
“El
tiempo no es más que una ilusión” –llegaría a decir. Por lo tanto todo está
determinado, nada nuevo puede aparecer. Entre el “ser” y el “devenir” Einstein
apostó por el “ser”.
Por eso
la física de Einstein es más del siglo XIX, determinista, que del siglo XX, donde
la física combina “azar” y “necesidad”, y el “devenir” es tan importante o más
que el “ser”.
Hoy el
cosmos se nos aparece como una sucesión de evoluciones (devenir) encadenadas
–cósmica, biológica, cultural y personal- cuyo futuro no conocemos bien, pues
habrá, en él, novedades no previsibles hoy.
Si
viviera hoy Einstein ¿qué pensaría de la física actual, de la ética, de la
libertad, de Dios?
Y ¿qué
decir de Max Planck y su ciencia-religión?
Max Planck fue quien abrió
el camino al mundo cuántico con su famosa hipótesis. Nieto y biznieto de
pastores y teólogos luteranos, Planck no veía ninguna contradicción entre
ciencia y religión; más aún: encontraba convergencias y paralelismos. La impresión
producida por el orden y armonía de las leyes de la naturaleza, muy marcada
en él, fue motor y estímulo de su trabajo. Einstein decía que "el anhelo
de contemplar esa armonía es la fuente de la paciencia y perseverancia
inagotables con que Planck se ha dedicado a la ciencia", y añade que la
intensidad de su dedicación no se debe a la disciplina o a la fuerza de
voluntad, pues su actitud mental es "la de un hombre religioso o un
amante; el esfuerzo diario no nace de ningún programa o intención deliberada,
sino directamente del corazón", descripción que no deja de recordar a la
que Johannes Kepler, el descubridor de las leyes del movimiento planetario,
hacía de su dedicación a la ciencia.
A su famosa ley de la radiación electromagnética le llevó precisamente la búsqueda de lo Absoluto, que creyó haber encontrado en su constante de acción h gobernadora del intercambio de energía entre la materia y la radiación. Así lo veía él: “Nuestro punto de partida es siempre relativo. Así son nuestras medidas [...]. A partir de los datos obtenibles, se trata de descubrir lo Absoluto, lo General, lo Invariante que se oculta tras ello! Para él, esto es muy significativo, la ciencia no permitirá nunca explicarlo todo: siempre estaremos frente al misterio. Textualmente afirma: “El progreso de la ciencia consiste en descubrir un nuevo misterio cada vez que se cree haber resuelto una cuestión fundamental [...]. La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza [la cursiva es mía]. Esta sensación de asombro maravillado ante el orden y armonía del cosmos se fue acentuando a lo largo de su vida, pero fue también alejándose de la idea de un Dios personal en una convergencia hacia el punto de vista de Einstein. Desde los años treinta se fue interesando cada vez más por la religión y empezó a dar conferencias sobre su relación con la ciencia, insistiendo siempre en la falta de oposición entre ellas al decir: “Las ciencias de la naturaleza atestiguan un orden racional al que la naturaleza y la humanidad están sometidas, pero un orden cuya esencia íntima permanece incognoscible [...]. Los resultados de la investigación científica [...] nos confirman nuestra esperanza en el progreso constante de nuestro conocimiento de los caminos de la razón todopoderosa que gobierna el mundo”. Confesaba luego su creencia en que Dios es percibido directamente por el individuo religioso, aunque no pueda ser aprehendido por la razón y solía terminar con un párrafo vibrante que hablaba de "una batalla común de la ciencia y la religión, una cruzada que nunca termina cuyo grito de llamada es y será siempre: ¡Hacia Dios!". Tras oír esas opiniones puede parecer extraño que no creyera en un Dios personal, tanto más cuanto que solía participar en actos de culto como miembro de un consejo de ancianos de un templo cristiano de Berlín, pero él lo decía muy claramente: "Siempre he sido profundamente religioso, pero no creo en un Dios personal y mucho menos en un Dios cristiano". Por ello, su postura ha sido interpretada como una forma de panteísmo. Sin embargo, su Dios tenía ciertamente rasgos personales, pues Planck expresaba su confianza en él y su relación de dependencia. Cuando en 1944 su hijo Erwin, a quien se sentía profundamente unido, fue ejecutado por los nazis por su implicación en el frustrado atentado contra Hitler -otro hijo había muerto durante la primera guerra mundial y sus dos hijas gemelas, murieron de sobreparto las dos-, escribió a su amigo Alfred Bertholet el 28 de marzo de 1945: “Lo que me ayuda es que considero un favor del cielo que, desde mi infancia, hay una fe plantada en lo más profundo de mí, una fe en el Todopoderoso y Todobondad que nada podrá quebrantar. Por supuesto, sus caminos no son los nuestros, pero la confianza en Él nos ayuda en las pruebas más duras”. Estas palabras sólo tienen sentido si para él Dios era un ser que puede ser considerado como personal, con el que se puede tener una relación de yo a tú, no de yo a ello. Aunque no se sentía identificado con ninguna iglesia, participaba en sus ritos, lo que se explica por su aceptación del lenguaje simbólico como vía de acercamiento a Dios, pues para él un símbolo religioso era una indicación o un camino hacia algo superior e inaccesible a los sentidos que, aunque efímero y relativo, sugiere una vía hacia lo inmutable y lo absoluto. En eso radica la mayor diferencia entre Planck y Einstein: para este último la verdadera forma de la religión es la ciencia, mientras Planck las consideraba como dos estructuras distintas que no se oponen entre sí. |
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