jueves, 31 de enero de 2013

JUZGO, PORQUE QUIERO SER JUZGADO.


Al contrario de lo que dice el Evangelio: “no juzguéis y no seréis juzgados”, yo quiero ser juzgado, por eso juzgo.

¿Por qué no puedo/no debo yo juzgar y recriminar una acción inmoral e injusta? No para despellejar al autor de la acción, sino para que sea consciente de ella y rectifique.

¿Por qué debería parecerme mal al ser juzgado por una acción mía, por una conducta,…que a alguien le ha parecido y calificado como inmoral, o deshonesta, o injusta?

Sólo así me pararé a reflexionar y volver sobre la acción criticada, me juzgaré yo mismo. Sólo así podré afirmar que el equivocado era yo, y me corregiré, o que el equivocado es él, y que rectifique.

Sólo podré defender mis ideas o mi conducta, con criterio, cuando sean atacadas. Y me daré por vencido si las razones del otro tienen más peso que las mías.

Leo en un correo de un amigo: “¿Hablas mal de mí? Pues si supieras lo que yo pienso de ti, hablarías aún peor”.

Parece que la maledicencia, cuando el otro está ausente, se ha convertido en un deporte. Todos criticamos al que está ausente. Como una rueda maldita.

O, a veces, hacemos lo contrario, le espetamos: “¿Y quién eres tú para juzgarme a mí?”

Cuando repetimos que quiénes somos nosotros para juzgar a nadie, estamos abdicando de la obligación moral que tenemos de distinguir, ante cualquiera, lo moral, de lo inmoral, lo justo, de lo injusto, optando por la indiferencia, y. de aquí, sin quererlo o queriéndolo, alimentamos el prejuicio.

La opción por la que he optado sólo así podré defenderla, cuando alguien me la cuestione.

Si sólo pensamos, y no decimos lo que pensamos, estamos negándonos a conocer la verdad, pues la información sólo puede ser detectada cuando la juzgamos y la sacamos a la luz. Sólo así lo pensado se enfrenta a la realidad.

¿Cuántas veces por no hablar, por no manifestarlo, hemos pensado mal de alguien o hemos sido mal interpretados, porque todo ha sido un “mal-entendido”?

         -Tú dijiste que…

         - Yo no dije eso, lo que dije fue que…

         - Pues yo entendí que lo dijiste por…

         - ¿No te acuerdas que…?

         - ¡Ah!, sí.

         -Pues eso.

El malentendido ha sido disuelto.

Al sacar a pasear el juicio hemos imposibilitado que se nos incruste el prejuicio.

El que juzga sabe que se dispone a luchar y a defender su juicio. Y, a la vez, el enjuiciado intentará acabar con él, entablándose una lucha de juicios. A ver cuál tiene más peso, cual puede más, cuál vence. Sólo así el vencedor, con el peso de la razón, convencerá al vencido.

Sacar a pasear los pensamientos es exponerlos a que sean falsados o verificados. Sólo así entraremos en el campo del conocer.

El que sólo “piensa”, y se guarda sus pensamientos, no “conoce” nada, sólo piensa.

El pensar se dirime en el interior, dando vueltas, como una lavadora, a sus propios pensamientos.

Mientras pensamos, es verdad que estamos pensando, pero mientras no saquemos a pasear los pensamientos nunca sabremos si son verdaderos, si concuerdan o no con la realidad.

Estar yo convencido de algo es sólo eso, estar convencido. Mientras no saque mi convencimiento a la realidad, mientras no lo contraste con ella, nunca sabré si estoy en la verdad o en el error.

El enclaustrado sólo imagina la realidad, el que sale a la luz la ve.

Opinar, que es juzgar, es ponerse en el camino del conocer, al exponerse al contraste de opiniones ajenas.

Opinar es luchar, es debatir con los otros y sus opiniones. Sólo así, del contraste de pareceres, van delimitándose y conformándose la mejor verdad, beneficiosa para todos.

