Desde que irrumpió Nietzsche
en la tradición filosófica de Occidente son muchas las cosas que han cambiado
de sitio y, por ello, tenemos que hablar –querámoslo o no- de un “antes” y de
un “después” de Nietzsche y reconocer un cambio de marcha en el pensamiento que
comprende no sólo a los estudios filosóficos sino incluso a la forma de hacer
ciencia, política, poesía,… en el panorama contemporáneo.
Su método es fácil de
entender pero no tan fácil de llevarlo a la práctica: “rumiar las ideas” una y
mil veces para poder llegar a consensos
en todos los investigadores que, desde diferentes sitios del planeta,
desarrollan esa labor solitaria de “la comprensión multisemántica de sus
textos”.
1.- Masticar por segunda vez,
devolviéndolo a la boca, el alimento que ya estuvo en el estómago (e
interpretémoslo intelectualmente).
2.- Considerar despacio y
pensar con reflexión.
Así hay que enfrentarse a la Filosofía de Nietzsche,
“rumiándola”.
Todos sabemos el significado
de “rumiar”, que no es un simple ingerir, sino darle vueltas y más vueltas,
pero en este caso a los pensamientos, hasta ponerlos en situación de alimento.
Su nuevo método filosófico,
asistemático, supone una destrucción de los cánones tradicionales de hacer
filosofía y supone, en el pensamiento contemporáneo, un choque contra las
formas tradicionales de hacer filosofía, inaugurando una verdadera filosofía
del porvenir que nos libre de las ataduras del racionalismo y del nihilismo
platónico, para acceder a una era dionisíaca con todo lo que ello significa
para un Occidente platonizado y cristianizado.
La filosofía de Nietzsche nos
introduce por unos verdaderos laberintos lingüísticos casi imposibles de seguir
para desentrañar todo un mundo de metáforas y de símbolos en los que cuelga su
pensamiento.
Desde Occidente siempre ha
sido considerado un pensador polémico, ambiguo y muchas veces contradictorio,
por ser ajeno a plantear sus ideas en las formas tradicionales de expresarlas.
Su ruptura con el
racionalismo nos introduce en un mundo a mitad de camino entre la filosofía y
la poesía, ensayando metáforas y símbolos cuando los conceptos clásicos se
hacen repelentes a acoger su espíritu.
Ello hace que en este
“filósofo poeta” o “poeta filósofo” sea, a veces, difícil encontrar el límite
de separación de lo lógico y de lo estético.
¿Podemos, somos capaces de
comprender, realmente, lo que escribió cuando, en su Zaratustra afirma,
tajantemente, que es un “libro para todos y para nadie”?
¿Qué oculta, pues, en el
fondo de su pensamiento?
¿Qué es lo que realmente dice
cuando de esa manera lo dice?
Y, si ya es difícil encontrar
el límite entre la filosofía y la poesía, más difícil es lo que quiso decir con
tal o cual expresión (en otro lugar he abundado en lo que significa “Dios ha
muerto” (preguntarle a Google, que lo sabe todo de mí), lo que hace que su
hermenéutica sea una de las más complejas de los filósofos contemporáneos.
Pensamiento rico, pero
polémico y, si ello no fuera bastante, de difícil interpretación.
Nietzsche pertenece a una
época histórica (el siglo XIX) y a una situación cultural concreta, la Alemania de mitad de
siglo, época convulsa para su espíritu, escenario de guerras, de cambios
drásticos, de movimientos nacionales, enmarcados en una Europa que busca su
identidad con afán casi científico.
Perseguido por su débil salud
y tratando de paliar su enfermedad se convertirá en un filósofo errante,
aprovechando las condiciones climáticas de Alemania, Suiza e Italia, por donde
irá elaborando lo que será su legado histórico: los libros, las notas, la
correspondencia,…donde irá dejando impresas sus vivencias, a veces con tal
fuerza que desubican al hombre actual.
Nietzsche no es un ángel ni
un dios, sino un ser real, de carne hueso, que comparte con sus contemporáneos
muchas de las dificultades, de los problemas, de las vicisitudes, de las
cotidianidades del ser humano.
Un hombre que ama, que sufre,
que habita y comparte una situación histórica concreta.
Thomas Mann lo describe así:
“es la compasión trágica sobrecargada de peso, sobrecargada de tareas, para un
alma que sólo tenía vocación de saber, pero que no había nacido propiamente
para el saber y que, como Hamlet, quedó hecho pedazos por ese motivo. La
compasión trágica para con un alma fina, delicada, bondadosa, necesitada de
amor, predispuesta para la amistad noble, un alma no hecha en absoluto para la
soledad y que tuvo que sufrir, precisamente, eso: la soledad más honda, la más
fría, la soledad del criminal”
La mayoría de sus biógrafos
han solido retratarlo como un hombre excepcional, fuera de su tiempo, con un
alto cociente intelectual, un salvador decidido a dar cuenta de su tiempo, un
héroe o un santo.
O este otro retrato, como un
hombre extraño, trágico, obsesionado por sus problemas religiosos,
imposibilitado de tener una vida normal, por la imagen siempre presente de su
padre, aterrorizado por su hermana, incluso manipulado por ella, prisionero de
un amor casi incestuoso por Elizabeth, su hermana, que está presente en la
mayoría de los acontecimientos importantes de su vida.
Y, eso sí, frustrado
afectivamente por la bella, joven e inteligente mujer rusa, Lou Andreas Salomé,
de la que se enamoró perdidamente y con la que pretenderá establecer una
“santísima trinidad” junto con su amigo de andanzas intelectuales, Paul Ree,
también enamorado de Lou, y de cuyas correrías por Europa han dejado buenos
testimonios las numerosas cartas que los tres se cruzaron.
Pero Lou no aceptó su
petición de matrimonio y Nietzsche se hundió en una profunda melancolía de la
que surgieron sus obras maestras: Zaratustra, Crepúsculo de los Ídolos
(dioses), Más allá del Bien y del Mal,…todas sus obras últimas y más conocidas,
incluidos sus fragmentos póstumos y su abundante correspondencia, que
constituye un inmenso legado.
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