Es una obviedad decir que la
educación hace de nosotros lo que somos, pues ella es la que va dirigida a
perfeccionar la naturaleza humana mediante el desarrollo de sus
potencialidades.
“Nacemos débiles, necesitamos
fuerzas; nacemos desprovistos de todo, necesitamos asistencia; nacemos
estúpidos, necesitamos juicio. Todo cuanto no tenemos en nuestro nacimiento y
que necesitamos de hombres nos es dado por la educación”.
(Rousseau. Emilio o de la
educación).
La educación es la que nos
convierte en propiamente humanos.
Cientos de veces lo he
expresado de esta manera: “Nos NACEN hombres, nos HACEN humanos, nos HACEMOS
personas”,
Es otra obviedad que el
animal humano (el viviente sensible) es el animal más débil de la creación en
el momento de nacer y que sólo el cuidado de los otros y la convivencia con
ellos lo convierten en lo que es,
“Conviértete en lo que eres”
dice Píndaro y ese podría ser, también el lema de la educación: “actualiza
todas tus potencialidades” que es, también, el único medio de garantizar la
perduración de la sociedad.
No basta el simple
crecimiento físico, como les ocurre a las plantas y a los animales, a nosotros
nos “nacen hombres” pero, luego tienen que “hacernos humanos”.
Y
no basta el Estado, como quería Platón, también los padres están legitimados
para transmitir valores a sus hijos, atribuyéndoles a ellos la legitimidad
educativa (el cristianismo, en general), pero después se defendió que debían
ser los educadores profesionales, motivados únicamente por los intereses de los
niños en el aprendizaje, sin limitaciones externas, ni por parte de los padres,
ni por parte del Estado.
Cada
uno de estos tres modelos atribuye la autoridad educativa, de forma exclusiva,
a uno de esos tres agentes.
Pero
en una sociedad democrática la autoridad educativa debe ser compartida por esos
tres agentes sociales: el Estado, la
Familia y los Profesores-educadores.
Ni
sólo el Estado (que ahoga la libertad y el pluralismo), ni sólo los padres,
transmisores de conocimientos y, sobre todo, de los valores de su forma de
vida, porque hay otras formas de vida diferentes a la de sus padres.
La
sociedad democrática reconoce y establece la necesidad de una educación
política que permita a los niños aprender los valores de la convivencia, el
pluralismo, la justicia y la responsabilidad compartida.
Una
educación democrática debe fomentar en los niños la capacidad de comprender y
valorar concepciones plurales de vida buena, en el marco de una sociedad justa
e igualitaria.
La
educación democrática no niega la autoridad legítima de los padres, pero ellos no
son propiedad exclusiva suya, porque sólo son “hijos” suyos pero para que esos
hijos sean “ciudadanos”, críticos y responsables son los educadores los que
tienen que ayudarles a madurar para que sean ellos, los niños, los que,
críticamente, opten por ser ciudadanos, libres e iguales, sin excluir a quienes
opten por otro tipo de vida buena.
La
identidad humana es algo de lo que carecemos al nacer y sólo vamos
adquiriéndola en la convivencia con los otros.
Es
una construcción que va formándose y transformándose a lo largo de la historia
individual y colectiva de cada ser humano.
Y
todo cambió en el siglo XIX, con los grandes movimientos de contestación social
(contra los privilegios de sexo, de clase, de nación y de religión).
Es
cuando irrumpe el feminismo, el socialismo, el anticolonialismo y la secularización
del cristianismo, lo que va a permitir una profunda reelaboración de la
“identidad personal” por parte de las mujeres, los obreros, los salvajes y los
incrédulos que, hasta entonces, habían estado, TODOS, sojuzgados y
estigmatizados.
La
identidad personal ha estado sometida a toda clase de variación histórica.
¿Qué
eran entonces y qué son hoy las mujeres, o los homosexuales, o los ateos, o los
obreros,…?
El
primero que se ocupó, directa e intensamente, de la educación tanto en su
República (una educación igualitaria, pero utópica) como en Las Leyes (menos
utópica y más realista, con roles ya distintos entre los niños y las niñas),
fue Platón.
La
educación religiosa, católica, apostólica y romana, hasta yo la padecí, con la
separación de las escuelas por sexo, la importancia de la moral religiosa, y el
aprendizaje de actividades propias de cada sexo.
Que
“educar” es distinto a “enseñar” es algo obvio.
Y
lo que debe proponerse la educación es “formar” y “desarrollar” las
potencialidades humanas.
Por
eso el sistema de enseñanza no debe limitarse a transmitir una mera acumulación
de saberes, de contenidos.
Montaigne
lo expresa muy claramente: “no se trata de tener la cabeza muy llena de
contenidos, sino de tenerla bien ordenada”.
Se
trata de proporcionar a los niños una “cultura integral” que les permita
comprender la complejidad de su condición y les ayude a pensar y a vivir de una
forma abierta y libre.
No
se trata de reducir lo complejo a lo simple, sino a reconocer lo compleja que
es la vida, considerando que la vida del otro, tan distinta a la mía, es tan
legítima como la mía y aceptarla y no rechazarla y, menos, estigmatizarla.
Somos
“iguales, no desiguales” en cuanto personas, con los mismos derechos y deberes
en cuanto ciudadanos pero, luego, “somos distintos, no idénticos”, tú eres
mujer y yo soy varón, tú eres ingeniero y yo fontanero, tu eres creyente de una
religión y yo de otra o de ninguna,…nadie es fotocopia de nadie, todos somos
originales, pero originales distintos, no idénticos.
Lo
opuesto a “igual” es lo “desigual” y tú y yo somos “igual de personas”, y lo
opuesto a “idéntico” es lo “distinto” y tú y yo somos distintos.
Somos
“iguales” y somos “distintos”.
Hasta
ahora afirmar “yo soy de Ciencias” era considerarse socialmente superior a
quien afirmase “yo soy de Letras”, y ya, lo último de lo último si afirmas “yo
soy filósofo” (hasta se compadecerán de ti).
El
sistema de enseñanza debe hacer converger las ciencias naturales, las ciencias
humanas y la reflexión filosófica porque TODOS nos enfrentamos a los mismos
problemas existenciales.
En
este mundo tan globalizado pero, a la vez, tan dividido y parcelado, puesto que
todos compartimos la misma categoría, la de “personas” iguales nos es necesaria
una “ética de la comprensión humana” pues todos somos miembros de una misma
especie que ha ido evolucionando junto con el resto de las especies de este
planeta llamado Tierra.
El
ser humano es, a la vez, y de forma inseparable, “individuo”, “sociedad” y
“especie”.
De
ahí que la identidad de cada uno sea compleja, cambiante y paradójica.
En
esta sociedad global, la educación democrática debe contribuir a desarrollar
una concepción cosmopolita de la ciudadanía, ser “ciudadano del mundo” y en la
que podamos ser capaces de reconocernos unos a otros como “iguales”, no
desiguales y, a la vez, como “distintos”, no idénticos.
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