Negarse a opinar, a exponer los pensamientos, a expresar lo pensado, es señal de cobardía, no vaya a ser que esté equivocado, por lo que, si estaba en el error, quedaré instalado en él.

El Vicente no pregunta, él va donde todos van, sin criterio propio. ¿Y si todos han sido tocados por la locura y van derechos al precipicio?

¿Por qué no expresa la pregunta?: “¿dónde vais?, ¿Por qué vais allí?

El Vicente ha abdicado de pensar, quiere ahorrarse el penoso esfuerzo de pensar y de expresar lo pensado.

¿Puede Vicente reclamar su inocencia, agarrándose al como “Todos”….?

¿No es esa abdicación de pensar una manera de sacudirse la responsabilidad, al tiempo de ahorrarse energías de tener que decidir?

Y es verdad que no es igual juzgar “algo” (una idea, una acción, una conducta)  que juzgar a “alguien”. Porque el “alguien” nunca se agota en esos “algos”, porque, también, tiene otros “algos”.

No podemos/no debemos llamar, definir, a alguien como “mataperros” al que sólo ha matado un perro, pero sí podemos echarle en cara, juzgar y calificar negativamente la matanza de ese perro, abogando por la no crueldad con los animales.

Todos soportamos muchos roles y porque uno de ellos no….no debemos dejar de juzgar ese rol mal desempeñado, sin tener que machacar  a la persona toda.

Cuando yo, Tomás, tántas veces, he juzgado y juzgo otras culturas (compruebo que una de las entradas de mi blog más visitadas es la de “Culturas superiores y culturas inferiores”) no estoy enrocándome, estoy pidiendo argumentos que me demuestren que estoy equivocado, para poder salir del error.

Solemos decir: “Yo no he dicho nada”, “Yo no he juzgado ni a ti ni lo que has hecho”, “yo no te he reprochado nada, no vayas, ahora, tú, a…”, “me callo para que calles”… y sentencias por el estilo.

Pero cuando un ciego guía a otro ciego, ambos caerán al precipicio.

Y llamo ciego, no al que no ve, sino al que no quiere ver si está en lo cierto o en el error, no juzgando para no ser juzgado.

No se trata de arrogancia de quien juzga, sino del combatiente que quiere sacar a la luz la bondad o maldad de una acción o de una conducta continuada.

La divisa debería ser, por el contrario, y contra el evangelio, “juzga para que seas juzgado”, por el bien de todos y por el tuyo propio.

Cuando juzgo estoy pidiendo a gritos, reclamando, que venga alguien a sacarme del error (si es que estoy en él) para no quedarme en él instalado, en el convencimiento de que estaba en la verdad.

¿No estaremos alimentando la maldad, no seremos, al menos algo, responsables por la cobardía de no juzgar la maldad de algo o de alguien?

¿Cómo podemos compartir un valor si no juzgamos si una acción es valiosa o no lo es?

¿Abstenerse de juzgar?

Pero no basta con juzgar lo abstracto y lo general, sino bajar a la arena de lo concreto y particular

¿Cómo vas a actuar si no juzgas? ¿Cómo puedes disparar sin pólvora? ¿Cómo puedes andar sin levantarte?

Si no juzgas la maldad de una acción estás propiciando que continúe, estamos reforzando la conducta al no encontrar oposición, siendo cómplice de su permanencia en el error.

Negarse a mal-decir la maldad es considerarla como bondad.

Es nuestra obligación moral, como personas responsables y como ciudadanos estar, constantemente, examinando y examinándose, para sacar, cada vez, mejor nota en la aventura del vivir.

Si Kant clamaba, para sacar al hombre de su minoría de edad: “SAPERE AUDE” (atrévete a pensar), también nosotros deberíamos, ya, por nuestro bien y por el de la sociedad: “IUDICARE AUDE” (atrévete a juzgar)

 

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