“El nacimiento de la
tragedia” fue mi primera transvaloración de todos los valores…y yo el “último
discípulo de Dionisos, yo, el maestro del eterno retorno…”
Grecia es todo un símbolo y
su historia no es la que nos han contado, sobre todo desde Sócrates paseando
por las calles de Atenas aleccionando, “educando” a los jóvenes atenienses.
La historia contada de
Grecia, a partir de Sócrates, es una historia racional, que no sólo privilegia
a la filosofía, sino incluso a la ciencia y, desde luego, a la moral.
Historia de la que Nietzsche
no sólo quiere desvincularse, sino tumbarla.
Suele decirse que Sócrates es
el padre de la filosofía, pero no se dice que su filosofía es una filosofía
anti-vital, que él mismo prefirió tener “razón” a seguir “vivo”.
“Si su estado de salud hubiese
sido mejor –afirma Lou – hubiera podido desarrollar, merced a trabajos
científicos posteriores, el cuadro que
había esbozado de la civilización griega, hasta convertirlo en imagen integral
del devenir humano”
Al meterse a fondo con la
cultura griega despierta en él la intuición, que desarrolla en “El Nacimiento
de la tragedia”: que los griegos habían alcanzado una de las síntesis más
poderosas de las dos tendencias fundamentales de la vida, y lo expresaron en su
arte, específicamente en la tragedia, que se convirtió en el arte supremos de
los antiguos.
Recordemos a los grandes
trágicos, muy superiores a los comediógrafos.
¿Qué significa la tragedia?:
el encuentro entre Apolo y Dionisos, las dos divinidades que simbolizan la
mesura, la prudencia, el límite, lo luminoso de la existencia, el “principium
individuationis” y, del otro lado, la desmesura, la exuberancia de la vida, la
inconsciencia, la pérdida del “principium individuationis” en el Uno
primordial, en el ser de todas las cosas.
El excesivo racionalismo
heredado de Sócrates y la deificación que la razón ha sufrido a lo largo de los
siglos nos han ocultado lo que Nietzsche nos descubre.
Entre la Razón griega, el Dios
cristiano que daba razón de todo lo que existe y la Diosa Razón han
intentado ocultar la realidad, que es la Vida.
Así se puede morir por Dios o
por tener razón, cuando la vida nunca puede estar supeditada a nada, ella es la
realidad fundamental.
Los filósofos griegos y el
platonismo posterior (yo decía en mis clases que el cristianismo no era sino
“un platonismo bautizado”, con el mundo celestial sustituyendo al mundo de las
ideas y este mundo material, malo, pecaminoso, del que hay que renunciar para
salvarse y llegar al cielo) entre ambos nos ocultaron aquel mundo tan rico de la Grecia arcaica donde
floreció un culto y una concepción de la vida más aristocrática y más cercana a
lo que debe ser la existencia: un juego eterno entre el sueño y la embriaguez,
entre la conciencia y la inconsciencia, entre la claridad y la oscuridad, entre
la ilusión del individuo y la terrible verdad que subyace a todos los seres.
Teniendo en cuenta que la
existencia nada vale “solo hay dos caminos: el del santo y el del artista
trágico”.
“La náusea que causa el
seguir viviendo es sentido como medio para crear, ya se trate de un crear
santificador, ya de un crear artístico. Lo espantoso o lo absurdo resulta
sublimador, pues sólo en apariencia es espantoso o absurdo”
Nietzsche se sumerge en los
antiguos misterios y extrae para el siglo XIX el elixir que permita salvar la
existencia del hombre en este planeta amenazado por el optimismo científico
heredado de Sócrates, el racionalismo extremo que impide penetrar las profundas
esferas de la voluntad.
El hombre no es un “animal
racional que piensa” sino un “animal voluntarioso que quiere y, por lo tanto,
puede”.
No lo “verdadero” sino lo
“bueno”.
J. A. Marina, sin ser
nietzscheano, lo expresa de otra manera: “la meta, la finalidad, el objetivo,
de la inteligencia no es “conocer la verdad” sino “conseguir la felicidad”.
Las fiestas dionisíacas hay
que vivirlas no pensarlas.
“Cantando y bailando se
manifiesta el ser humano como miembro de una comunidad superior” que llega a
perder la conciencia con el vino, con el canto, con el baile, perdido en el
juego común lúdico de la fiesta.
Tan distintos al filósofo aislado
en su mesa, solitario, ensimismado en sus pensamientos.
¿Cómo expresar en palabras o
en conceptos aquello que sólo puede ser revivido en el sentimiento profundo, en
el que el hombre sólo puede “echarse a volar por los aires bailando”?
Era la pregunta de los
sofistas: ¿Cómo “echar-expresar” vivencias, sentimientos, fenómenos psíquicos
en moldes como palabras o conceptos?
El sentimiento escapa de las
palabras como el agua escapa de la cesta que quiere e intenta cogerlo.
¿Cómo poner en discurso lo
inefable?
Es necesario el símbolo, el
mito.
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