domingo, 22 de febrero de 2015

LOS CUATRO HERMANOS.



Eran cuatro hermanos, cuatro de una tacada. Cuatrillizos. En una calle cualquiera del centro de Sevilla.
Pero ¡lo que son las circunstancias¡
La prematura muerte de sus padres, en un accidente de circulación, los diseminó por los cuatro puntos cardinales.
Lenguas distintas. Culturas distintas. Costumbres y morales distintas. Regímenes políticos distintos….
Lo genotípico quedó diluido en lo fenotípico.
El ambiente le ganó la partida a la herencia.

Y pasaron los años.
Los cuatro, septuagenarios, volvieron a la ciudad a disfrutar de la merecida jubilación.
Los cuatro se instalaron en la vieja casa de los difuntos padres.
Casa destartalada pero que fue debidamente rehabilitada.
Gastos a partes iguales. Todos de acuerdo.
El problema llegó cuando hubo que pintar la fachada.

El que se había quedado en Sevilla y servido durante tiempo a Queipo de Llano, luego a Franco y al franquismo posterior, él, que había militado durante tanto tiempo en la falange y había sido un entusiasta del Espíritu y del Movimiento Nacional, propuso pintarla de color azul. A lo cual se opusieron, con todas sus fuerzas, los otros tres.
No querían que su casa fuera vista como símbolo del fascismo.

El que, hacía tantos años, había embarcado en Cartagena camino de Rusia, que se había educado bajo el régimen de Stalin. Él, que había sido republicano de toda la vida, siempre de izquierdas, rojo, propuso pintar la fachada, precisamente de ese color, de rojo.
A lo cual se opusieron, con todas sus fuerzas, los otros tres.
No querían, por nada del mundo, que su casa fuera vista como símbolo del comunismo. Y menos ahora, que el comunismo había muerto de inanición.

El que, tras sus estudios de Ingeniería Industrial y trabajando en Dragados y Construcciones, tuvo que desplazarse a Libia, para montar una refinería y que, tras muchos años, y enamorado, se quedó a vivir allí hasta que una bomba lo dejó viudo, por haberse ella casado con un infiel, vuelto a su patria, quería pintarla, naturalmente, de verde, como la bandera Libia.

El cuarto, tímido, bastante beato y monaguillo en la Catedral, tras pasar por el Seminario una vez hecha amistad con el Cardenal Amigo Vallejo y tras muchos años de sacerdocio, recaló, como Secretario de no sé qué Cardenal, en el Vaticano.
Él propuso pintar la fachada de amarillo.

Entre el laicismo de uno, el agnosticismo del otro y el ateísmo del tercero, hubo unanimidad en oponerse a ver la fachada pintada de amarillo, como vaticanista.

La fachada quedó sin pintar.

El agua y la nieve, el frío y el hielo, el calor…., todos los agentes atmosféricos parece que se pusieron de acuerdo y se confabularon con la casa paterna y, trabajando y trabajando, por su cuenta o en comandita, la fachada fue deteriorándose.

El sentido común fue, entre ellos, el menos común de los sentidos. Cada uno se salió con la suya. Pero entre los cuatro la mataron y ella sola se murió.

“No me importa perder siempre que los demás no ganen” –parecía ser el lema de cada uno.

         “O se pinta en mi color o no se pinta”.

Todos y cada uno le echaba la culpa a los otros tres.
Nadie se sentía culpable.
La ideología, una vez más, como carga, se imponía.

Todos perdieron, pero con la conciencia tranquila.


¡Hay que ver lo que es la vida¡

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