Desde épocas diferentes, y
sobre todo alejadas en el tiempo, es difícil, muy difícil, comprender la
sensibilidad, la violencia, el fanatismo, la forma de vivir y de pensar, el
afán de aventuras, el espíritu de violencia, la exaltación religiosa, el odio,
la persecución y el linchamiento hacia otras religiones y los creyentes en
ella.
Leemos las Cruzadas
medievales y su afán por recuperar “los santos lugares” y no acabamos de
comprenderlas, a no ser que haya otros intereses, sobre todo económicos,
latentes, que serían las auténticas fuerzas jugando con la credulidad y la
exposición a la muerte de tanto cruzado voluntario.
Si fue cierta la Cruzada de los Niños, ya
es que se nos presenta como inimaginable.
Sólo se nos hace algo comprensible
ese afán de aventuras si se nos promete “el oro y el moro” y viviendo
encerrados en pequeñas ciudades o en castillos, contemplándose unos a otros,
día tras día, de manera rutinaria, sin otro tema de conversación que el que
hacía referencia a las pequeñas acciones e incidencias cotidianas, ni otra
fuente de emoción que la que emanaba de ellos mismos.
Crédulos religiosos y ante
cualquier autoridad social, política o religiosa que les asegurase que….y, sin
posibilidad de contrastar la información, la aceptaban como verdadera.
Así que recibían todas estas
manifestaciones externas, con pasión, con entusiasmo, casi con delirio,
escapando de su aburrimiento, de su bostezo permanente.
Los señores, y sobre todo la
burguesía, no sólo defendían sus propiedades y su fortuna, sino también a sus
mujeres, que les pertenecían pero que cualquier desliz amoroso engendraría un
“hijo natural” (no legítimo), en lo que no estaba de acuerdo su dueño al tener
que repartir su herencia con un hijo de “su” mujer, pero no “suyo”.
Pero, así como los nobles
encerraban a sus damas en los inaccesibles castillos (lo que no impedían
totalmente los deslices amorosos de las mismas) y defendían su honra familiar
con la espada, los burgueses habrían ideado otro método para preservar a sus
esposas contra el adulterio.
Así que, cuando un burgués se
veía obligado a salir de viaje, pondría, entonces, en su mujer “un cinturón de
castidad, una pieza de metal ingeniosamente realizada, que cubriría las partes
sexuales de la mujer y que impedía, así, que ningún hombre pudiese tener
relaciones de tal índole con ella. Aquel cinturón, aquel complicado artefacto,
se cerraba con un candado, del que sólo el esposo poseía la llave”.
Y uno se imagina cómo esa
mujer podría hacer pipí, sin que el orín, en contacto con el metal, produjera
una oxidación del metal que, al estar en contacto con sus órganos genitales, no
causara infecciones de todo tipo que, en aquellos tiempos, acarrearía la muerte
de la mujer.
Pero si el aparato de marras
permitiera orinar normalmente, igualmente permitiría que cualquier varón
pudiera introducir su pene por donde saldría el orín.
Además de que, todo candado
que cierra también puede abrirse.
Y no digamos nada sobre las
defecaciones.
Ya en la Odisea nos cuenta Homero
que la bella Afrodita (Venus), al instante de nacer, con su virginal, noble y
perfecta desnudez, se presentó sonriente
a los dioses inmortales del Olimpo que, al verla, quedaron estupefactos
y maravillados ante el espectáculo incomparable de su divina hermosura.
Y como la diosa iba sembrando
amor a su paso, todos los dioses se enamoraron de ella.
Incluso su padre Zeus o
Júpiter, quedó hechizado por la joven, pero viendo que su hijo no correspondía
a sus deseos incestuosos ordenó, como castigo, que Afrodita se casara con su
horroroso y deforme hijo Hafaistos o Vulcano.
Así fue cómo el dios más feo
tuvo por mujer a la diosa más bella del Olimpo.
Sin embargo Afrodita no
quería por marido sino a Ares o Marte, pero como ya estaba casada no tuvo más
remedio que tener al dios de la guerra por amante.
Como el feo Hefaistos era muy
celoso le tenía prohibido a su mujer que hablase con el hermoso y apuesto
Marte.
Pero, al ser advertido por el
Sol de que era engañado por su mujer preparó una habilísima celada a los amantes.
Ésta consistió en que,
mientras estaban juntos, los encerró en una sutil red de hierro que había
elaborado en su fragua y, tras inmovilizarlos, los expuso a la burla y regocijo
de los demás dioses.
Se ha dicho que
Hefaistos-Vulcano colocó sobre el cuerpo de la hermosa e infiel Afrodita un
complicado artefacto para evitar que ésta pudiera volver a engañarle (lo que,
naturalmente, no parece cierto que la diosa de la belleza y del amor lo hubiera
permitido).
Hefaistos-Vulcano convencería
a Zeus de la infidelidad su mujer, regresaría cojeando a su fragua, se
divorciaría de la caprichosa Afrodita-Venus y, acto seguido, ésta se casaría
con Ares-Marte, con el que tuvo dos hijos: Cupido-Eros, que es el dios del amor
y Anteros, que es el dios del amor correspondido.
Hasta aquí el mito, y sólo
mito, que nos narra Homero.
Pero ni los griegos ni los
romanos pensaron siquiera en colocar a sus mujeres el dicho cinturón de
castidad.
Y eso que algunos tenían
motivos para ello, pues en aquellas fechas había muchas Mesalinas.
Ese horrendo cinturón, que
recibió varios nombres, como Cinturón de Venus, o Cinturón Florentino (también
se habría usado en Florencia), tomaría carta de naturaleza en toda Europa, pero
en los siglos XV y XVI (no en la Edad Media )
Hoy, dichos cinturones, son
piezas de museo, se harían de mil clases y modelos, todo los perfectos que uno
pueda imaginarse pero, como dice el adagio: “quien hizo la ley, hizo la trampa”
y las mujeres se las habrían ingeniado para saltar aquella metálica barrera,
aquel “telón de acero” con el que sus celosos maridos, pensando en ellos, en
sus hijos y en su heredable fortuna, querían evitarles las malas (aunque
buscadas y placenteras) tentaciones.
¿Sería verdad que fueron los
trovadores (¿quiénes si no?) inventaron la ganzúa logrando abrir los candados
que cerraban las partes carnales más apetecibles de las más bellas mujeres?
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